“Fosa común”, de Miguel MarcotrigianoFosa común: un poeta en otros

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El poeta no es uno. Es otros. Se multiplica en la voz de unos otros que también son poetas, que de alguna manera han dejado libres sus palabras para entregarlas a quien se atreva a pronunciarlas. Y así ha sido desde que el mundo es mundo. Uno y múltiple, canta con el otro, como los otros, pero a la larga también es uno en su estilo pese a tener huesos ajenos. La voz se hace ajena pero a la vez pródiga en símbolos. Digamos, Fosa común (Ediciones del Movimiento, Colección Puerto de Escala, Maracaibo, 2015), de Miguel Marcotrigiano, es un libro escrito por unos muertos que han dejado un legado en la inflexión de ese Uno que quiere ser ellos. O ha sido o lo es. El poeta es el otro en la medida en que es uno, pero también muchos.

Una fosa común es un espacio donde se comparten la eternidad y el silencio. Un osario también contiene la búsqueda y la curiosidad por saber de quiénes son esos despojos: huesos, voces, lápidas, nombres y apellidos que fueron parte de portadas de libros, porque muchas veces la portada de un libro es también una lápida, la cara fría de un título o la memoria cesante de un alguien que dejó marcados sus datos vitales para la posteridad o para el olvido. También en el polvo de los lomos, en la visión numerada o abecedaria de un estante donde se perciben la espera, la permanencia de las lápidas sobre sus autores. Marcotrigiano hizo de un cementerio la voz multiplicada de unos “cadáveres” que hablan a través de él. De unos muertos que respiran en sus poemas, los que conforman una tumba verbal, poética en tanto pasión por lo que dejó escrito el otro y, desde ella, desde la fosa, desliza los versos de su historia.

 

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Son treinta los poetas sacados de la fosa. Son treinta nombres que hilan las hojas de este poemario en el que la voz de Miguel Marcotrigiano aparece como un adiós en cada una de estas voces. Aquí están, entre otros, Carlos Drummond de Andrade, Gottfried Benn, Wystan H. Auden, Baudelaire, Borges, René Char, Gombrowicz, Walter Benjamin, José Agustín Goytisolo, Pavese, el poeta desconocido, Kawabata, Kimitake, Virginia Woolf, Edgar Lee Masters, Silvia Plath, Montaigne, Celan, Teresa de Ahumada, Eliot, Rilke, Mallarme y Rimbaud.

Cada uno canta desde su muerte, desde el lugar donde está enterrado, desde la lápida que lo identifica. Cada poema, como afirma Adalber Salas en una zona del poemario, es “Una soledad que se parece, no por azar, a la que llevan los fantasmas”. Es decir, se trata de un libro lleno de ausencias, pero de ausencias ecoicas.

Un ejemplo lo tenemos en “Thomas”:

Todas estas voces me atormentan
porque ellas forman solo una
y no logro distinguir la mía
del tránsito de sus ideas

(...)

—las voces siempre provienen del pasado.

 

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Este viaje plural por la muerte destaca el enunciado de un yo lejano, escondido detrás de la palabra de cada uno de los poetas que emergen de la tumba. Así, Marcotrigiano conmemora, pero a la vez celebra su condición de portador de la voz de quienes pudieron pronunciar las palabras que ahora este autor de hoy se encarga de revelar. Poeta/personajes, son muchas las máscaras que se ha puesto Marcotrigiano para enarbolar el poema que desde la niebla de los cementerios sale airoso.

Cerremos la tumba con esta lápida/portada:

Gottfried

Sé que este libro que escribo
me lanzará a la riesgosa fama del escándalo
tal y como ocurrió con Charles o con Gustav

(uno de ellos susurra en alguna de estas páginas)

Pero no es la gloria lo que persigo
sino algo más sutil

ver el rostro de la eternidad
la vida allí donde se oculta
vecina a la nada (...)

 

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Fosa o tumba, lápida o portada, los poemas de este libro develan la intención de quien los escribió: ser uno, pero a la vez ser otros. Uno y múltiple desde el silencio. Cuerpo ausente, la poesía no deja de ser parte de un cementerio desde donde salen todas las palabras, porque el deslave del tiempo amontona las hojas de todos los árboles y de todos los libros, cuyas nervaduras Marcotrigiano usó para imaginar la eternidad con todos sus lectores.

El poeta no es uno. Son los otros que escriben desde sus lápidas.