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Los de verdad, no se despiden…

5. De Chimbote a Trujillo

Una vez que salieron del departamento de Lima, los patrulleros desaparecieron como por encanto y la camioneta pudo avanzar más rápido. El peso de los ocupantes y las tres mil maletas aseguraban la estabilidad del vehículo (y su lentitud), en ningún momento, ni en los mayores arranques de Ella frente a camiones remolones y buses destartalados, pudo alcanzar más de 130 kilómetros por hora.

Cuando pasaron por unos túneles interminables, Eme sentenció “estamos cerca de Chimbote”, pero sólo dos horas después llegaron a ese puerto que, gracias a la harina de pescado que durante décadas produjo en cantidades siderales hasta impregnarlo todo de ese característico olor que raspa la garganta y perfora los pulmones, había logrado un lugar en el mapa económico del país. Un pueblo típico costeño, gris y triste, que había crecido impresionantemente en la década del 70 y que ahora, gracias a la siderúrgica, la pesca y otras actividades industriales anexas, conseguía sobrevivir a su propia agonía, al desentendimiento del gobierno central, al aire salitroso, a la humedad reinante y a esa sensación de galopante decadencia que envuelve a las ciudades de la costa, faltas de agua y abundantes en polvo.

Ella estaba agotada, más de cinco horas frente al volante la tenían ya al borde de la desesperación y necesitaba, con la reiterada urgencia de las mujeres, un baño a gritos. Dónde paramos, en algún restaurante, ¿en cuál?, ¿conocen alguno?, ¿en este pueblo?, ni idea, bueno, yo estuve, acá, en un encuentro de poetas, hace diez años, ¡hace diez años!, sí, no creo que haya cambiado mucho la ciudad, sí, claro, no ha cambiado nada, al menos sigue igual de cochina, ¿cómo sabes que está cochina si es de noche?, ¡porque se nota!, ¿y cómo lo notas?, ya chicos, no peleen, muchas horas en el carro nos tienen cansados a todos, ¡quiero ir al baño!, ¡y yo quiero fumarme un cigarro!, vamos al hotel de turistas, es famoso, ¿famoso?, será famoso por sus ratas, es una vejez que construyeron frente al mar hace treinta años y el mar está muerto, ¿muerto?, ¡claro!, las harineras malograron todo, el hotel está frente a un mar sucio y apestoso, pero, ¿entonces?, ¿a dónde vamos?, ¡a donde sea, pero al baño!, ¿alguno de ustedes conoce otro lugar además del hotel de turistas?, no, hummm, no, no, realmente, ¡entonces!, ¿qué tanto peleamos?, vamos al hotel…

Y el hotel estaba allí todavía, frente al mar negruzco de Chimbote, hediondo y melancólico, como extrañando por sus heridas esos tiempos de grandes barcos arrastreros y conserveros, trabajo para todos, dinero de sobra, cantinas llenas y prostitutas (hoy envejecidas y malbarateadas) que entonces hicieron su agosto cobrando precios exorbitantes por unas cuantas horas de placer con los pescadores repentinamente bochantes gracias a las bondades del mar y la utilidad, hoy venida a menos, de la bendita harina de pescado. La construcción se halla intacta, no tiene aspecto, a la luz de los pocos faroles, de haber sufrido grandes estragos, sin embargo, se nota que ya nadie lo habita, que desfallece, que su habitaciones se han ido cerrando cuarto a cuarto, piso a piso, como los fantasmas que invaden paulatinamente la “Casa tomada” de Cortázar. El botones de la puerta luce amable el mismo traje que seguramente le dieron diez años atrás, su sonrisa se desdibuja cuando los ocupantes de la camioneta preguntan por el baño, no obstante, resiste la tentación del suspiro desencantado y fuerza la sonrisa mientras señala en la sala esa zona, al fondo a la derecha, donde están los baños.

Ellos no entran; Él, neurótico como siempre, dice que cómo van a dejar el carro tirado en la puerta, pero si está en la entrada del hotel, no ves que no hay ni un solo carro más y que al frente hay media docena de parejitas que nos ven como marcianos, ¡eres un histérico!, no sólo soy previsor y no quiero salir del baño y encontrarme con que se han robado las maletas, está bien, está bien, total, yo tampoco quiero ir al baño, vayan ustedes, chicas y yo me quedo amansando al energúmeno, ¿energúmeno? ya, ya, no empieces, ¿quieres un cigarro?, sabes que no fumo, ¿y?, nunca es tarde para aprender…

La noche envolvía Chimbote. Habían llegado a las puertas de la ciudad cuando el sol se perdía en el mar pero en sólo diez minutos la oscuridad aparentaba las doce de la noche. Las calles atestadas de carros; los mismos microbuses, las mismas combis, los mismos camiones que en Lima, sólo la presencia abundante de “taxi cholos”, unas motos de tres ruedas con asiento trasero que en Lima sólo circulan en barrio populosos y apartados, transformaban un poco el paisaje que bien podía pasar por el del centro de la capital por la sordidez que se respiraba. La mirada desconfiada de la gente, los choferes agresivos que usan sus automóviles como si fueran armas, los mendigos, las damas de la noche, los niños vendedores de caramelos, las parejitas buscando el refugio de las sombras y ese olor nauseabundo para los forasteros que, sin embargo, les da a los chimbotanos el sentido de estar en casa.

¡Ya chicos!, ¿listas?, ¡listas!, bueno, ya se hace tarde, queremos llegar a Trujillo antes de la medianoche, ya, ¡okey!, ah, pero eso sí, antes de seguir, un puchito…, ya fumé, fúmate otro, yo te acompaño, perfecto, ¿tienes fuego?, espérate, puse el encendedor por acá…, gracias, y, ¿qué les parece la ciudad?, sin comentarios, bueno, no es tan fea como me acordaba, ¡es un asco!, ya habló el exquisito, qué exquisito ni qué nada, ¿no te parece que languidece insostenible?, “languidece insostenible”, ajá, ya, y eso, ¿con qué se come?, quiero decir que me parece tristísima, ¿tristísima?, ¡ya empezaste con las esdrújulas!, ¡qué complicado!, complicada tú, ya, ya, déjalo ahí, es un pueblo más de la costa, punto, igualito a Lima, igualito, por eso mismo, ¿por eso mismo qué?, nada, nada, ¡ay chicos!, no discutan que ya estamos cerca a Trujillo, ¿nos vamos?, ¡tú manejas!, sí, sí, porque estoy muerta, supongo, pero haz bien de copiloto, avísame qué dicen los carteles y manténme despierto, que los de atrás se duermen ahorita y no nos sirven para nada…

Como perderse por las calles de los pueblos de país no es complicado, se perdieron. Por acá, no por allá, pero, ¿no ves los letreros?, ¿y tú no ves las flechas?, ¡ya, a callar!, duérmanse atrás y no fastidien, a ver, pregúntale al señor que está en esa esquina, sí, claro, baja la luna, para que te asalten, ¡no te metas, tú estás durmiendo!, perfecto, ¡perfecto!, perdón señor, sí, señor, sí, usted, disculpe, buenas noches, podría decirme cuál es la ruta para salir a la carretera, no, no, no vamos a Lima, vamos al norte a Colán, Co-lán, en Piura, ¡dile Trujillo!, el pobre infeliz no debe tener idea de qué diablos es Colán, a Trujillo, señor, la carretera a Trujillo, ¿por allá?, sí, sí, ¿tres cuadras derechas?, ah, ¿tres cuadras y a la derecha?, gracias, gracias, ¿sí?, ah, y de ahí sigo hasta el desvío, ¡qué desvío!, ¿qué desvío?, ah, el cruce, ¡qué cruce!, ya, ya, ¿tres cuadras y a la derecha y de ahí por el cruce a la izquierda y entramos a la carretera?, pero, ¡qué cruce!, gracias, muchas gracias, pero…, ya maneja, pero…, maneja no más, ya entendí, sigues tres cuadras de frente, volteas a las derecha, continuas hasta que te topes con un muro, ¿un muro?, sí, un muro, le llaman el cruce, en el muro volteas a la izquierda y ya estamos en la carretera…

Claro, las tres cuadras eran seis, el cruce era un semáforo en medio de una callecita ridícula y el famoso muro no era más que la triste pared de una fábrica que cortaba el paso y obligaba, sí o sí, a seguir a la izquierda.

Nadie habla. Atrás, Di duerme en posición fetal, descalza, perfectamente acomodada en sus setenta centímetros cuadrados, aferrada en su compacta anatomía al respaldar del asiento; Él se desparrama por todo el espacio disponible, dobla una pierna, luego la otra, se pone de un lado, luego del otro, jala el cinturón de seguridad que odia pero que su histeria jamás permitiría desabrocharse, se mueve para aquí y para allá, se arrastra en todos los rincones disponibles en esa lata de sardinas que le devora la paciencia mientras hace picadillo de su espalda sobre abusada por los “itantos” kilos que los años le fueron acumulando en el vientre; Ella se mantiene alerta, derecha, en actitud de combate, mirando cada letrero, cada señal en el camino, conversando con Eme para que no duerma, previniendo cada luz que aparece en lontananza, maldiciendo choferes y recordando madres que no ha conocido; Eme, impávido, como en piloto automático aprovecha la complicidad de la noche y la soledad de la carretera para exigirle a la camioneta un par de kilómetros más por hora, mientras el quejido del motor se pierde tras los ronquidos con los que Él, como tren de sierra, los acompaña hasta Trujillo…

Lima, 14 de marzo de 2004