Manías de ciudad

Joseph Brodsky

1

De Joseph Brodsky es aquella manía de encerrarse en una botella y dejar la ciudad asilada, al resguardo de quienes hacían de la borrachera fiesta para consagrar. No en vano comentado por el poeta Juan Gelman, me traslado desde su lectura hasta el poema “Una fotografía”, para aislarme un poco y deshacerme de la pesadilla que a diario corrompe nuestra tranquilidad: “Vivíamos en una ciudad color vodka helado. / La electricidad venía de lejos, de pantanos, / y el departamento de noche parecía / sucio de turba y picado por mosquitos”.

De paseante de esta polis anónima paso a refistolero, a calumniador de árboles, los mismos que Brodsky deja a un lado para seguir tocando las fauces de la urbe: “Las ropas eran gruesas, denunciaban / la cercanía del Ártico. Al fondo del corredor / se crispaba el teléfono recobrado, reacio, / el sentido después de la guerra terminada”. En vista de la nuestra, refriega nacional que nos trajeron, develo este cansancio, estas ganas irrefrenables de detener la muerte, el zumbido de la eternidad en los ojos.

 

2

Manía que recobra la calle en el parpadeo del hambre, en la sinopsis de la angustia, tan grata a los programas de donde proviene el aliento del miedo. Esta ciudad está a merced de la queja. Desecho visual, respiramos los gusanos y los pájaros negros de la mentira: dicho y hecho, la Ciudad (ya con mayúsculas) nos ladra en los oídos.

Manía de sacudir las manos en la cara de la indolencia. Manía insoportable para mí mismo, dado a reclamar —como si me tocara, como si tuviese derecho— a los nacidos en esta urbe de egotistas, en la que ya casi nada es posible pensar en hacerla posible. Y así, maníaco depresivo, aturdido y vapuleado, quien me habita desde afuera es una mueca, un alarido desde lejos en este cementerio de alimañas.

Manía, sí, tan desperdicio como zozobra, que tiene en el poeta ruso-norteamericano la misma marca: “El billete de tres rublos divertía a los aviadores / y a los mineros del carbón. / Yo ignoraba que un día todo eso iba a desaparecer. / En la cocina, ollas esmaltadas / inspiraban confianza en el futuro / convirtiéndose en sueño, / obstinadamente, en sombrero o ejército marciano”.

Que no quepa la menor duda, somos un ejército de extranjeros de otras galaxias, aliviados por los discursos, las marchas y contramarchas, los muertos con los ojos abiertos, las mujeres violadas, los hombres ahogados o calcinados por la fantasmagoría de este impericia cotidiana. Púlpitos, bufetes, pantallas televisivas, palacios y casonas corroen el tiempo, la tranquilidad del viejo reloj detenido, arriba en la torre de la Catedral.

 

3

Con la boca cerca de la basura, entre las moscas y el olor ácido de la lechuga podrida, crece el mundo de la desesperanza. Mientras apestamos, el porvenir es tan inseguro como la belleza del montón de miedo que nos llega a los hombros.

“Los autos también / iban hacia el futuro, negros, / grises y a veces —los taxis— / hasta color marrón claro. Es extraño y no muy agradable / pensar que ni siquiera el metal conoce su destino / y que la vida se ha gastado gracias a una apoteosis / de la compañía Kodak, con fe en las fotos / y tirando los negativos. / Aves del Paraíso cantan, a pesar de que las ramas no se mecen”.

 

4

Digo de la metáfora de un árbol que ambula en la ciudad. Una fotografía, un hombre recostado de una viga de ahorcado, un borracho alucinado, un maníaco que se quiere comer la luna, un uniformado que hace el amor con su pistola, un iletrado que lee la Ilíada y canta desde el disgusto de saberse parte de las heces del mundo.

Vieja manía la de morir siempre en la orilla. Manías engendradas por la sangre de los antepasados. Manía de vivir pese a la fosforescencia de Pavese bajo la sangre de Pasolini. Manía de ciudad y dejar de ser humano para arribar a la savia de un árbol y olvidarme de Brodsky.

Pero, vamos, vivimos, desarmados y desalmados, entre los miedos naturales y los inventados por los fantasmas de este mapa carcomido por las polillas de la indecencia. “Aves del Paraíso”, ¿cuáles? La carroña espera por los pájaros de Hitchcock, por los muertos de Poe, por los niños monstruos de Quiroga, por el que a diario nos espanta con su cara de palafrenero. Manía, tantas manías, tantas ganas de ser ciudad y rechazar la calle hacia el infierno.