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¿Y..? ¡Corré!

Cuando A se acostó aquella fría noche bonaerense, sabía que algo iba a salir mal, si bien ya tenía todo arreglado, las maletas hechas, la ropa lista, los papeles en orden, los pasajes confirmados, el dinero exacto para pagar el taxi hasta el aeropuerto y en la tarjeta de débito los dólares suficientes para cancelar el impuesto de salida “porque es increíble cómo en Buenos Aires todo se paga con tarjeta”.

Serían las ocho de la noche cuando los vecinos de cuarto de la pensión que había sido su casa en las últimas seis semanas tocaron su puerta. Como él, eran estudiantes y, como él, tenían puestas sus expectativas en el futuro próximo y en las carreras que estaban comenzando o a punto de empezar. Esa pareja, en especial, le había sido muy agradable, ambos eran provincianos y habían llegado del interior, de “la otra Argentina”, hasta esta ciudad a la cual, ni la crisis económica, ni los piqueteros, ni la corrupción policial, habían logrado apagar o deslucir, este Buenos Aires todavía hermoso, poblado de árboles centenarios, de casas impresionantes, de teatros y librerías, de una vida cultural que aún hoy es (o debiera ser) la envidia de casi todas las capitales del continente.

“Sólo un brindis”, fue lo que le dijeron, y cómo decirle no a un par de personas tan amables y encantadoras; claro que el brindis se multiplicó por cuanto habitante de la pensión pasó por allí (la música atronadora que la casera soportó estoicamente, la puerta abierta y las botellas de vino eran una invitación para cualquiera) y los hastaluego, nomeolvides, escribebastante y vuelvepronto terminaron prolongando los adioses hasta las dos de la madrugada. Por eso, cuando A se metía, por última vez, bajo la media docena de frazadas que no eran suficientes para combatir el frío que calaba los huesos, tenía ya la certeza de que algo andaba mal.

En esas horas el cansancio lo tomó desprevenido, vagó, entre sueños, por las calles de esa gran ciudad repletas de mujeres hermosas, carne abundante y buen vino; ya estaba en el Güerrin, disfrutando una pizza de cebolla como en ninguna parte la hacen, o en el Tortoni, conversando un café con alguna muchacha de inflexible belleza, o en la Plaza San Martín, deleitándose con la vista del ombú más viejo, con sus ramas recostadas en suelo, cuando de pronto los golpes en la puerta y los gritos de “¡ya-llegó-el-taxi!”, cada vez más fuertes, cada vez más insistentes, lo devolvieron a una lucidez que no terminó de recuperar hasta que su cuerpo, apaleado por el vino barato y la trasnochada, daba tumbos contra la puerta del automóvil que lo llevaba al aeropuerto. Antes, claro, hubo de levantarse a la velocidad de un gamo, cambiarse con la precisa rapidez de las modelos en un desfile, y cargar, cual burro peruano del Perú (perdonen la tristeza vallejiana) con las dos maletas saturadas y la mochila rebosante donde llevaba quién sabe cuántas cosas.

En fin, el asunto no iba tan mal, sólo se había retrasado unos minutos y su previsión, que había citado al taxi con tres horas de anticipación, alcanzaba perfectamente para llegar al aeropuerto a las siete de la mañana, dos horas antes que el avión despegara rumbo a Lima. Si bien las tres chompas de la peruanísima alpaca no eran suficientes para amansar el frío de la madrugada y sus ojos, legañosos todavía, eran incapaces de enfocar correctamente, nada impidió que disfrutara de la última vista del amanecer de una ciudad que parece no dormir nunca.

Como estaba programado, llegó a la fila que esperaba frente al mostrador donde los funcionarios de la aerolínea confirmaban el vuelo y sólo lo antecedían siete u ocho personas, más previsoras o más paranoicas que él. Todo iba de perlas hasta que se acercó un empleado de la empresa con uno de esos moldes de metal que miden el tamaño adecuado del maletín de mano y donde, por evidentes, deformantes y exagerados motivos, jamás cabría la mochila sobrepoblada que cargaba en los hombros. “¿Perdón?”, preguntó él haciéndose el desentendido y el argentino le respondió, con ese tonito que todos sabemos que sólo puede significar “tú qué crees, tarado”, “y…, ponéla”, señalando con la barbilla la mochila que se desarmaba a sus espaldas. Y, claro, la mochila fue incapaz de entrar en esos espacios tan mezquinos y el sujeto, “lo lamento, tenés que vaciarla un poco” y allí empezó el vía crucis.

Como pudo, arrancó a la mochila las cosas que parecían deformarla más y las embutió en cuanto bolsillo o comportamiento halló en la maletas que ya estaban colmadas más allá de su razonable capacidad. Logró que su equipaje de mano fuera aprobado por el prusiano controlador (pensaba, mientras lo maldecía en silencio, que su padre seguramente era uno de los tantos nazis que huyeron tras la caída del Reich hacia la clandestinidad argentina) y respiró tranquilo aunque agitado porque ya habían pasado quince minutos y él se había retrasado en una fila cada vez más colmada de pasajeros.

Felizmente el sujeto hizo que abrieran campo y con un seco “movete, por favor, que él estaba primero”, lo colocaron en primer lugar listo para que sus maletas intentaran la hazaña de pasar el rigor del pesaje al que iban a ser sometidas. Ya en la agencia habían sido claros, “sólo podés llevar veinte kilos por maleta, si no, tenés que pagar sobre peso…”, pero, claro, ni él tenía balanza en la pensión ni estaba dispuesto a dejar sus libros y papeles sólo por un tecnicismo…

Hay que reconocer que el joven que lo atendió en el mostrador de la aerolínea (casi tan joven como él), fue muy amable. Revisó los papeles, confirmó la reserva, emitió el boleto de embarque, pero, cuando el dependiente puso las maletas en la balanza, no pudo creer lo que vieron sus ojos, ese “59,80” que brillaba frente a él era más que una mala noticia, era un desastre. “¿Qué podemos hacer?”, preguntó con la consabida fórmula nuestra capaz de arreglarlo todo; “¿y…?, pagá el sobrepeso”, le respondió desde el fondo de su bucólico burocratismo el muchacho acostumbrado a estos menesteres. “¿Cuánto será?”, dijo A sin pensarlo. “Y..., tenés que pagar diez dólares por kilo”, “nooooo, imposible, no tengo ni un centavo”, “bueno, qué sé yo, puedo acomodarte unos kilos de más, pero diecisiete ochocientos, ni hablar”, “¿qué hago?”, “y, no sé, vos sabrás, pero tenés que rebajar el peso dramáticamente”, “¿dramáticamente?”, “sí, ¡mucho!”, “¿y no tienen casilleros de seguridad donde pueda dejar las cosas para cuando regrese”, “no, lo siento”. Y ya no había mucho que hacer...

Entonces comenzó la sangría. Ni modo, había que bajar “dramáticamente” el peso del equipaje y no quedaba tiempo; en la discusión ya habían pasado demasiados minutos y la hora avanzaba voraz en el reloj. Desarmó las maletas en pleno mostrador y empezó a escarbar en ellas como quien busca un tesoro; salían, sin orden ni concierto, media usadas hasta el límite de la higiene, calzoncillos impresentables, camisetas, camisas, una par de zapatillas, un par de sandalias, pantalones, desodorante, máquina de afeitar, jabonera y, entre todas esas cosas, libros, más libros, revistas, cuadernos y papeles, ¿por qué el material más preciado tenía que ser el más pesado? ¡Ironías de la vida, el conocimiento no vale, pero pesa!

Poco a poco se fue deshaciendo de todo lo sobrante, el tacho de basura a su disposición no alcanzaba para dar cuenta de lo que iba arrojando ya sin el menor remordimiento; hasta las sandalias de cuero argentino sucumbieron ante la insensibilidad de la balanza que se negaba a ceder lo necesario. “Toma”, le dijo al operador de la compañía que seguía estupefacto la escena, “¿y estas sandalias, ché?”, preguntó sin saber por qué se las entregaba, “te las regalo”, aclaró, “no entran en la maleta así que ojalá te queden”, “y..., gracias”, pero la balanza permaneció inalterable, bueno, esos casi cinco kilos de ropas y utensilios de limpieza (hasta el cepillo de dientes fue sacrificado) ya eran un avance, pero los “55,20” no bastaban para que la buena voluntad del argentino se enfrentara a las probables iras de sus jefes de un vuelo que, por lo demás, estaba copado de pasajeros.

“¿Puedo llevar una bolsa con mi equipaje de mano?”, “y..., bueno, de poder, podés, hacé el intento”, y le acercó una bolsa de plástico de esas que tienen la propaganda de la línea aérea y pronto se vio colmada de libros y cuadernos que A se negaba a entregar a las fauces del basurero que esperaba ansioso al lado; “49,55”, sentenció la balanza y el argentino lo miró casi conmovido, “y..., un empeño más...”, le dijo como dándole entusiasmo al maratonista al que sólo le faltan unos cuantos metros para llegar a la meta. Ni modo, las revistas tuvieron que ser entregadas a la barbarie, “otra vez será”, murmuró A, y arrojó al basurero infinidad de semanarios que había ido comprando en las tiendas de libros viejos y otro montón de recortes que había recolectado en las últimas semanas. El “45,10” fue suficiente para que el encargado diera el visto bueno, apretara los botones indicados, pusiera las maletas en la banda sinfín y le dijera “perfecto, todo en orden”. La sonrisa de A iba a dibujarse en sus labios cuando una rubia de metro ochenta, ojos azules, cuerpo de fantasía y voz de coronel, corrigió: “Lo lamento, no podés embarcar...”, una manada de lobos que hubiera pasado por un campo de violetas habría causado menos daño. “¡Cómo!”, gritó A, desesperado, “pero cómo me dice que no puedo embarcar si me ha tenido acá más de una hora arreglando mi equipaje...”, “justamente por eso, son las ocho y cuarenta y vos aún no pasás Migraciones y el avión se arranca en veinte minutos...”, “pero, por favor, no tengo dinero para regresar a la ciudad, no puedo cambiar el boleto, tengo que viajar ahora”, “andá, Carolina, n o seas tan brava con el chico”, intercedió el muchacho de la aerolínea, “bueno, pero vos sabés cómo es el reglamento”, “pero, Carolina, vos podés”, “pero...” y quedó en suspenso la frase, algo se infló en su ego de hembra autosuficiente, hizo un gesto de sublime superioridad, gozó un segundo de su poder, respiro tranquila y dijo, “...bueno, podés pasar, pero ojalá llegués, el avión no espera”, “¿pero no puedes decirles que ya voy en camino”, “no, ni hablar, el avión no espera”, “entonces, ¿qué puedo hacer?”, “¿y...?, ¡corré!” y emprendió la más loca carrera de su vida.

Llegó a la ventanilla para pagar su impuesto de salida, pidió permiso, dio explicaciones, rogó y lo dejaron pasar, “son veintiocho dólares”, dijo una voz tras el vidrio, “tome”, respondió A estirando la mano con la tarjeta de débito en ristre, como queriendo matar, de una vez por todas, este escollo final. “Tenés que pagar en efectivo, no aceptamos tarjeta”, “¿pero, cómo?”, “nada si no tenés efectivo no podés pagar, acá cerca hay un cajero” y “espérame un segundo” y el guardia y “¿el cajero?, acá no hay cajeros, andáte al final del corredor que allá están todos” y correr y correr y hallar el cajero y la señora que se demoraba sacando cien pesos y “por favor, es una emergencia” y ya, por fin, el cajero, la clave, el dinero y corre, corre que se va el tren, digo, el avión, y la cola, la cola de nuevo, y “permiso” y “es urgente” y “se me va el avión” y “gracias” y “acá tiene” y el sello y las puertas y la entrada y el policía y de nuevo, pero más desesperado, en Migraciones, con un pie fuera del país, con el reloj avanzado absolutamente despavorido como huyendo de la única posibilidad que le quedaba para subirse a la máquina cuyos motores estaban encendidos hacía ya media hora y sin escuchar los sordos quejidos del altavoz, “señor A, señor A, última llamada para abordar el vuelo 612 con destino a Lima” y otra vez así, “permiso” y “es urgente” y “se me va el avión” y “gracias” y “acá tiene” y el pasaporte sellado y “¡por Dios!, ¿dónde está la puerta 12?”, “¿la doce?, es al fondo” y un brazo señalando un pasadizo interminable y la carrera y el ahogo y el desmayo y la mochila que se deformaba otra vez y la bolsa que ya no era sino un amasijo de plástico y libros escurriéndose por todo lados y la puerta doce y nadie y sólo dos tipos con cara de desesperados que gritaban “¿es usted A, es usted A”?, y la manga que se cierra tras sus espaldas y la puerta del avión que lo recibe con una azafata con cara de pocos amigos y un “ahhhhh” de “por fin llegó este cretino” que se sintió por todo el avión y el asiento que, claro, era el del centro y entre dos señoras gordas y las chompas de alpaca que lo hacían sudar como condenado y él abrazado de la bolsa de plástico, salvando los libros del naufragio y cerrando los ojos, como quien se olvida de todo en un sueño mientras el avión despegaba...

Lima-Perú, primero de marzo del año 2005