Comparte este contenido con tus amigos

Los de verdad, no se despiden...

1. Causas y azares

Ignoro cómo celebrarán en otros países del mundo, pero, en el Perú, las fiestas de fin de año duran una semana entera, más aun si, como en 2003, los feriados de Navidad y Año Nuevo caen jueves. En realidad, valgan verdades, los festejos comienzan antes; ya al promediar la quincena del último mes, cuando junto al sueldo habitual llega “la gratificación” (ese pago extraordinario que los empleados recibimos dos veces al año, en julio y diciembre, por Fiestas Patrias y Navidad) se inician las reuniones de camaradería que incluyen grupos de amigos del colegio, de la universidad, del club o del barrio, que aprovechan la oportunidad para juntarse, “al menos una vez en el calendario” y recordar viejos tiempos, largas amistades, bromas desgastadas, miradas furtivas y romances frustrados.

La más importante de las reuniones de fin de año (no necesariamente la más divertida) es “la de la oficina”; cada empresa, compañía, fundación, cooperativa u organización, se empeña en “armar” el fiestón. La celebración se realiza entre el diez y el veinte de diciembre, y será más o menos opípara según los recursos, abundantes o escasos, de cada institución. Allí, de rey a paje, gerentes, funcionarios, empleados, conserjes y obreros, se reúnen deponiendo diferencias y jerarquías. Se comparte una cena, se baila y se bebe a discreción. A la medianoche ya todos se encuentran más que entusiastas y Dionisios empieza a hacer de las suyas. Los gerentes más almidonados han abandonado, discretamente, el local. Los aburridos se han ido temprano (apenas los jefes huyeron), las señoras más decentonas (y las menos solicitadas en la pista de baile) también hicieron mutis; los responsables y los sometidos, igual. Los tímidos se envalentonan con la cerveza y se retuercen bailoteando con las secretarias simpaticonas, los casados que permanecen esconden sus anillos, y alguna parejita “no autorizada” se escapa a la primera que puede, planeando cómo echarle, a la fiesta, la culpa de la amanecida (“pero, mi amor, si nadie se iba, no iba a ser yo el primero en levantarme, ¿no? Tenía que esperar que se fueran los jefes y así me dieron las seis de la mañana...”).

Francamente, en el Perú no se trabaja desde el quince de diciembre. Bueno, se trabaja a medias y de mala gana. La gente piensa en los fines de semana largos y, de saludo en saludo, entre tarjetas navideñas, canastas, botellas y panetones, los días se pasan volando y el ajetreo administrativo disminuye al mínimo, tanto es así que el mismo Estado paraliza sus labores, deteniendo casi toda la actividad pública por esas dos semanas (para que los burócratas puedan seguir descansando), y aún muchas oficinas privadas (las agencias de publicidad, por ejemplo) aprovechan para mandar a casa a sus trabajadores para ir descargando quince días de vacaciones en una época donde “no pasa nada” en el país. Los escolares terminan clases, en el peor de los casos, el 20 ó 21 y los universitarios ya pasaron por las horcas caudinas de los “finales” la primera semana del mes y andan de “bausa”, haraganeando un poco o persiguiendo a los profesores por esa décima de punto que significa la diferencia entre pasar y liberarse del tormento o repetir el odioso curso de, digamos, “Mate I”, que no sabemos aún qué diablos tiene que ver con los estudiantes de primer año de Derecho y Ciencias Políticas...

En medio de este panorama, decidir el calendario de actividades durante los días que van hasta el primer lunes de enero, es toda una empresa en la que se empeñan quienes tienen fuerzas, ganas y medios suficientes, para celebrar el fin de año anterior y el nacimiento del nuevo que, como todo lo incierto, alcanza para depositar en él nuestras viejas, y nunca definitivamente rotas, esperanzas.

Esta vez, contrariando la añeja tradición de “planear hacer nada” que nace de la que fuera una insobornable desidia, estuvimos pensando y organizándonos desde enero, o sea, desde los estertores del último “hacer nada” que se deslizó violentamente desde la inacción absoluta hasta la parrillada aquella alrededor de la cual nos reunimos, en casa de los suegros, todos los solitarios, aburridos, abandonados, solteros, reencontrados, embarazadas, desolados y demás hierbas, que fuimos identificando en las últimas horas del 2002, cuando las 12 uvas canallas que Ella se devoró, para ganarle la partida a las campanadas, anunciaron los estragos en su sistema digestivo, mientras los amigos, ajenos a sus náuseas y enfrascados en un diálogo de sordos con Baco, bailaban y se divertían como si fuera la última fiesta antes de la ejecución.

Los un mil proyectos que durante todo el 2003 fue dibujando nuestra imaginación en franca lucha contra la flojera empezaron con un paradisíaco viaje a Puerto Rico (con crucero, bikinis y alimentación incluidos), pasaron por visitas a La Florida (el shopping ritual de la clase media limeña y el inefable Mickey Mouse que seguirá esperado), Buenos Aires (helados de dulce de leche, bife de chorizo y libros, ¿en ese orden?), Santiago (ni los helados —desabridos—, ni la carne —dura—, ni los libros —caros—, pero sí una plateada de lomito de cerdo en Eladio, allá en la calle ésa, cerca al zoológico), Arequipa (el Misti, el chupe de camarones y el rocoto relleno a cuyo picor sólo paladares entrenados), las playas del sur (dormir y comer, comer y dormir, y leer, si queda tiempo) y, finalmente, Arica (alertados a ultísima hora del matrimonio de Iris y Nelson que, en un romántico exabrupto, decidieron casarse en el norte de Chile). En todos los lugares había, sin embargo, un común denominador, entrañables amigos (lejanos sólo por la geografía) y abrazos largamente postergados.

Todo quedó frustrado por una o por otra razón: enfermedades, presupuestos recortados, pasajes agotados, reservas canceladas, falta de entusiasmo, cansancio, y una indecisión más grave que la de la quinceañera aquella, frente al espejo, probándose los cuchucientos vestidos, propios y prestados, recatados y atrevidos, sobrios y transparentes, que se ha agenciado esa noche para impresionar al galán imberbe que la ha invitado a la fiesta del barrio.

Faltaba decir que además de las “reuniones institucionales”, es muy común que diciembre sea una buena ocasión para reunir a la familia (tema aparte es el de “pasaremos la Nochebuena con mi mamá”, cuya declaración puede poner a más de un matrimonio poco adiestrado al borde del divorcio). Así, por ejemplo, en su casa, mi hermana se decidió a juntar, nuevamente, a un variopinto grupo de parientes y amigos que incluía tías septuagenarias, primas (de entre treinta y sesenta), sobrinas, sobrinos y nietos, además de una serie de amigos queridos y emparentados a fuerza de años y resistencia.

Como era de esperar, contrariando la voluntad programática de la anfitriona, la indecisión hizo que sólo a última hora confirmáramos nuestra asistencia al ágape del 27 de diciembre que se convertiría, en causa y motivo, razón y origen, de un viaje de más de 2.300 kilómetros por las carreteras del Perú, que incluyó resoluciones abruptas, desorganización organizada, exceso de equipaje, policías de moral ligera, camiones asesinos, discusiones bizantinas, una camioneta al borde de sus posibilidades, museos, desiertos, playas, hostales, mosquitos, chacras, establos, vacas ordeñadas, una Piura impasible (cálida y calurosa), reuniones de viejos amigos, ceremonias báquicas, helados (por supuesto) y una serie de historias que, si la paciencia los acompaña, les iré relatando en las próximas entregas...

Lima, 17 de enero de 2004