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SOAT

Sólo ayer veía por la televisión cómo, en el cono norte de Lima, un grupo de exaltados huelguistas se encargaban de romper las lunas de cuanto vehículo intentara violar el “bloqueo” que ellos, por sí y ante sí, habían impuesto en las grandes avenidas que conducen al centro de la ciudad. Resulta que estos señores se habían declarado en huelga por veinticuatro horas reclamando la eliminación del SOAT (seguro obligatorio para accidentes de tránsito) que, según ellos afirman, es oneroso y puede ser sustituido por los seguros particulares que dicen haber contratado.

La historia del transporte público en el Perú es una larga tragedia en la cual los más perjudicados son los pasajeros. Acá existe lo que en los últimos años se ha dado en llamar una “cultura combi” que incluye violencia, malos tratos, unidades destartaladas, excesos de velocidad y cuanto quiebre de las normas de tránsito pudiera uno imaginarse. Pero los problemas vienen de lejos. Lima es una ciudad que a partir de la segunda mitad del siglo XX creció a un ritmo vertiginoso debido a una gran migración rural que se agravó en los ochentas cuando la violencia terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA, junto a una represión militar indiscriminada y homicida, obligó a cientos de miles de campesinos a abandonar sus tierras de cultivo en busca de un poco de paz y seguridad en la capital. Como es de suponer, sólo encontraron marginación y miseria.

Lo cierto es que el crecimiento demográfico de la capital peruana hizo colapsar todos los sistemas urbanos y, entre ellos, el de transporte. Recuerdo perfectamente las largas colas que había que hacer en los paraderos iniciales para hallar un lugar, no un asiento, un lugar en la lata de sardinas en la que se convertía el bus, atestado de tal manera que las puertas no podían cerrarse. La gente viajaba en el estribo embutida en el aparato por el cobrador que, cual mono, se colgaba agarrándose de los bordes de las ventanas, con los billetes doblados entre los dedos y la monedas sostenidas en la palma; todo un espectáculo.

En los noventa, con la liberación de las importaciones, llegaron infinidad de unidades de transporte que, por un momento, dieron la impresión de haber solucionado el caos vehicular. De repente, los ómnibus estaban medio vacíos, uno encontraba asiento, ya nadie viajaba en los estribos, hasta la violencia con la que el cobrador y el conductor solían dirigirse al público, aminoró. Una maravilla. Pero el sueño duró poco. En lugar de renovar el parque automotor, el gremio decidió atomizarse y, debido a los precios tan bajos de los vehículos usados con los que el país fue inundado, se hicieron dueños de miles de camionetas rurales o “combis” donde, en vez de los 60 pasajeros que iban en un bus, sólo caben 12 personas.

Allí se dio inicio a la guerra de las combis y a la lucha por conseguir clientes. Como al comienzo fue un buen negocio, no faltaron los hijos de la clase media que, con sus ahorros, compraron una o dos camionetas y las “pusieron a trabajar”, alquilándoselas a conductores que, por completar el pago diario, empezaron a abarrotar las unidades, manejaban como alma que lleva el diablo, descuidaron los vehículos y, sobre todo, se creyeron que los pasajeros éramos poco más que ganado. De allí a los accidentes de tránsito sólo hubo un suspiro. El término “combi asesina” se hizo popular y las cifras de muertes causadas por el mal uso de estos vehículos aumentaron de manera geométrica.

Ante este caos, y frente a la infinidad de heridos y fallecidos que no tenían ninguna manera de enfrentar los perjuicios que los accidentes ocasionaban, el Estado decidió imponer el SOAT, un seguro obligatorio que viniera, al menos, a salvaguardar la economía de los heridos e indemnizar la pérdida de los deudos de los occisos.

En un país donde la impunidad es casi un derecho adquirido, no resultó difícil que los transportistas públicos empezaran a reclamar. Ellos, que incumplen todas las reglas de tránsito, que coimean a una policía lamentablemente venal, que se hacen los desentendidos a la hora de pagar los gastos que originan los accidentes de los que ellos son responsables, que manejan sin licencia y que, finalmente, hacen huelga porque tienen “demasiadas” papeletas y la Municipalidad es “abusiva” al querer cobrarlas, vieron en el SOAT una grave amenaza.

Es sabido que en el Perú la autoridad pide permiso para imponerse (alguien nos ha hecho creer que “democracia” significa “yo hago lo que me da la gana”), el Ministerio Transportes dispuso que la obligatoriedad del seguro fuera escalonada. Así, se elaboró un calendario timorato que establecía tres etapas para la aplicación de las sanciones. En una primera, de dos meses (julio y agosto), la policía sólo daría “papeletas educativas”; en la segunda, de treinta días (setiembre), la multa sólo sería el 10% del valor total y, recién en la tercera etapa (octubre), se aplicarían las sanciones al 100% (eso sin tomar en cuenta que las papeletas que se pagan dentro de las 48 horas tienen un descuento del 50%).

Obviamente, nadie compró el SOAT mientras la policía entregaba a diestra y siniestra sus papeletas educativas que sólo servían para llenar de más basura las calles. Luego, ¡oh maravilla democrática!, justo antes de empezar el periodo del 10%, el Ministerio de Transporte en una muestra impecable de cómo se debe hacer respetar la autoridad, postergó la aplicación de las multas… Como se lee, “tomando en cuenta una serie de consideraciones” (que debe leerse como la presión de los gremios que inundan las calles de matones que van rompiendo cuánta luna encuentren a su paso) postergó la aplicación del SOAT hasta el primero de enero de este año…

Debido a que el bendito seguro es obligatorio para todos, los particulares, que sí se tomaron la molestia de adquirirlo y pagaron por él entre 50 y 60 dólares, se encontraron posteriormente con un decreto que les facultaba a utilizar, cosa que estaba prohibida en la norma anterior, la cobertura de sus propios seguros (que casi todos contratan) siempre y cuando contara “con una cláusula de incondicionalidad e inmediatez de cobertura”. En cristiano, 60 dólares tirados a la basura.

Como “no hay plazo que no se cumpla…” (que la parte de “ni deuda que no se pague” no es aplicable en nuestro país…), llegó el primero de enero y empezaron los problemas. Los transportistas no compraron el SOAT y se lanzaron a reclamar ante el Ministerio. ¿La policía? Bien, gracias. Ya que imposible llevar al depósito todos los vehículos, en la práctica, la norma no se aplica. El gremio de transportes, al parecer, ha descifrado uno de los secretos de las sanciones: éstas sólo sirven si es una minoría la que falta a la ley, si todos incumplen, entonces, nadie puede ser castigado.

Claro que para todo hay solución, los romanos, cuando en una legión se encendía el fuego de la insubordinación ordenaban ajusticiar indiscriminadamente al diez por ciento (de ahí viene lo de “diezmar”) de la tropa y los restantes volvían inmediatamente al redil.

Evidentemente que nadie sugiere que se fusile a los transportistas (en todo caso, mejores candidatos habría para el paredón), lo que se pide es que la ley se haga cumplir, que se sancionen a los violan la norma, que se manden los carros al depósito, que se apliquen y cobren las multas, y que se confisquen las licencias de conducir.

¿Se impondrá el SOAT? Lo ignoro, las opiniones están divididas y nadie se extrañe que mañana “el soberano gobierno” decrete su extinción “por convenir a los sagrados intereses de la patria” y porque, claro, está muy mal visto que los revoltosos anden tirando piedras, incendiando llantas y rompiendo lunas frente a la pasividad, cómplice o maniatada, de las autoridades.

Lima, 31 de enero de 2003