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FuneralUn privilegio que pocos logran en la tierra

Son pocos los velorios a los que asisto, menos los entierros. Cada vez que alguien se muere (y uno va descubriendo que “los que no se habían muerto empiezan a morirse”, según afirmó con sabiduría una querida amiga hace sólo unos días como haciendo evidente que cuantos más años ganamos más cadáveres guardamos en nuestra agenda, por la misma y vulgar razón estadística por la que cada vez estamos más cerca de ser incluidos en la lista de los que ya no son más sobre la tierra) se da lugar a una serie de actividades que, por superficiales, inhumanas y mercantilistas, desprecio.

No voy a iniciar una larga disertación sobre si existe o no existe una vida después de ésta que sufrimos y disfrutamos y padecemos y gozamos, sólo insistiré en que, sea como sea, no me gustan los velorios porque tienden a convertirse en una especie de té de tías con la familia cercana justificadamente acongojada, los parientes más o menos lejanos cumpliendo con el viejo rito como quien va a una primera comunión o a un matrimonio, y todos los demás, que en muchas ocasiones son demasiados, aburriéndose, haciendo comentarios políticos, lamentándose de los buenos tiempos idos, contando chistes repetidos o distraídos en las piernas nuevas de alguna sobrina que ha estrenado su reluciente juventud con un pantalón negro, por supuesto, pero que bien podría usar esta misma noche en la discoteca de moda para lucir esas formas que ya no le permiten, al tío viejo verde y todavía enamoradizo, reconocerla, como la niña aquella que hace sólo unos años mimaba en el bautizo del último de los nietos.

Los velorios han ido perdiendo la esencia de su origen. “Velar”, significa, según la RAE, “hacer centinela o guardia por la noche, asistir de noche a un enfermo y pasar la noche al cuidado de un difunto”, todavía recordamos todos con una emocionada simpatía cómo Alonso Quijano, el Bueno, veló toda la noche sus armas en la posada para ser armado caballero al día siguiente por el tendero que, si bien se burlaba de él, aceptó que el anciano pasara la noche custodiando su espada y rezando, como lo hicieron, en su tiempo y a su manera, los verdaderos caballeros andantes. Velan los vigías en tiempos de guerra para cuidar el castillo, el fuerte o la posición en la que se encuentran, de ataques arteros y nocturnos del enemigo; vela la madre al hijo enfermo (como la mía pasaba noches enteras al pie de la cama de mi hermano cuando él se ahogaba con el asma que en aquellos tiempos no se combatía con la maravillas de remedios que hoy se compran en cualquier farmacia del barrio); y vela la familia a su muerto, es decir, lo acompaña esa noche final en la que su cuerpo ocupa, sólo una vez más, un lugar entre los vivos porque mañana será enterrado o incinerado, según sea la voluntad del difunto o la de sus familiares (que, las más de las veces, se preocupan de hacer lo que a ellos les acomode y no lo que el muerto pidió mientras podía articular palabras).

Entonces, velar era honrar, era acompañar, estar al lado, permanecer un momento más junto a alguien querido quien ya había partido a esos mundos, reales o inexistentes, de los que no sabremos nada (si logramos saber algo) hasta el momento de nuestro último aliento.

No una reunión de viejas cacatúas, no una ceremonia lacrimógena, no los chistes viejos de los parientes lejanos, no las flores que se resecan pasado mañana y que envían las doscientas empresas donde el finado trabajó alguna vez (si era importante) o las que mandan los que se sienten obligados (“para no quedar mal con la familia”), ni las coronas de misa que nadie sabe para qué sirven, porque, si era creyente y buen tipo se irá a gozar al cielo, si era creyente y mal tipo, se pudrirá en el infierno y, si no era creyente, no tendrá mayores inconvenientes en qué le suceda porque realmente no creía que nada le fuera a suceder... Que se le celebren misas y se digan oraciones, por lo demás y hasta donde entiendo, no salvarán del castigo al miserable ni harán más breve el camino del justo al paraíso...

Todo esto viene a cuento porque hace poco (ya no tan poco en este tiempo nuestro que avanza tan demoledoramente rápido) fui testigo de uno de los entierros más hermosos que he tenido ocasión de ver (ya sé que el sustantivo entierro halla dificultad en encontrarse a gusto junto al adjetivo hermoso, pero déjenme seguir para que comprendan mi punto de vista).

Morirse es malo; eso creo y no hay, hasta el momento, nadie que me convenza de lo contrario. Cuando era un adolescente leí con angustia y agradecimiento a González Prada quien recordaba una sentencia implacable de Safo: “Morir es un mal porque de otro modo, los dioses habrían muerto...”, ¿tuvo razón la famosa poetisa de la isla de Lesbos cinco siglos antes de Cristo?, ¿la tuvo Gonzalez Prada hace más de cien años?, ¿la tengo yo —que no soy nadie— en este siglo XXI que se nos vino encima sin que nos diéramos cuenta? Realmente no importa porque será cada uno el que resuelva su incógnita, si la resuelve.

Lo que importa es la manera cómo despedimos a quien se marcha, cómo asumimos su partida, cómo digerimos el hecho de la muerte como desaparición del ser físico que hasta hace sólo unos momentos reía con nosotros, amaba con nosotros, odiaba, deseaba, quería, soñaba y hablaba con nosotros.

Ahora bien, cuando Lucho murió de cáncer, su muerte era uno de esos “absurdos previsibles”, de los que habla Benedetti. La enfermedad lo encontró en plena cincuentena, lleno de vida y de proyectos, y lo frustró todo. Cuando recibí la llamada no llegó con la sorpresa que pasa un terremoto que todo lo deshace sin avisar, sino como la comunicación estúpidamente esperada tras varios días de agonía. Alguien me enseñó hace mucho que agonía viene del griego “lucha” y ese había sido el norte de los últimos meses: la lucha, tenaz, valiente, incansable, esperanzada, de Lucho por su existencia, que era lo mismo que decir la existencia de la mujer que lo amaba y las de las hijas y sobrinos (ajenos pero tan suyos) que esperaban, como todos hemos aguardado alguna vez, ese brote nuevo del olmo seco, ese “otro milagro de la primavera” que también inútilmente pidiera Machado en su poema.

No me gustan los velorios, lo tengo dicho, por eso debo confesar que fui al de Lucho con el resquemor que siempre me producen estas ocasiones tan negadas por nuestra mentalidad, occidental y citadina, como reales. Que el velatorio fuera en su casa ya se convirtió para mí en un símbolo de algo distinto, los únicos velorios en casa a los que había asistido fueron a los de mi más íntima familia, mi abuela nonagenaria a los quince, mi padre a los veinticinco y mi madre a los treinta y uno. Todos los demás, ya fueran familiares míos o familiares de amigos cercanos, habían tenido lugar en los velatorios; estos depósitos provisionales de cadáveres que inventaron algunas clínicas e iglesias donde, previo arreglo comercial y con horario fijo, uno puede acompañar el cuerpo ya sin vida de quien ha amado hasta la mañana siguiente que llegan (también arreglo, también horario) la carroza y la media docena de cargadores (rigurosamente negros, de riguroso luto y con rigurosos guantes blancos) que nos recuerdan que aún, en pleno siglo veintiuno, somos un pobre remedo de un virreinato intelectual del cual, a este paso, jamás nos libraremos.

El velorio de Lucho era en su casa, allá en la misma sala donde había pasado sus mejores días, donde había recibido a sus amigos, donde había jugueteado con sus hijas y donde le habría robado más de un beso furtivo a la mujer que amaba, en su sala, junto al comedor de las cenas con la familia, de las reuniones distendidas que él amaba y a sólo unos metros del jardín donde casi todos los fines de semana hacía la parrilla familiar soberana, querendona, llena de conversaciones y anécdotas. Él, como mis padres, pasó su última noche entre las paredes que habitó y con la gente que amaba, sin que el guardián nocturno dijera “señores, ya vamos a cerrar” para dejar allí, abandonado, en un cuarto desconocido, entre sillas plegables y flores prepagadas, el cadáver del que amábamos sólo porque la modernidad ha creído ser sabia negando la muerte y refugiándola, primero, en las Unidades de Cuidados Intensivos y, luego, en los velatorios construidos por almas piadosas que nos cobran al contado.

¿Por qué ya casi nadie se muere en su casa? Así como nos moríamos antes, rodeados de la familia, como quien cumple un ritual más de ciclo de la vida, donde hasta el cura de la extrema unción para salvar pecadores arrepentidos a última hora era más simpático que la enfermera odiosa o el médico pasmado que dice “mejor vengan mañana” y termina llamándonos con su voz anodina a las tres de la madrugada para decirnos “lamentablemente...” y comunicarnos, de paso, que ir es inútil “porque no los dejarán pasar a estas horas” y dejarnos con la angustia de saber que nuestro muerto (porque no hay nada más nuestro que un muerto amado) ha sido enviado a la morgue de “donde podrán recogerlo mañana”, como si tratara de un paquete o un envío postal. Le hemos perdido respeto a la vida, le hemos ganado miedo a la muerte, y creemos, torpes y confundidos, que aturdiéndonos y escondiéndonos vamos a ganarle la partida imposible a la existencia. ¡Cuánta civilización para albergar tanta ignorancia!

A Lucho lo velamos en su casa, como a mis padres. Allí, cuando llegué, junto a su familia, estaban sus amigos, todos, los de la infancia y los de los tiempos recientes, la casa literalmente se desbordaba, todos habían ido a despedirse del compañero que sólo se adelantó unos pasos por el camino éste de final previsible que recorremos todos los días.

La salida al cementerio fue en hombros de los suyos, que no cargaban cintas como los nobles que tratan de no dislocarse el hombro o zafarse un disco de la columna sino que llevan el peso del que amaron como el último homenaje que pueden brindarle, como un metáfora del último favor que se hace por el amigo y que espera ser devuelto, en hombros de otros, cuando haya que partir al mundo ése del que nadie ha regresado. El cortejo al cementerio fue interminable, no conté los carros pero varias decenas formaban la larga caravana del adiós, de esta muestra de respeto, cariño y despedida.

En el cementerio nos reunimos todos nuevamente (no era el “voy a velorio a cumplir y me ahorro el viaje hasta el cementerio”, no; era estar con el amigo, con el padre, con el esposo, con el hermano hasta el final). La ceremonia estuvo a cargo de un cura, no cualquier cura, un cura amigo, eso que todos los mortales, creyentes, ateos, pecadores o santos, fieles o paganos, deberíamos tener, no el cura (¡vaya a saber uno si realmente es cura!) que viene incluido en el presupuesto (esa parte no la sufrí entonces, pero ya la había sufrido antes con mis padres, con un vendedor con cara artificiosamente compungida que va mostrado, como si se tratara de uno de esos catálogos que llegan con los diarios el domingo, las bondades de los productos de su empresa, las carrozas, las flores, el ataúd y los demás artefactos –alquilados o vendidos, según sea el caso y el grosor de la billetera de los deudos- que forman la parafernalia del rito mortuorio). El cura era un viejo amigo, que hablaba a las personas que allí estábamos del hombre a quien conocía y no de un sujeto cualquiera del cual tiene que decir algo simpático porque “todos los muertos son buenos” (según reza un viejo dicho que aprendí en la infancia).

Después de que habló el sacerdote, hablaron sus hijas y sobrinos, nos contaron del hombre, recordaron anécdotas, momentos simpáticos y jornadas alegres; hubo un instante en que la magia de las palabras nos hicieron olvidar que allí estábamos para despedirlo, parecía, de tanto escuchar de sus andanzas y de sus formas, de sus días y alegrías, de sus sueños y trabajos, que él se hallaba allí, sonriendo, a punto de recibir una condecoración o escuchando el discurso previo de los amigos antes de celebrar un año más de vida. Todos escuchamos en silencio, sonreímos, recordamos y escuchamos, no fue un responso de esos que se hacen a pedido sino una charla con el amigo, con el padre, con el esposo.

Luego, mientras empezaba el rito final, el cajón bajando a la tierra, las flores que se lanzan, las lágrimas dignas y sinceras, sus hermanas y un grupo de los más cercanos que se encontraban frente al sepulcro, empezaron a cantar y tocar guitarras, no eran esos cantos plañideros contratados, no, eran canciones que hablaban de vida, de felicidad, de amor, de futuro. Un himno a la vida que todos, de alguna manera, acompañamos.

Cuando todo terminó fuimos saliendo sin prisa, con la tristeza de quien sabe que nunca más volverá a ver al amigo pero con la certera satisfacción de que su vida no fue en vano, de que su existencia fue importante y significativa, y de que su paso por este mundo no puede perderse con algo tan vano y trivial como la muerte.

Se hizo demasiado largo este recuerdo, pero creo que es justo que así sea. Morirse es, sigue siendo para mí, ese mal rato al que todos estamos condenados por el sólo hecho de estar vivos, pero morirse rodeado de amor y de ternura es un privilegio que pocos, muy pocos, logran en la tierra.

Lima, 20 de diciembre de 2004