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Alrededor de la mesa

“¿No podemos sentarnos a la mesa y comer como una familia?”, fue el reclamo de Cata cuando su mamá le dijo que esa noche ella tenía que salir temprano y que, por esa misma razón, no iban a cenar juntos, “una de las razones por las que vengo desde tan lejos es para estar con ustedes y comer juntos, como cuando éramos chicos…”. Y, claro, ese fue el más poderoso argumento que hubo de escuchar Cathy para decidir comer, “como antes”, todos reunidos, los días que su hija permaneciera en Lima.

La mañana siguiente me lo contaba con una mezcla de alegría y emoción; hija de una tradicional familia norteamericana, se empeñó durante años en sostener esas viejas y olvidadas costumbres de la vida en comunidad: el desayuno, todos juntos y en pijama, preparado por ella, con esas mismas delicias que su madre cocinaba cincuenta años atrás; las reuniones en el cuarto principal para ver algo en la televisión, comentar la película del día, tocar la guitarra o, simplemente, para estarse allí, todos juntos, en una especie de refugio contra terremotos y tempestades; y, por sobre todas las cosas, la cena tempranera, “porque comer tarde hace daño”, esa nueva oportunidad para juntarse un rato, conversar, contar las novedades del día, quejarse de los problemas, alegrarse de las buenas noticias y saber que, a fin de cuentas, alguien, allá (acá), en la mesa casera, aguarda para escuchar lo que haya que decir o lo que haya que callar de esa jornada.

No pude sustraerme, entonces, de mis propios recuerdos. De “mi” mesa, de aquella donde los que éramos compartíamos el pan y la palabra de cada día. Sentarse alrededor de la mesa era mucho más que reunirse a deglutir los alimentos con la voracidad adolescente jamás extraviada. Llegar al comedor, acomodarse, disponerse a compartir la comida, mirarse las caras, pasarse el pan, servir el agua, cumplir cada cual con sus obligaciones, poner la mesa, acomodar las sillas, las servilletas y los cubiertos, traer los platos de sopa hirviendo desde la cocina, recogerlos luego, devorar el segundo y el postre y, sobre todo, hablar, hablar mucho, hablar con todos y de todo, conversar como ya nadie conversa, contar los sucesos personales o los sociales, comentar alguna noticia del diario, recitar el poema ese que teníamos que aprendernos so pena de pasar la inmensa vergüenza de defraudar a nuestro cautivo auditorio, hablar y escuchar, compartir, oír a mi padre, siempre con algo nuevo por decir, con algo nuevo por enseñarnos, con un tema nuevo para lanzar al debate donde todos teníamos la misma oportunidad de opinar, acertar o equivocarnos, donde se nos entrenaba para leer la entrelínea, lo que no se dice pero se declara subrepticiamente en los editoriales de los diarios o en los textos de historia, aprender a tomar posiciones, a opinar, a no aceptar ninguna declaración como verdad absoluta, a poner todo en duda, bajo el indispensable lente de una crítica infatigable y objetiva.

Allí nos hicimos hombres, aprendiendo de nuestros padres; de la pasión desencantada de papá y de la ilusión jamás rendida de mi madre. Alrededor de la mesa, conversando, siendo una familia, compartiendo y discutiendo, acordando y discordando, a veces amorosos, a veces conflictivos, con buenas y malas caras, con entusiasmo y con desinterés, como es la vida. Nadie se crea que cada almuerzo fue una gloria, nadie se trague la píldora de cenas consecutivas llenas de paz y armonía, de felicidad y entusiasmo. Felizmente fuimos (somos) una familia normal, convencional, llena de taras y de errores, llena, también, de virtudes y de sacrificios. Hubo almuerzos en que odié haber hecho la pregunta aquella que nos retuvo hasta muy entrada la tarde, revisando libros y enciclopedias, buscando, dirigidos por mi padre, esa respuesta que nos hubiera encantado escuchar en dos líneas; “para qué diablos le pregunté”, pensaba entonces mientras mis hermanos me atravesaban con la mirada.

Alrededor de la mesa crecimos como cualquier otro que tiene una familia, pasamos de ser los niños sorprendidos que escuchaban asombrados la genialidad del padre, a ser los adolescentes críticos y contestatarios que todo lo cuestionaban y, más tarde, las mujeres y los hombres que le dimos a “los viejos” la inmensa alegría de sólo ser, de existir plenamente, de comportarnos como seres humanos y aceptar, así, el reto de la vida.

Nuestros padres nos vieron crecer y fueron los artífices de nuestro progreso, no del material, que en este mundo consumista se ha convertido en una urgencia que le roba la vida a tantos que de tanto apurarse nada viven. No, mis padres no se preocuparon de eso jamás; papá siempre decía, “con un cerebro lúcido y un alma limpia, puedes conseguir una fortuna; con todas las fortunas, jamás podrás conseguir ni un cerebro lúcido ni un alma limpia…”. Otros progresos les preocupaban y creo que no los defraudamos.

Esta noche, cuando occidente celebre el nacimiento del hijo de dios, cuando todos hagamos un alto para desearnos la paz que tanto nos hace falta, cuando cenemos juntos los que tengamos la suerte de tener una cena y una familia, recordaré a mi padres, recordaré su amor por la vida, su compromiso, la lealtad con la que vivieron, la generosidad de la que nunca, ni en los peores tiempos, se olvidaron.

No creo en dios, no creo en la vida eterna, pero me es imposible no emocionarme cuando pienso en mis padres, cuando pienso en la verdad con la que vivieron, cuando veo en ellos esa porción de la humanidad que se resiste a ceder a la tentación de los miserables y de los canallas. El único premio que podemos obtener está en esta vida, no hay cielos ni paraísos, hay una humanidad que se niega a aceptar la muerte en silencio, que piensa en el mañana, que lucha y progresa porque ama, porque cree en sí misma y porque tiene fe en un futuro mejor donde todos nos amemos como hermanos, con la misma pasión, la misma alegría y la misma convicción con la que amó Jesús de Nazareth, ese sencillo hijo de carpinteros, que entregó su vida porque fuéramos menos barro y más esperanza.

Lima, diciembre de 2003