Así en la vida como en los libros

Sael Ibáñez
Sael Ibáñez. Fotografía: Librería Sónica.

1

Me vuelvo personaje con este libro. Escribo en primera persona para poder hacerme de los trece personajes que navegan en esta suerte de obsesión del narrador Sael Ibáñez, quien en esta oportunidad nos visita con Así en la vida como en los libros (bid & co. editor, Caracas 2013). Y afirmo que cada uno de ellos, los personajes, es un solo matizado por anécdotas y acertijos que divagan en la sensatez del que los lee y los recoge en la memoria. Quien escribió este libro ha escrito otros donde la atmósfera del destino incierto, o del destino cierto, porque toda incertidumbre conduce a la certeza, es la base para que la vida de los habitantes de sus páginas pueda expresarse.

Un ligero paseo por la bibliografía de nuestro autor me permite recordar que Descripción de un lugar, A través de una mirada, La noche es una estación y El club de los asesinatos particulares, entre otros, forman un mosaico que podría ser considerado como la novela de Sael Ibáñez.

En medio de los momentos procurados por una década de encierro en dos seminarios católicos, de sensaciones divinas, de imágenes retraídas por las sombras y el movimiento de una vela, por las oraciones y cavilaciones frente a imágenes y miedos, nuestro autor ha ordenado un imaginario donde lo místico, lo religioso y lo literario conforman un gran árbol en el que se resume una mitología personal: Sael Ibáñez es su propio personaje, más allá de que encontremos en la hojarasca de sus relatos referentes alejados de su entorno.

Los personajes de la narrativa de Ibáñez se reflejan en una constante: el destino, ese lugar que se describe y se borra, pero además que se mira de frente o de soslayo en medio de la noche o a través de los días forjados por la realidad: esa esfera en la que se mueven los modelos de Uno, el mismo, pero sobre todo Judas, quien se relata en la repetición icónica de la última cena de Da Vinci. Fue Cristo en una primera versión, pero el tiempo desfiguró su cara y luego se hizo el traidor, el destinatario de la pregunta de Jesús. Fue los dos personajes para la misma escena. Las dos caras de una existencia que se vio en el bien y en el mal.

Rubén Marichal pasa por el filtro de quien lo hace molde de un lector. La relación escritor/crítico o lector configura el relato Uno y el mismo: Rubén busca drenar su angustia en un escritor importante, quien le aconseja que no se vuelva otro, “si puedes evitarlo”. Finalmente, casi se hacen uno, hasta que aparece la ruptura: no es posible que seamos uno si tú puedes ser tu uno, tu propio yo.

En Los cuentos de hadas no son contados en primera persona, un sujeto escritor se prenda de una mujer, de una mujer casada con un promotor de encuentros culturales. Susana Risky, la esposa de Héctor Caviglia, en la espesura de tantas reuniones, logra atrapar al personaje y lo cautiva, hasta el punto de llevarlo a escribir el relato que ella desea, o el relato que ella supone será ella. El joven escritor entiende que ha sido usado como un conejillo, hasta que se aleja y entiende que también del dolor se pueden revelar hallazgos. La mujer, el amor, la lealtad, la infidelidad, el mundo quebradizo. Una pregunta queda en el aire a mitad del cuento: “¿No será probable que venimos a este mundo para aprender un arte definitivo: el arte de saber ser débil?”.

 

2

He perdido la primera persona. La recupero ahora. Soy parte del libro. Soy el libro Ibáñez. Soy un engaño, un reflejo. Pero intento ser lector, no cómplice de los sujetos o fantasmas que hacen líneas en estas aventuras, sino de las historias que están detrás de la simulación, de la creación.

Un relato sin retorno fabrica a un tipo que lee su propio desarraigo. Un posible regreso a su interior. Vuelvo con él a ese lugar anunciado en las últimas líneas del cuento. Me creo un paisaje, pero como él es paisaje también intenta volver a su yo, a su misterio personal. A su realidad, a su ficción. De allí que al final afirme: “...comprendí que no hay lugar más lejano adonde marcharse que irse al fondo de sí mismo, a ese final de mundo donde solo convive uno consigo mismo. Ahí me fui, a la espera de que mi corazón se rompiera o se hiciera de bronce”. Desaparezco con la anécdota. Busco otra en Nicolás Petrini, otro escritor, otro lector quien se hace libro mientras lee. O mejor, “tuvo la familiar sensación de que era como si el autor escribiera para él o como si lo leído hasta ese momento pudo haber sido escrito por él mismo”. Cada vez que escribía veía su historia en otras páginas. En Todos los libros ni un libro, el personaje está signado por el azar: él es, pero lo que escribe no. Deja de escribir: abandona la afición, suerte de ambiente maldito que lo condena a ser un ladrón de imágenes, de historias, de libros ajenos.

La fatalidad rodea a Frank. El pobre hombre pasa por nuestros ojos, por los míos. Pasa y se queda en su miedo: todo lo que escribe se convierte en realidad. No puede pensar mal de alguien porque ese alguien será sujeto de crisis, muertes, dolores, etc. Maldición que lo lleva, en el cuento Asesino de sí mismo, a ser su propia víctima. En un lapso de su vida encuentra la felicidad con una mujer, pero comienza a ver detalles en ella, hasta que la borra de la existencia. Queda solo, aturdido, y lo acosa una enfermedad que él mismo había imaginado en su deseo de desaparecer.

Es bueno decir que en la mayoría de los relatos de Sael Ibáñez el narrador participa como un apósito. Es decir, interviene en el destino o no de los personajes. Está entre el lector y la ficción. Ejemplos sobran: “El narrador, quien conoce al hombre...”, “El narrador imagina que debió de recordar...”, “El narrador acepta que él no pretendía...”. Digamos que es un narrador intruso, fisgón, entrometido, que guía o desvía los pasos de quienes respiran en sus materiales narrativos.

En Suertes trocadas se repite el tema: un hombre acosado por su vida secreta se llena de preguntas, cuyas respuestas o silencios lo llevan a la desgracia. Pero es en Una historia ficticia donde el hecho literario es el canon que vitaliza este libro: el azar, la casualidad y de nuevo el dolor. Edmundo Lara escribe un libro con un personaje femenino: Doris Izquierdo. Resulta que el personaje existe, sin él saberlo, con el mismo nombre, la misma fisonomía, el mismo modo de comportarse. Ella lee el libro, busca al autor y establece una relación física que lo trastoca, porque la realidad era un sueño. O el sueño era una realidad en la que dos sujetos se encuentran y se separan porque no son el molde que se creía, aunque ella haya afirmado: “La realidad es lo de menos. La hemos vivido durante algunas horas, pero el sueño es más largo y es lo que nos une”.

 

3

Qué manía perder la primera persona en esta madeja de relatos sobre escritores, sobre ficciones que arrastran la personalidad del lector. El club de los asesinatos particulares me regresa a una vieja lectura convertida en nota. Sael Ibáñez ya había publicado un libro con ese título y ha escogido el cuento que le dio nombre para incluirlo en este nuevo tomo. Decía hace tiempo de Thomas de Quincey por su conferencia Del asesinato considerado como una de las bellas artes, y también destacaba la influencia de otros textos de aquel viejo trabajo en el que las crueldades conforman el mapa ficcional. Un aspirante a ingresar a El club de los asesinatos particulares habla con un Maestro en la materia. Le pide consejos. Finalmente el lector descubre a Ambrose Bierce como referente de la historia. El autor de El Diccionario del Diablo no habla, pero da a entender que aún ya ha llegado al estadio de cometer crímenes, crueldades, dolores. De allí su maestría en dar consejos acerca del oficio.

Castor Medianus, ya el apellido lo dice, transita la mediocridad. Es un escritor mediano. Su destino está marcado por “sus miserias y sinsabores”. En este relato el autor dialoga con el relato mismo: “Desdeñaba la claridad; aborrecía, si se quiere, todo lo apolíneo. Por el contrario, seguía como tantos al depredador de la mitología, al dios Dionisos. (Aquí y ahora se impone una aclaratoria: no estamos forzando alegremente el guion de este relato, como podría pensar el lector...)”.

Así en la vida como en los libros, el texto que da nombre al volumen, es también un juego de imaginación en el que el narrador fija a un escritor que imita a los escritores que lee. Hasta que logra forjar un estilo propio. En medio de su labor, “él mismo llegó a apreciarse como un texto que comenzaba a ser escrito”. Animado por la religión, tuvo experiencias místicas que lo alejaron de “las francachelas y desmesuras” para dedicarse a la escritura, pero más le “interesaban los libros que el libro”. Una vez lograda cierta notoriedad, se fue a un bar de mala muerte donde fue asesinado. Fue protagonista de una ficción que se hizo realidad a través de un navajazo.

El texto que cierra el libro de Sael Ibáñez, La máscara de mi vida, vuelve a la relación entre escritor y crítico. Tanto escribió el crítico sobre un escritor que el crítico fue el celebrado, mientras el escritor pasó a un segundo plano. El celebrado fue el crítico. El narrador, un simple espectador. El desprecio forma parte de esta historia.

Vuelvo a la primera persona para finalizar. Leído el libro, no dejo de pensar en esos personajes. No dejo de pasar por el trago amargo de la ficción convertida en realidad.