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Ofrenda

Acá estamos, pues, querida Alice:

Han pasado muchas lunas desde que te vestiste de ausencia y nadie puede decir que te ha olvidado. Cómo no recordar a una persona que vivió dignamente y de quien jamás supimos (no porque no las sufrieras sino porque las callabas con el aplomo de tu raza) las penas que fueron entristeciéndote en silencio.

La primera imagen que guardo de ti es la de la señora elegante, con esa distinción que pocos entendían pero que muchos apreciábamos. La sencillez fue una constante en tu vida. Jamás te vi luciendo nada que no fuera adecuado; nadie como tú vestía de una manera tan pulcra, tan simple y, sin embargo, con tan buen gusto. No te recuerdo con oros ni joyas, no las necesitabas. Alguna vez un preciso pendiente enmarcaba tu cuello, pero no para adornarlo, sino para adornarse contigo. El más elemental de los vestidos se convertía en una pieza de diseñador cuando te lo ponías, y aunque todos lo sintiéramos al mirarte, no muchos podían entender por qué. Es que comprender la altura que consigue la violeta en su imperceptible existencia (que todos percibimos) es llegar a saber que el secreto de la verdadera elegancia reside en la simpleza.

Cuando te conocí, alguien me dijo que eras de pocos amigos y de charlas breves, sin entender que tu delicadeza te impedía llegar a las personas con la simplonería de la gente común, de tipos como yo, que tenemos la suficiente caradura como para abordar a los demás sin el menor cuidado. Pero la amistad es otra cosa. Y si de amigos se trata, aquellos que ahora escuchan estas palabras, demuestran con su cariñosa presencia que la fraternidad, que en ti era una institución, perdura tanto que ni tiempos ni distancias pueden conculcarla.

Hiciste de tu casa un refugio para la armonía. Entrar en ella era ingresar a un lugar cálido, donde el orden y la limpieza ofrecían un espacio para la calma. Nunca hallé nada fuera de su elemento, y eso es decir bastante. Todo permanecía quieto, no porque fuera de esas casas aristocráticas y antiguas donde nadie ingresa y donde los muebles sólo se usan en la fiesta anual del señorón reblandecido. Nada de eso. La vida se agitaba en cada rincón, los muebles recibían generosos a las visitas, las paredes mostraban desprendidas la armonía de sus cuadros.

Cada cierto tiempo, la tranquilidad del ambiente era inundada por un coro de voces frescas de mujeres que no habían perdido, en los laberintos del tiempo, su esencia lúdica. Un batallón de damas se reunía allí a consumir la tarde entre juegos y conversas. Entonces, la mesa familiar relucía, se colmaba de bocadillos y era imposible no dejarse seducir por las delicias que presentabas. Cómo voy a olvidar que amorosa capturabas una bandeja para librarla de las manos de tus compañeras y entregármela como un trofeo en la batalla de los lonches vespertinos. Especialmente me rendían dos de los sánguches en los que te especializaste, ese de lomo con rajas muy finas de cebolla blanca y aquel otro de pollo y alcachofas, ambos mixturados con esa deliciosa mayonesa que preparabas.

Claro que alguno pensará a estas alturas que me he puesto demasiado mundano; pedestre. ¿Acaso hay algo más de este mundo que el buen corazón con el que siempre me trataste? ¿Qué son nuestras memorias? ¿Acaso uno guarda el gesto del héroe o la frase inmortalizada por el noble? Eso lo recuerdan los libros, las enciclopedias. Nosotros guardamos emociones, sensaciones, momentos y edades.

Te guardo cruzando la calle indefensa pero invencible, conversando con el frutero de la esquina, comiendo un dulce, resolviendo un crucigrama, disfrutando un carnaval por la televisión, charlando de los años que viviste en Trujillo, de tu padre ilustre, de tu familia, de la escuela donde pasaste la infancia, de los amigos entrañables y de los extrañados, de los tiempos felices que se fueron y de los que estaban por venir, de la música que disfrutabas, de la última película, de tus nietos, de Aura, de tu mama enferma, del viejo mayordomo, de las formas de sobrellevar animosa tantos disgustos, de tus proyectos, de la casa antigua que reconstruiste con la febril laboriosidad de las hormigas, de las deudas (que se estaban terminando religiosamente satisfechas), de los días de sol, de tus caminatas por el parque, de tus hijos. De tus hijos.

Y son tus hijos los que te acompañan esta noche. Y es Alfonso, Fonchín, quien los convoca. No pudieras saberlo, pero estamos acá los que te amamos para compartir la “Ofrenda” que él te entrega. Yo, que de poesía sólo sé el aprecio que tengo por los versos, no podría escribirte estas líneas para explicar, sesudo, los caminos que estas composiciones trazan hacia ti. Hombres más ilustrados descifrarán, sin duda, los mil significados de cada palabra escrita para retratarte. Ellos encontrarán los rumbos de una poética leal a sí misma con la que Alfonso ha ido tejiendo el manto, fino y exquisito, de su obra. Yo, que nada sé de semiótica o de lingüística, me atrinchero en la barricada de los sentimientos.

Me refugio en tu mirada amable, en tu sonrisa solidaria, en la paz de tu andar desmenuzando sombras, en el perfume de tus jazmines, en la calma ancestral de tus bordados, en la quietud de una tarde anunciada por la ventana, en la Iglesia de tu fe, en su campana terca y repicante, en tus flores que (nunca supe cómo) no se marchitaban, en el jardín hermoso al que la fatiga jamás pudo arrebatarle sus colores, en tus últimos días, en tus tiempos de lucha, en tu cabalgar contra la muerte. Me refugio en tu voz, en tu orden, en tus buganvillas, en tu ser lo que fuiste sin mayor pretensión que ser decente.

Hay quienes nunca se mueren, querida Alice. Personas que siguen latiendo en otros corazones y se mantienen intactas en nuestra sola condición de ser humano. Tú fuiste así, tú eres. Y lo sé con la certeza de quien también es hijo, de quien tuvo una madre con esa inmensidad que sólo tienen las pocas que son verbo y no lo saben. Donde quiera que estén viven conmigo, son parte nuestra, nos salvan el amor y nos regalan la feliz sensación de ser de alguien.

[Texto leído en la presentación del libro “Ofrenda” (Lima, Ediciones Caracol, 2002) del poeta Alfonso Cisneros Cox, en el Centro Cultural de la Municipalidad de Miraflores.]

Lima, 17 de enero de 2003