Artaudlogía (Textos), de Antonin Artaud, traducido por Adalber Salas HernándezArtaudlogía (Textos)

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Arrastro conmigo el peso de Antonin Artaud desde mis tiempos de militante de lo imposible. Desde los sobresaltos de una utopía con acné. Desde los primeros momentos de El teatro y su doble, desde la miseria humana travestida en dos sujetos que hoy son estatuas de nuestra actual realidad política. Y digo militancia porque Artaud era una espina que como jóvenes llevábamos los que nos queríamos sacudir los viejos discursos desde la calle y desde los escenarios teatrales. Ese peso aún gravita alrededor de otros títulos que reposan frente a mí mientras me llevo el desayuno a la boca, mientras abrazo a uno de mis hijos, mientras juego con mis nietos, mientras me miro en los ojos de mi madre, mientras hablo con los fantasmas de la casa. O mientras ese tanto agresivo de la desmemoria, que altera una locura prestada o despelleja las iluminaciones que Rimbaud dijo haber sufrido mientras le ataba las piernas a una esclava africana.

La cara de demente angustiado del autor francés continúa dibujada en esa época. Es un dibujo sin ojos. Una mueca de sus lecturas se desprende de todo eso: lo que somos y lo que no somos. Somos bestias desde Artaud, como lo hemos sido desde Ambrose Bierce, desde Papini, desde la incoherencia de haber sido parte de un momento en el que se nos reveló aquella “Cuna de esperma” con que Antoine Marie Joseph (“Antonin”) Artaud comienza la historia de Heliogábalo. Relato de crueldades que “El anarquista coronado” —donde conocimiento, poesía e imaginación se enlazan— hace visible a través del escándalo.

Pues bien, vieja lectura casi olvidada. En medio del desorden, entre el “tirapiedrismo” juvenil, las prohibiciones ideológicas impuestas por una élite bufonesca y las páginas de los libros, se me atravesó Van Gogh: el suicidado de la sociedad y Para acabar de una vez con el juicio de Dios, en el que Artaud hace poesía, ensayo y narra parte de sus demonios. Es decir, se pasea por la vida y la muerte de un personaje que se parecía a él. El pintor y el escritor: dos caras que se hacen una en medio de la tragedia. “El teatro de la crueldad”, el ahorcado, el ahogado, el añadido a la muerte como un poema ilegible.

 

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De eso casi nada queda. No obstante, le veo el rostro al hombre casi todos los días. Los lomos de sus libros. Me llaman Artaud le Momo, Aquí yace y La cultura india, una poesía/cárcel. Las palabras engullen a quien las escribe. Quien las lee queda atrapado entre la lucidez y la locura. Los nueve años en un manicomio del marsellés y todas las horas de lectura de quien esto escribe tras las rejas imaginarias de una casa donde los muertos y los vivos se daban las manos. Ficción, sí, pero omniabarcante, reveladora de que un autor es capaz de ahogar a quien lo aborda. Y, luego, sin solución de continuidad, los tres tomos de las Cartas desde Rodez, en las que se siente, se ve y se huele la existencia de un sujeto en correspondencia con otras vidas que respiran su mismo aire. Cartas comunes, extrañas, cartas cotidianas, cartas íntimas, de dolor, de rasgaduras. Hasta aquí mi vida con Antonin Artaud durante aquellos años de enfermedad juvenil y casi adulta mientras el mundo era total alborozo en medio de la desmesura, la demencia política y todos los cadáveres que nos veían a los ojos como si fuésemos parte de su putrefacción. Aquello fue Artaud. Todo aquello fue él: las lecturas y las pesadillas, el teatro y algunos desafueros.

 

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Hoy nos llega de nuevo de la mano del joven poeta, ensayista y traductor Adalber Salas Hernández, quien lo vierte en Artaudlogía (Textos), publicado por bid & co. editor. Aquí están muchos de aquellos libros, pero esta vez trasladados al español por este venezolano que cada día nos amplía el mundo con su talento.

Y regresamos a la locura. Mejor, regreso a esa locura en primera persona. Porque ahora soy Artaud en un tratado anunciado en el título que Adalber Salas le ha acuñado. Es el tratado de un sujeto cuya inteligencia pervierte la nuestra, la aguza, la prepara para lo peor, para lo que vendrá. O para lo que no vendrá. Son cartas y poemas. Cartas donde teoriza, insulta con maestría, califica y vomita con la mirada puesta de lado. De su poesía, toda la locura dispersa, preparada para invadir los sentidos que los surrealistas una vez develaron en medio del lodazal. Poesía del desgarro, desde la más frenética verdad: suerte de decencia que nos involucra, nos desnuda.

Atado, con una camisa de fuerza, el loco Artaud desafía aún el mundo. Nos desafía. Nos pega de la pared. Nos perturba. Nos convierte en muñecos de trapo. La lectura a la que nos somete la traducción de Salas Hernández es impecable, tanto que arde cada oración, cada frase, cada dislocamiento del alma.

Nos lleva por los años de Artaud este libro que el poeta venezolano nos regala. Nos oscurece y nos ilumina. Adentrarnos en él significa regresar a la matriz de nuestra locura original. No obstante, desde esta antigua pasión por Antonin Artaud, invito a los lectores venezolanos, jóvenes, maduros y de edad indescifrable a leerlo, a hacerlo parte de la angustia que a diario vivimos. Artaud podría ser un bálsamo. Un agujero por donde vernos el espíritu, las verdades y sombras que nos repiten como animales con nombre y apellido.