“Ojos azules”, de Arturo Pérez-ReverteOjos azules

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Del 30 de junio al 1 de julio de 1520 las tierras de México vivieron la “noche triste”. La llegada de los españoles en grandes naves, con Hernán Cortés a la cabeza, trajo a las costas de de este nuevo paisaje la desolación, el dolor, la tortura y la muerte. Si bien el cuadro puesto ante los ojos de la imaginación nos reproduce escenas terribles, también es cierto que en cada hombre presente en ese episodio épico había pensamientos y deseos de que todo terminara o de que al menos la matanza pasara al lado de un sueño. En medio de tanta desolación hay un soldado, el que el narrador llama Ojos azules (Seix Barral, Únicos, Madrid 2009), quien es el compilador, el que resume el fenómeno del mestizaje en la América que habla español y sigue —empecinadamente— pensando que puede volver al pasado a vengarse de las afrentas cometidas por el invasor, una vez se intenta borrar la ficción y se retorna a la historia.

Ojos azules es un relato corto de Arturo Pérez-Reverte, con prólogo de Pere Gimferrer e ilustraciones de Sergio Sandoval. Es la historia de México en micro. Es el resumen de un evento en el que un personaje sintetiza todo lo que aconteció durante aquellos de días de inclemencia, de cuchilladas, flechazos, lanzazos, disparos y atropellos. Es la vida de un soldado, que podría ser la de todos los soldados, imbuido en una guerra, en medio del olor a pólvora y sangre, en medio de los gritos y ojos apagados por la muerte.

 

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Después de aquel encuentro entre dos rabias, entre dos asesinatos, porque llegar a una tierra extraña y mancillarla trajo como consecuencia una respuesta: la de los aztecas y sus demás pueblos preparados para la acción. Ojos azules es aquel soldado, como el soldado desconocido que cae y es héroe. Éste cuenta, relata, ambiciona, mata y deja una estirpe. No se ajusta a si es bueno o si es malo. Es un ser humano perverso y a la vez sensible. Es monstruo y es hombre. Es cristiano y asesino. Es el que deja la semilla del hijo bastardo en el vientre de una mujer. Es la heredad, producto terrible de una nueva muerte: la provocada por el fuego de unos “dioses” que —según cuentan las leyendas fuera de este libro— eran caballo y hombre a la vez.

Bajo la lluvia, como si el dios Tláloc hubiese abierto las puertas del cielo, los españoles de Hernán Cortés avanzaron hacia el interior del Imperio Azteca. Con la mirada puesta en la cara de los aborígenes, el degüello, los cuellos cortados, la sangre derramada sobre la tierra virgen, Cortés reclamó a algunos de sus hombres por la brutalidad, pero ya era demasiado tarde. El mismo Cortés, uno de los ojos celestes, calló. Oro a montones, riquezas, monumentos. Todo un imperio. Los sacrificios llevados a cabo por los sacerdotes aztecas. Los dioses molestos. Moctezuma a la espera. La venganza. Caras de muertos, cuerpos abiertos como un cerdo. Los intestinos al aire. Y decir ellos que venir de tan lejos a ser blanco de carniceros indígenas. Una guerra funeraria, de crespones negros del lado cristiano y de relámpagos en los ojos del lado azteca.

 

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Una india se atravesó en su camino, en el camino de Ojos azules. Una mujer que se hizo carne alma dentro de él y carne dentro de ella, espíritu en el pensamiento. Una mujer que no lo dejaba concentrarse en la guerra, mientras atajaba lanzazos o palos contra sus costillas. No lo dejaba matar como debía ser.

La conoció un poco antes de aquellos días aciagos, cuando había paz entre ambos colores de piel. Pero luego vino el odio, el ardor de adentro, el miedo. La había violado, la había tomado como un animal, la había tenido para él, bajo su cuerpo. Ella se hizo de él y se acercó más a él. Una vez preñada, vino la burla de los compañeros y la reacción brutal de Ojos azules: la echó a patadas de su lado y la perdió en medio del poderío que llevaba a cuestas. Pero la extrañaba, como en cualquier telenovela actual.

La guerra, espadas en el vientre, tripas, golpes, mazazos, decapitaciones, moscardones. Ojos azules trataba de huir con un cargamento de oro mientras los gritos y la carne herida, los cráneos reventados eran la imagen de su terror. No podía dejarlo la carga. Era suya, la había venido a buscar desde la Península. Luchó con creces. Lleno de barro y sangre fue capturado y llevado a la pirámide de los sacrificios. Un poco antes de morir, la vio: entre la multitud unos ojos de rencor lo marcaban. Los mismos ojos que contenían la mirada oculta de la nueva semilla. La semilla de otro ser humano con dos colores de piel, revueltos, mezclados. La nueva tierra habitada por un ser humano sin nombre que le habría de dar nombre a otros. El mestizaje, el símbolo de una nueva desolación.

Este relato corto es el recuento de todos estos siglos. Es el relato de un crimen y de un nuevo nacimiento. Es el instante que aún vivimos, el que nos reclama y nos empuja hacia la incertidumbre. Somos y no somos.