“La experiencia dramática”, de Sergio ChejfecLa experiencia dramática

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Camino mientras cuento volantes electorales y las hojas secas de las matas de los parques. Describo en silencio los baches de las aceras causados por las pisadas del tiempo y por las raíces de los inmensos árboles de las avenidas. En cada parcela visual hallo un objeto, un pedazo de tela, una lata vacía, caca de perros y mendigos, la cola muerta de una iguana. El sol de la ciudad agobia y hace desaparecer el rostro de los personajes que merodean por la plaza. Si alzo la mirada, un par de zapatos cuelga de un cable de alta tensión. El cielo se desliza lentamente hacia el oeste.

Me desplazo con el libro marcado: los pasos, el andar sosegado, equilibran el ritmo de quienes ocupan las líneas de la novela.

Desde hace rato tengo en mis manos La experiencia dramática (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2013) de Sergio Chejfec. La anécdota difusa me hizo salir a buscar el mismo aire de Rose y Félix, dos sujetos que ambulan por una ciudad sin nombre, por una larga rúa en la que sitúan sus sentidos. Abro el libro y los veo saltar desde las páginas con la intención de acompañarme, pero me ignoran. Conversan, se miran sin detallarse, pero sí dejan que el narrador lo haga a su antojo en algunos instantes. Descripciones extensas hacen levitar las imágenes y alteran el ánimo de quien desea seguir caminando. Quien describe borra a su vez el tiempo del paisaje: lo reinventa para crear la ilusión de que todo el espacio es posible habitarlo, respirarlo, andarlo, pisarlo, anotarlo en la memoria.

Doblo una esquina y me desvío de mi ruta. En realidad paseo sin un destino fijo. Pero sigo pendiente de ellos. Un poco más allá, sentados en un banco, los dos personajes se acomodan en cada fragmento. El autor argentino confirma tal cosa cuando altera los pasos de quien lo lee: caminar es narrar, contar y descontar. No con la velocidad del trote y sudor competitivos de Murakami, pero sí con la acción reflexiva de verse los pies y ambular, deambular, vagar, citar lugares, borrar momentos, ser contado al ser caminado, porque la ciudad así lo hace: se mueve bajo los pies, es caminada, paseada: es ella la que domina los pasos, la que mide los metros, la que calca con mano invisible la voluntad de cada personaje. Inclusive la del mismo narrador, también dominado por el influjo de unos trancos ajenos.

 

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Félix y Rose “mueven” la ciudad. La trasladan con la mirada mientras la desandan. Pese a que en La experiencia dramática los eventos están congelados, los personajes agitan el aire de la narración. El novelista es un ojo que ve, que se pasea por el paisaje sin provocar una acción que provoque cambios en el lector. La parálisis de quien lee es parecida a la de quien escribe. Mientras tanto, los personajes llevan de la mano al narrador, lo secuestran, lo promueven sentados frente a frente mientras saborean semanalmente un café, conversan, luego caminan, andan sin acciones relevantes. Rose cuenta su vida y teje la de Félix, quien viene de otras tierras. Rose es actriz e impone a sus alumnos de arte escénico tareas dramáticas que construyen la experiencia cotidiana, teatral. Félix, como el narrador, es una mirada que escruta.

La técnica de Chejfec, su afán, su porfía estilística, la hemos visto ya en Baroni: un viaje y en Mis dos mundos, ambas novelas publicadas también por Candaya. En esos trabajos el argentino —en el primer título— transita por lugares, conoce sitios inhóspitos, la geografía andina de un pedazo de Venezuela, pero siempre con la idea de rehacerse con quienes habitan la historia. En ese viaje hacia Rafaela Baroni construye una escenografía, un paisaje que lo envuelve, que él cuenta con traje épico, toda vez que revela riesgos que en sus otras novelas no advierte el lector. En el segundo, los pasos descubren y dibujan una geografía quieta, dispersa a veces, congelada en el ojo, como fuera de atmósfera en la que se funden las cosas, la representación de sujetos que se complementan. En La experiencia dramática hay varias realidades portátiles: la de los alumnos de Rose, la de ella misma y el reflejo de Félix. Y digo portátiles porque la verdadera realidad está en desconocerla. En desactivar la ficción y darle un carácter referencial. El de las miradas que se perpetúan en un lugar. De allí que queda preguntarse, ¿dónde queda la realidad? ¿Qué es verdad? ¿Qué es falso? ¿Quiénes son estos sujetos que casi no accionan, situados en la incertidumbre de quien los lee?

 

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La experiencia dramática es otro experimento literario. Suerte de ensayo general en el que Rose hace de Félix un eslabón entre ella y los ejercicios escénicos con sus alumnos, con el mundo, con lo que mira y deja de mirar. En ese intento, la realidad se sale del tiempo: quien narra se ocupa más de escrutar, de pasear reflexiones, de filosofar desde un sitio y luego recrearlo.

Finalmente, me alejo de la ciudad. Entro a mi casa. Me sirvo un café. Me imagino con Rose y Félix y me convierto en el fantasma/espía que los sigue y los nombra para descubrirlos.