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Chups, adoquines, marcianos y raspadilla

El miércoles, cuando salía de una de mis soporíferas “clases teóricas de manejo” (¡vaya despropósito lingüístico!) en las que terminé inscrito por esto de hacer feliz a la mujer que uno quiere (y a la mía, valgan verdades, virtudes le sobran para ser amada), me encontré en la puerta del instituto con un viejo carrito de madera en el cual, sonriente y amable, una chiquilla llevaba una antigua máquina moledora, varios kilos de hielo y dos grandes pomos con “jarabe”, uno de color rojo sangre y el otro de un amarillo más escandaloso que el de los letreros de las señales de tránsito que colman las paredes que observo todos los días antes de ceder mis energías a Morfeo, en el sauna donde un par de sexagenarios hacen lo imposible por mantener la atención de la treintena de ingenuos que nos matriculamos en el horario de las dos de la tarde.

Mi juventud se vino como un sueño a recordarme las más ingeniosas maneras que teníamos, en las pobrezas de entonces, para calmar la sed veraniega. La carretilla de marras que empujaba la adolescente no era otra cosa que una reliquia sobreviviente de los tiempos idos, en la cual, un señor (siempre chato, siempre de edad imprecisa, con un diente menos, un sombrerito y sonrisa impostada) recorría las calles de la Lima popular llevando a quienes teníamos sólo unas cuántas monedas en el bolsillo, la refrescante realidad de una raspadilla.

Como su nombre lo descubre, el potaje aquel resultaba de raspar hielo (grandes bloques de agua congelada cuya procedencia y pureza jamás nos preocupó), colocarlo en unos vasitos de plástico y rocearlos equitativa y generosamente con los líquidos dulcísimos y empalagosos que le daban color y un sabor aproximado al “tutti fruti” (esa textura irreconciliable con cualquier paladar medianamente instruido que resulta de la mezcla arbitraria de los restos o sobras de los jugos de frutas, que los mercachifles de ahora nos endilgan en helados, gaseosas y gomas de mascar como si fuera un descubrimiento). Como supondrán, una vez con la raspadilla en la mano, desbaratando la sed a fuerza del hielo dulzón, nada nos importaba la manera en que aquella ambrosía se elaboraba.

Recuerdo que en los buenos tiempos le regalaron a mi hermana un juego para hacer raspadilla casera. Consistía en un moledor de hielo (bastante reacio a los trabajos pesados) y un dispensador de plástico que contenía dos o tres recipientes con sendos dispositivos que permitían el paso racionado de los jugos que allí se vertían. Ya no sé si fue el aburrimiento (darle vueltas a esa manija de plástico que se desprendía a cada rato era una tortura y sólo conseguíamos un “poco muy poco” — si me lo permite Perogrullo— de hielo machacado) o la desidia infantil, lo que nos alejó del juguete; lo cierto es que una mañana apareció desbaratado librándonos de la tortura de manipularlo.

La raspadilla no era la única que calmaba la sed de los muchachos que colmábamos las plazas, aprovechando las vacaciones escolares y volviendo locos a los guardianes que trataban de echarnos a palazos porque “¡arruinan el jardín!”. Imposible olvidar (perdónenme la digresión) al canalla que cuidaba el parque España (donde transcurrió mi niñez). Debió ser uno de los más cascarrabias jardineros de la municipalidad de Surco, porque nos perseguía sin descanso y, cuando veía que las fuerzas no le alcanzaban para controlar a tanta chiquillada empeñada en jugar fútbol, mata-gente o ladrones y celadores, acudía al último recurso de inundar, con aguas de acequia, asquerosas y malolientes, todos los rincones. Nuestra venganza llegaba al día siguiente, con la guerra de barro…

Frente a la raspadilla ocasional, estaban los “chups”. Éstos han sido (y siguen siendo en muchas partes de la ciudad) el más socorrido de los dulces del verano. ¿De dónde proviene el nombre aquel? Lo ignoro, aunque no es difícil suponer que nació del hecho de tener que absorber o succionar el sabroso jugo que se esconde en el hielo seco empaquetado en unas bolsitas larguiruchas de plástico transparente. Como chupar es una palabra muy mal avenida en nuestro medio porque, entre otros despropósitos, significa “ingerir bebidas alcohólicas” (RAE dixit), es de suponer que se convirtió en “chup”, que nada significa y que tiene un tufillo a palabra extranjera (algo que nuestros complejos ancestrales aprecian muchísimo). Será por eso que algunos se dieron en llamarlos “marcianos”, como para librarse de maleficio colonialista o de la palabreja con sabor a cantina. ¡Quién sabe!

Los más comunes y corrientes eran los chups de agua (también los más baratos), y no consistían en otra cosa que esos mismos mejunjes dulzones de la raspadilla acuificados (barbarismo que la RAE no acepta pero que a mí me suena delicioso) y depositados en las ya mentadas bolsas tubulares y delgadas. Se vendían en las casas y eran preparados por las honradas manos de madres empobrecidas que veían en el negocito aquel una manera de agenciarse algunos soles extras que nada mal venían al exiguo presupuesto tercermundista e hiperinflacionario de la familia. Un letrero con “se venden marcianos” era suficiente para poner en alerta a la muchachada; para los más desconfiados se agregaba “hechos con agua hervida” y así quedaba satisfecha cualquier duda profiláctica.

Para los paladares más exigentes (y los bolsillos mejor aprovisionados) existían los chups de leche y esos sí que eran un manjar. Rápidamente se aprendía quién en el barrio los hacía “bambeados”, con leche aguada y fruta insulsa, y quién se esmeraba y preparaba esos deliciosos de fresa o de lúcuma que eran un verdadero “boccato di cardinale”. Fue en ellos que invertí (“malgasté” no es una palabra digna de dulces tan primorosos y exquisitos) mis raleadas propinas infantiles. Alguna vez he contado de mis primeras incursiones en el mundo de los negocios y de mis peripecias con los adoquines, cuya buena fortuna me arrastró a intentar otras empresas financieras (rotundos fracasos, lo confieso, que me convirtieron en un asalariado profesor, amén de poeta y cronista impago). Pues bien, en el último peldaño de la escala de los “mata-sed” veraniegos (donde los helados —difíciles para nuestras raleadas economías— se encontraban en la cumbre) se hallaban los benditos “adoquines”.

Una de las maravillas que tenían estos productos del ingenio y la lucha contra la deshidratación era que los había de todo sabor y composición, puesto que sólo bastaba con preparar alguna poción azucarada y ponerla a helar en las mismas vasijas donde se hacían los hielos caseros. Yo los hice de todo tipo. Los más baratos eran los de refrescos (esos de “disuelva el contenido del sobre en un litro de agua y agregue azúcar al gusto”) pero también los fabriqué de jugos de frutas, gelatina y, en el colmo del paroxismo al que me arrastraba mi pasión por tal portento, de café con leche (los que nunca más, gracias a mi recién decretada “intolerancia lactosa”, podré comer sin engullir previamente mis dos píldoras de lactasa que, dicho sea de paso, estimado doctor, ayudan poco con las incomodidades gástricas subsecuentes).

Entonces desperté del sueño y Robert, mi instructor, me saludó diciendo: “Hola José Luis, hoy vas conducir —porque manejar lo hace cualquiera— por la avenida Salaverry…”.

Lima, 10 de enero de 2003