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Treinta y cinco

Resucitar una vez más esta mañana, quebrar el sueño (a veces tan vacío como la muerte) y ceder a los gritos sordos del despertador que no rinde sus esfuerzos. Ver que el invierno ha entregado sus fuerzas y entender que esta hora es el último momento de las sombras, cuando se confunden, por unos instantes, la noche que cede y el día que avanza inconmovible. Levantarse, remover las sábanas, coger el pequeño aparato como quien toma en sus manos un explosivo a punto de estallar y apretar el botón para poner fin a los gemidos electrónicos sin ceder al instante de tentación cuando los párpados aún no responden, el sopor es una ola que lo cubre todo y el cansancio un manto negro que se tiende sobre el cuerpo como una mortaja.

Después del primer paso, todo se vuelve más sencillo, una luz brilla en alguna parte y de un solo impulso es posible deshacerse de la modorra, calzarse las zapatillas y transitar los pocos metros que separan los sueños de la habitación donde el más noble y el más vulgar alcanzan la misma estatura de pobre humanidad de carne y lodo.

Mirar el espejo, hallar que es igual pero distinto, comprender el tránsito del tiempo, saber que hay algo diferente a cualquiera de las mentiras que se reflejen, y conocer en realidad, aún en la penumbra mental del amanecer, que esa imagen no alcanza para describir ni descubrir a un ser humano, que eso que está allí, tenga las formas que tenga y asuste o conmueva, alternativa o simultáneamente, no alcanza para contar los años consumidos, los balbuceos, los miedos adolescentes y el pánico incontrolable de ser, de existir, de sentirse frente a uno mismo inmutable, eterno, idéntico siempre, como las piedras.

Un poco de agua limpia los ojos de las suciedades más evidentes, las otras, las manchas que ha ido tejido el tiempo y que la realidad ha ido cuajando, tendrán que compartir un nuevo amanecer con el cuerpo que se despereza como un oso herido en las neblinas. Todo vuelve a andar, todo se va llenando de luz y el sentido comienza a dar señales de alerta. No restan muchas decisiones sino seguir, como el río, el indefectible trayecto del caudal invisible.

Abrir la puerta suavemente, con cuidado, sin dejar escapar a los viejos fantasmas que habitan las páginas de tantos libros abandonados a su suerte y que nadie leerá antes de ser devorados por las polillas y el olvido. Buscar ese otro artefacto y anclarse al tímpano las palabras neutras de un relator que invariablemente manosea nuevas desgracias para amasarlas con las más curtidas que se erigen como la materia prima de la historia. Encontrar, silencioso, cabizbajo y en reposo, al corcel de plástico y acero que aguarda para que miles de metros sean fatigados sin avanzar siquiera, transitando leguas de cansancio, kilómetros de sudor, millas de agotamiento, con la crin al viento de la esperanza, como postergando el final previsible, como no queriendo ceder a las tentaciones del fracaso probable y estadístico, como luchando, a fuerza de sueños, de recuerdos futuros y pasados rencores, contra lo innombrable.

La claridad es un signo de victoria, las sombras han sido despejadas por una aurora nueva y las pesadillas han perdido su reino de penumbras y temores; con la luz, son otros los monstruos que aparecen. El cansancio no logra convencer a la desidia y el aparato avanza detenido por los remolinos del pensamiento. Allí, escondidas en los rincones de la mente, habitan palabras que jamás serán dichas, jamás huirán de las cavernas porque se harían fuego en los labios y veneno en la piel y llagas en el porvenir que no tiene la culpa de tanto pasado. El rito de la existencia tiene una manera extraña de hacerse entender con los muertos y, al menos por un tiempo, logra convencer a los cadáveres que rondan en busca de carne fresca.

Dejar libre las aguas como un dios pequeño que ordena a los vientos que enfrente a las nubes para beber su llanto. Sentir el fluir tibio por el cuerpo que tiembla como reconociéndose una vez más vulnerable y vulnerado, abandonarse a la tormenta enclaustrada tras las paredes artificiales que construyeron los hombres y hacerse uno con la húmeda naturaleza de un líquido que pareciera inagotable. Volver a sentir, a sentirse. Asomar la cabeza al mundo fantástico de los animales marinos, respirar sin oxígeno y librar el pensamiento a las profundidades de una confusión que poco a poco va cobrando forma, va conociendo su nombre y los nombres de las demás confusiones que se agitan en idénticos espacios a lo largo de toda una ciudad gris, sin cielo, donde se van pudriendo las esperanzas.

El ceremonial es siempre el mismo pero guarda algo del valor con el que los antiguos se iban haciendo, parte a parte, formas de su propia coraza. De la misma manera, como quien va recubriendo las carnes débiles con una armadura, las ropas van ciñéndose al cuerpo como acero que con su sola forma anuncia respeto. Cada cual es el personaje con el que se representa en el infinito juego de máscaras donde ya nadie sabe cuál es el verdadero rostro de los demás ni cual es la cara verdadera de uno mismo.

Pisar fuerte, como la primera vez, sin titubeos. Pisar y avanzar, con paso firme, con paso lánguido, con paso débil o cansado, pero avanzar, para seguir viviendo. Armarse con los garfios de costumbre, con la misma mirada extraviada en los tiempos que fueron o que hubieran sido, con el mismo corazón empedrado de errores, congelado de miedo, paralizado a fuerza de andar y domesticado al soplo paciente de las razones. Mirar cómo han pasado los minutos, cómo la hora sigue impávida su recorrido hasta su próxima noche, saber que es inútil la vigilia porque los monstruos de la oscuridad sólo aparecen entre sueños y conocer que es estéril el sueño porque los perros rabiosos de la luz solamente hincan sus colmillos en la vigilia.

No hay nada nuevo bajo el sol de un septiembre que agoniza, nada ha cambiado. Treinta y cinco veces ha visto su claridad este día y treinta y cinco veces ha rendido sus fuerzas a la noche. Nada puede variar, nada comienza, nada se inaugura, es tan sólo el mismo tránsito de las tinieblas a la luz y de la luz a las sombras lo que alcanza todavía para la sorpresa. No hay justificaciones ni amenazas, la felicidad es una lluvia que moja los campos del sur o un flechero que lanza su saeta al mismo centro de la melancolía. Todo es inútil y, sin embargo, todo es fértil. Nadie tiene el secreto de la vida e irónicamente todos comparten una misma sabiduría ya olvidada. Todos o nadie, que es lo mismo, en este amanecer que es idéntico a ninguno y que sólo encuentra significado en las bocas que esperan, en las pechos que aguardan, en los ojos que miran silenciosos y en las manos que comparten los mismos temblores en diferentes distancias.

Abrir las puertas, dejar atrás, en la seguridad de los muros, a quien se atreve a compartir los sueños aunque vislumbre fantasmas y pesadillas, a quien ríe porque no teme, porque cree y confía, porque tiene un cielo todavía azul y una sonrisa que pinta su boca de infancia y alegría. Levantar el rostro, dejar que el sol ciegue con sus primeras luces los gestos imposibles, caminar por los bosques de asfalto y sorprender aún a un pájaro dormido entre la hierba. Aceptar que el camino hay que volver a andarlo, confirmar con un gesto que aún palpita la vida, devorar las distancias sin angustia, poblar la imaginación de pensamientos, agradecer a los antepasados y de nuevo, como hace treinta y cinco setiembres, resucitar una vez más esta mañana.

Lima, 29 de septiembre de 2004