Vuelvo a las andanzas. La mirada se posa en una antigua pared. Roñosa y húmeda, vierto los ojos sobre la poca piel que le queda al muro. Paso la mano y siento los pasos de viejos encomenderos. De paseantes que se deslizan descalzos. Cascos de caballos. A mis oídos llegan voces y ruidos de la vieja rúa valenciana. Vengo cargado de ilusiones, como diría un romántico y empedernido exiliado.
Una llave anida en medio de los ojos. El canto insonoro de unas aves se desliza por la piel de las hojas de aquella calle que sueño y no termina de borrarse.
He presentido esta visita. La he añorado. Rozo las esquinas y retorno al pasado de mi infancia. Un niño medio loco, lanzallamas, como me calificó Roberto Arlt. Un niño díscolo y en el fondo tímido, pese a los crímenes de guerra ejecutados contra sus contemporáneos: paredones de fusilamiento, pelotazos, carreras delante de policías y de perros. Bombas incendiarias en los sueños robados a Borges. Entonces el niño ya no está. Se disipa. Se pierde en Los hilos invisibles de Ángel Ramos Giugni, un hombre que escribía historias, cuentos cortos, ejercía la justicia, dibujaba lo que veo ahora con tanta claridad.
Me he paseado por la puesta en escena de un relato en el que viajo, “El último tren”, y pierdo mi identidad en una estación abominable, desierta y llena de cactus. No sé si he llegado a Falcón. O si he retornado al infierno donde “El leñador” convirtió el bosque de Sahara en el desierto que es hoy. O si “El Rey de Aquitania” sigue en su Tesalia inscrita en el olvido o recordando los últimos pasos de sus pies. No sé, no recuerdo la historia pero me revuelve el alma estar parado en esta esquina de San Blas y verme rodeado de motorizados, de moscas zumbantes, de vendedores de maldiciones, de mujeres en traje de baño, calcadas en avisos luminosos que están a punto de caer.
2
Me envuelve una atmósfera de pesadez. Camino a tropiezos. La Montes de Oca prefigura el eco de una novela que podría advertir la grandeza del tiempo. Alguien me saluda: los viejos fantasmas de Teófilo Tortolero y Eugenio Montejo pasan en silencio hacia Los Colorados. José Napoleón Oropeza, aquel muchacho de los setenta, aún redondea Las hojas más ásperas de su inquieta escritura. Otro alguien me toca un hombro: Guillermo Loreto Mata me mira con sus ojos azules y se vuelve nube en una calle de San Blas. Cruzo una avenida que no conozco: reviso mi piel y camino con mis 16 años a cuestas. Miguel Patacón cuestiona conmigo el uniforme de los policías. Un poema se atraviesa y se convierte en senos, caderas y movimientos de brazos y piernas. Entra a la catedral: ojalá Nuestra Señora del Socorro la reciba y la convenza de que la amo, así no conozca su nombre.
Me interno en el ruido de un grupo de buhoneros que discuten sobre la filosofía de Heidegger. Una religiosa entrega pequeñas biblias. Un enajenado dibuja la Torre Eiffel con los dedos sobre las paredes del Teatro Municipal. Me saluda el viejo Orwell, sacudido por el Gran Ojo que lo espía. Mis ojos entran por una ventana y ven un cuadro de Zerep. Otro de Carlos Zerpa. Un busto de Michelena bajo el chorro permanente de una fuente. Paso por la vieja escuela de teatro del maestro Moreno y recuerdo a Elio Arangú. Mi otrora cara de mimo es atravesada por la serpiente de una hiedra que corroe el tapiado de una casa colonial a punto de estremecerse.
3
Vuelvo a Los hilos invisibles. El ruido de un corno en la intrincada selva. Los cazadores venían de una noche de juerga, lujuria y sueños pesados. Aniquilados por el calor, en la búsqueda de la presa, dieron en el blanco: mataron el pájaro que devoraba miles de insectos y cientos de gusanos en segundos. La orgía de muerte sacudió a aquella tierra difícil y peligrosa, tejida de lianas, de invisibles bichos que se reprodujeron e invadieron en minutos el paisaje. No quedó carne, corteza, flor, mata o bosque. El esqueleto del mundo se mostraría después del relato de Ramos Giugni. La floresta anterior fue luego la muerte. Y así me guío durante mi caminata por Valencia. Me siento desierto, consumido por insectos voraces. Me miro en un país revuelto, atornillado a una demencia genética, marcial y en fila para estirar las manos y creer recibir el cielo, las estrellas y aquella máxima felicidad que Isaac Chocrón convirtió en pieza teatral, en resonancia de ironía, en deshuesadero de quienes aún navegan solitarios en un océano de utopías y pesadillas.
Bajo un árbol de alguna plaza veo flotar el planeta. La ciudad que respiro me avisa de mis tiempos pasados. De asignaturas pendientes, de retornos, de la siempre poesía y sus quebrantos, de caricias a una muchacha de alguna barriada olvidada. De caer en silencio en esta butaca que sostiene mi cuerpo y me avisa que estoy a punto de cerrar este capítulo y comenzar otro en las próximas horas.
Oigo la voz de Ángel Ramos Giugni y volteo. Pero no hay nadie. Solo su voz. Qué lástima, quería decirle que, en su “Transferencia de la memoria”, la mujer que murió en la primera línea del cuento resucitó para alegría de quien creyó verla entrar en la catedral.