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Los de verdad, no se despiden...

3. Maletas

Ojalá salir de viaje fuera tan sencillo como aparece en el papel. Una vez que se han solucionado todos los problemas, digamos, administrativos (destino, medio de locomoción, alojamiento, alimentación, efectivo, tarjetas de crédito, documentos y todos los etcéteras imaginables), queda lo más difícil, armar la maleta. Claro, cualquiera de esos ejecutivos que andan de avión en avión como quien se mueve en taxi diría que es una exageración, que para hacer un maletín de viaje basta con ser organizado, colocar un par de mudas, despreciar cualquier exceso y terminar, en cinco minutos, de liar bártulos. Pero para quienes viajar se convierte en la aventura del año, abandonando escritorios, trámites administrativos, burocracias y demás nimiedades de la vida moderna, alcanzar a reunir en una sola valija todos los elementos necesarios para brindarle seguridad al viajante, se asemeja a las experiencias de Odiseo de regreso a Ítaca. Por eso, la noche anterior a la partida, puede convertir el dormitorio en un mare mágnum de pantalones, camisas, blusas, ropa interior, medias, maquillajes, cremas, medicamentos y cuanta cosa sea permitida lanzar sobre la cama a fin de hallar, sin posibilidad de error (aunque siempre algo importante se olvide), aquellas prendas requeridas y suficientes para la expedición...

Él, por supuesto, no hizo nada. Su declarada incapacidad para solucionar problemas domésticos lo exonera, a fuerza de fracasos previos y malhumor, de cualquier actividad que implique o requiera de ciertos talentos organizativos. Heredero de la inutilidad práctica de su padre (quien podía explicar magistralmente, de forma amena y sencilla, toda la historia, implicancias e ideologías en juego, durante la revolución francesa, pero que fracasaba aparatosamente en el sólo intento de encender la estufa de la cocina a gas), Él ha obtenido en su existencia una especie de patente de corso que lo libera (casi siempre) de las obligaciones propias de cualquier ciudadano que se maneje medianamente bien en los quehaceres del hogar. La última vez que reunió cinco pantalones, diez camisas, doce polos, diez calzoncillos, doce pares de medias, dos docenas de pañuelos, despertador, linterna, tres libros, papeles, lapiceros, un botiquín con pastillas para toda clase de enfermedades, un medidor de presión arterial y “algo” de comida chatarra (“por si acaso”), para un viaje de cuatro días a la playa, Ella decidió tomar cartas en el asunto para librarlo a Él de la vía crucis que tener listo tremendo equipaje demandó y liberarse, Ella, de la media tonelada de materiales inútiles que saturaban la maletera y recargaban innecesariamente el peso de la sacrificada camioneta.

Ella hizo las dos maletas con una eficacia que ya envidiarían los planificadores del gobierno. Claro, no faltaron las quejas largamente justificadas y los reclamos precisos y comprensibles contra la paralizante incapacidad demostrada por Él, incrementada a través de los años y sin propósito de enmienda alguno. Trabajó, como de costumbre, hasta muy tarde en la oficina (mientras Él dilapidaba sus vacaciones escribiendo artículos insulsos y poemitas anacrónicos), fue a hacer las compras y, cuando llegó al departamento, se dio cuenta de la pasmosa realidad. La medianoche se aproximaba y no había ni una blusa doblada y dispuesta a poblar el maletín. Se armó de esa paciencia inagotable que todo lo dispensa y se lanzó a domesticar las ropas en un equipaje que, sin perder las cualidades de sencillez y movilidad, satisficiera las necesidades de una semana de viaje, además de complacer la neurosis del esposo y asegurarse de transportar los habituales e indispensables aceites femeninos (cremas, jabones, champú, lociones y maquillajes). Dos maletas, ni muy grandes ni muy pequeñas, prácticas y transportables, fueron el broche magnífico para un día que amenazaba con ser interminable.

La mañana siguiente se consumió entre idas y venidas, llamadas, últimas coordinaciones en la oficina, hastaluegos, vuelveprontos, felicidades y saludos adelantados de Año Nuevo a toda la parentela imaginable. Al mediodía Él ya estaba impaciente, esperando en casa, haciendo nada como cuando sabe que tiene obligaciones programadas, ¿hablaste con todos?, ¿a qué hora quedamos?, ¿segura?, ¿por qué no haces algo?, no puedo, pero lee algo, escribe, ¡aprovecha el tiempo!, imposible, si sé que tengo algo que hacer dentro de un par de horas no puedo empezar otra cosa que no voy a terminar, ¡eres un maniático!, no, simplemente soy organizado, ¿organizado, tú?, ¡sí!, ¡si eres un neurótico!, ¿pero en qué te molesta?, ¿cómo en qué?, ajá, ¡si me llamas cada cinco minutos a atormentarme!, exageras, ¿exagero?, bueno, bueno, me pondré a ver televisión, y Ella trata, como siempre, de llevar la fiesta en paz y Él se distrae, como siempre, con alguna de esas películas de héroes y bandidos que ha visto trescientas veces y deja de torturarla por un momento con sus mil y quinientas preguntas a través del detestable invento que patentara el señor Bell.

A las dos de la tarde, como estaba acordado, Di llegó al departamento, ¿y todo eso?, ¿esto?, ¡sí!, mi equipaje..., ¿tu equipaje o el de toda tu familia?, son sólo dos maletitas, ¿maletitas?, bueno, dos maletas, ¿y se puede saber qué tanto llevas?, nada, lo de lo costumbre, ¿lo de costumbre?, sí, ¿y se puede saber que acostumbras llevar a un viaje de seis días que necesitas dos maletas repletas?, nada, cosas de mujeres, no entenderías, al menos, dame la oportunidad de intentar entenderlo, ¿qué llevas?, nada, ropita y algunos cachivaches..., ¿cómo cuáles...?, nada, bikinis, ¿cuántos?, tres o cuatro, ¿paras seis días de los cuales dos pasaremos en la carretera?, por eso mismo, ¡no pensarás que use el mismo bikini todos los días!, ¿qué más?, no sé, en esta maleta está mi ropa..., pantalones, blusas, pareos, vestidos, ¿vestidos?, sí, ¡pero si estamos yendo a la playa!, ¿y si nos invitan a una fiesta?, ¡en la playa la fiestas son informales!, nunca se sabe..., ¿y en la otra?, ah..., a ver, secadora, plancha para la ropa, planchita para el pelo, cosméticos y mis zapatos, ¿cuántos zapatos llevas?, a ver, las sandalias para la playa y las sandalias para la tarde, zapatos negros, zapatos azules y mis babuchas para dormir, ¿nada más?, ah, sí, sí, ¡un par de zapatillas azules por si acaso estas negras que llevo puestas se ensucien!, ah..., ¿ah?, ¿...y se puede saber cuánto tiempo has tardado en hacer esa maleta?, empecé anoche mientras veía el noticiero, me quedé dormida y terminé esta mañana, hace un rato... No le hagas caso, Di, que Él no tiene ninguna autoridad para quejarse, si la última vez que lo dejé hacer las maletas...

La maletera de la camioneta probó ser leal, cargaron todo, acomodaron los bultos y se fueron en busca de Eme que iba a trabajar hasta el último minuto porque he prometido entregar unos planos el lunes, pensé que no iba a hacer nada por Año Nuevo, así que estoy contra el tiempo...

Llegaron a Barranco, al viejo parque que Él se conocía de memoria desde los tiempos de la infancia cuando, con Eme, desperdiciaban su infancia (y luego su adolescencia) en conversaciones de viejos sobre la Segunda Guerra Mundial, Napoleón, Maquiavelo, la crisis económica del país, la corrupción de los políticos y, sobre todo, el futuro incierto que, en los paisajes de dos imaginaciones pródigas, mezclaba las aspiraciones inalcanzables, los proyectos posibles y la fatalidad inapelable de la efímera existencia humana. ¡Con razón los amigos del barrio, allá en la bodega, la única de la zona que vendía alcohol a menores de edad, pensaban, entre cerveza y cerveza, que los dos o estaban locos o marchaban, con buen paso, al manicomio!

Eme salió de la casa con las manos ocupadas por un juego de mesa en la diestra (conquistar el mundo en un tablero y a fuerza de golpe de dados queda, para ambos, como la inocua evidencia de sus delirios adolescentes) y un maletín de cuero de viajero ejecutivo en la siniestra. ¡Qué maravilla!, ¿no ves, Di?, mira cómo ha metido todo en un maletincito... ¿todo?, ¿no es ese todo tu equipaje?, ¡estás loco!, son tan sólo los papeles que tengo que llevar para adelantar trabajo el fin de semana... Acto seguido ingresó sin consideración a su casa y salió de ella, vencedor, radiante, dueño de sí mismo, con uno de esos inmensos maletines de deportista con capacidad suficiente para los uniformes, mudas y porsiacasos de medio equipo de fútbol; amén de media docena de toallas de playa que no cupieron en el maletín y que se desparramaron, a su suerte, por los asientos del vehículo...

Minutos más tarde, entre burlas y carcajadas, cuando Ella contaba el millón de cosas que viajaban en el equipaje de Di, incluyendo media docena de zapatos, y mientras Él ensombrecía ante la perspectiva de una serie de paquetes peligrosamente mal acomodados en el vehículo, Eme diría, ufff, felizmente, ya no me siento tan mal, yo sólo traje cinco pares de zapatillas...

Lima, 3 de febrero de 2004