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Un día cualquiera de octubre

Ante mis ojos que siempre la vieron insistiendo, no conoció el cansancio ni la envidia, supo del amor secretos que nos están vedados a los que solamente transitamos por la vida con visa de turistas, y alcanzó alturas y profundidades que sólo son ofrecidas a quienes tienen en sus entrañas la mágica fórmula para dar la vida. Nunca la vi doblarse, ni en los tiempos más duros, ni en los días más crueles, ni siquiera en las noches grises que anunciaban un amanecer lleno de batallas imposibles y de carencias irremediables.

Uno se pregunta, a estas alturas de la existencia, cuando las canas prematuras anuncian una vejez a la que el infarto provisorio nos habrá de cortar el paso una tarde de esas caminado por el patio o forzando los displicentes músculos en la máquina infernal que no avanza nunca pero cuyo marcador declara miles de metros sacrificados al altar de una calidad de vida que no tiene nada que ver con la felicidad y sí mucho con las repugnantes estadísticas; digo, uno se pregunta, arribando a este tiempo, si todo ha sido un sueño que se fue desdibujando junto con las pesadillas de la adolescencia o si, por el contrario, fue una realidad incontrastable que nos dejó marcados para siempre.

Verla andar por el mundo era acercarse un poco a la idea de una voluntad inquebrantable, ¿qué la motivaba, cuáles eran sus causas últimas o primeras, de dónde salía ese aliento sostenido y duradero que nada parecía suspender o poner en tela de juicio? Nunca lo supe, o lo supe siempre, que es lo mismo. Tenía una fuerza que residía en algún rincón de toda esa humanidad dedicada a hacerle la vida más llevadera a los suyos y a los ajenos.

A los suyos porque su existencia estuvo destinada a hacernos más felices con una obstinación y una fe que resistían malos ratos, miserias, desaires adolescentes y desamores juveniles; con una entereza que no hallaba lugar donde romperse, con una dedicación que la ponía noches enteras junto a la cama de mi hermano velando el sueño asmático y la respiración dificultosa del hijo sin una sola queja, sin un solo reclamo, sin pensar qué hacer cuando hubiera que comprar las medicinas ésas que costaban lo que nuestras pobrezas no podían alcanzar sino buscando la receta, la manera, el resquicio posible para la esperanza, vestida siempre de solución y de constancia. Si hubiera tenido que venderle su alma al diablo para evitar tan sólo uno de nuestros sufrimientos, lo hubiera hecho, como se nos enseñó, sin pensarlo, sencillamente porque era lo justo y lo necesario en ese momento, porque la justicia no era un manual ni un decálogo grabado en piedra por rayos celestiales sino un forma de amar con la desesperada certeza que sólo puede tener quien ha dado la existencia.

A los ajenos porque he visto a pocas personas que hallan paisajes hermosos en este valle infestado de inmundicias y miserables, porque cada vez son menos los que, sin más pretensiones que hacer las cosas como suponen que están bien hechas, se dedican a mejorar la vida de cuanto pagano se cruza en su camino. No hubo vagabundo, adicto o borrachín, que paseara por los lugares por donde pasaron sus años que no recibiera su sonrisa afectuosa, su calidez, sus pocas monedas y el pan solicitado; tan sólo por ella era posible andar sin temor a ser acogotado en una esquina por las calles oscuras del barrio antiguo, decadente, triste, gris y violento, que recibió nuestros peores años de calamidades económicas, de soledades, de amigos que ya no tocaban las puertas ajadas de la casa vieja, de parientes ingratos y desleales, de abandonos y pobrezas.

¿De dónde salía tanta fe, tan probada resolución de seguir viviendo, tanto amor para todos, tanto respeto por el hombre vencido al que inagotablemente animaba a seguir andando en los tiempos más duros?

La diferencia entre el orgullo y la arrogancia la aprendí en sus gestos, en su actitud, en su forma de vivir la pobreza con la dignidad de quien se resistía a aceptar los dictámenes de la miseria, con la convicción de quien sabía que todo era pasajero, que había que seguir bogando porque el horizonte no era tan inalcanzable como parecía, ya que allá, allá lejos, pero cada vez menos, se alzaba un futuro donde los hijos tomarían la posta, levantarían la bandera y seguirían andando, entonces más fuertes, más grandes, más preparados, por los rumbos de la vida.

Hay casas pobres y casas miserables, todo es una cuestión de actitud. La casa de mi infancia fue pobre, pero digna, con los ojos mirando al frente, al mañana que tenía que alzarse porque el pasado no sirve sino para aprender de él y no cometer las mismas tonteras y no caerse torpemente en los mismos agujeros. Nada importaban los buenos tiempos de las mesas llenas y los regalos abundantes, no eran nada, nada hacían para volvernos mejores personas y nada aportaban las casas de muñecas oxidadas o los cuadros de pintores famosos malbarateados para pagar alguna cuenta que ya no podía aplazarse más. Sólo servía la dignidad de saber de dónde se venía y hacia dónde conducían los pasos que se iban tejiendo a cada instante. El ayer tenía dignidad no porque estuviera poblado de viajes o de vestidos o de casas hermosas y fiestas interminables, el polvo de ese pasado no compraba ni un centímetro de la honra de saberse herederos de la buena leche, la madera sencilla pero honesta de gente que nunca tuvo que dormir con un arma en la mano ni con las puertas cerradas tras rejas y candados.

Me parece verla todavía limpiando la casa sin dejarse vencer por el polvo que cada amanecer lo colmaba todo, sacudiendo los muebles y los adornos que todavía quedaban porque nadie pagaba nada por esas baratijas, reparando, a fuerza de parches amorosamente tejidos, los sillones que alguna vez fueron lujosos, cuidando cada cosa como si fuera importante mantener el hogar en orden, como si fuera a llegar en cualquier momento la visita ansiada a la que había que recibir con los mejores manteles.

Y la visita éramos nosotros, todos nosotros que vivíamos allí y que cada día aprendíamos la hermosísima redundancia de que ese día era importante porque era ese día y porque estábamos allí, juntos todos, reunidos alrededor de la misma mesa, porque si había un pan “se reparte entre lo seis” y entre los seis se repartía porque todos éramos iguales y todos éramos libres y todos éramos importantes.

La solidaridad no se aprende en programas de televisión o yendo una vez cada quince días a entregar de mala gana el tiempo para ganarse un punto en el curso ése, no, la solidaridad se aprende en casa, compartiendo el pan, compartiendo el momento, compartiendo la mesa y el amor.

¿Qué sentido tienen todos estos recuerdos que se amontonan en las líneas que borroneo sin ninguna apariencia de continuidad ni lógica? ¿Qué pueden estas palabras en un mundo atiborrado de palabras y donde en este mismo instante se debaten personas que, seguramente y con justicia, son tan hermosas o tan honradas o tan leales o tan sencillamente humanas como la mujer que dibujo mal en estas cuartillas imaginarias que se van llenando en la pantalla que miro? No lo sé, pero es imposible dejar pasar octubre, mes de procesiones y penitencias, mes de primavera y de milagros, sin declarar de nuevo el orgullo de ser hijo, sin decir, a quien me quiera escuchar, que alguna vez respiró nuestro mismo aire una mujer sencilla y noble, simple y extraordinaria, una mujer que cualquiera envidiaría sanamente por tener de madre, una mujer de manos gastadas pero nunca ásperas, de sonrisa infantil y de mirada serena, que un día cualquiera de octubre, ya no importa cuándo, se marchó para convencerme que la inmortalidad, de alguna manera, en algún rincón, es posible todavía.

Lima, 13 de octubre de 2004