Comparte este contenido con tus amigos

Memorias

Era fácil hacer el desayuno
con leche y pan cubierto de manteca,
un poco de café y algo de azúcar
y una familia simple y verdadera
que conversaba sobre cualquier cosa
sin ofender a nadie, sin vergüenza,
con el orgullo de seguir unidos
aún en el traspiés de la pobreza
que gustaba mordernos los tobillos
como el perro guardián de la miseria.
Era sencillo cabalgar los aires
sobre el potro valiente de un poema,
subir la cuesta, sin temor ni espanto,
con vocación tenaz de enredadera,
con voluntad de ser, de estar, de abrirse
como una flor de invierno en primavera,
conscientes del pasado, del futuro,
de las huellas perdidas en la arena,
de los tiempos gastados, de los nombres,
del inútil valor de las monedas.
Mi padre nos miraba desde un cielo,
que de tanto llover, estaba cerca,
que nos regaba el mundo con palabras
que germinaban nuestra inteligencia;
nunca detuvo el ritmo de esos versos
llenos de historias, cuentos y leyendas,
de amores imposibles que vencían
(con sólo un beso como recompensa)
las males artes del vulgar destino
y el rigor infantil de las estrellas.
Mi madre nos hablaba desde el suelo
que jamás ensució su piel de reina,
que nunca pudo corromper su calma,
que no humilló su fe, ni su cabeza,
con un empeño que no he visto nunca
repetido en las marcas de la tierra,
sin renegar jamás de su alegría,
sin nunca aborrecer de su inocencia,
permaneciendo niña mientras daba,
en la lucha sin fin, todas sus fuerzas.
Mirábamos, nosotros, sorprendidos
esta explosión de la naturaleza
y el sol se enamoraba de la luna
siempre en el mismo lado de la mesa.
Nosotros, con el pan y con la leche,
cenábamos amor, dábamos fiestas,
creábamos delicias con tan poco,
comprábamos milagros con las deudas
y en la cocina gris mis dos hermanas
preparaban un postre con canela,
un poco de pan frío, levadura,
y el último y honesto par de yemas,
mientras mi hermano y yo nos arreglábamos
con los cubiertos y las servilletas;
hoy parece mentira pero entonces
era una dignidad sabia y discreta.
Pasamos por la infancia sin peligros
bajo la protección del alma buena
de una madre sin cartas en la manga,
sin rabia, ni rencor en la cartera,
sin resbalar jamás en los abismos
de las horas carnívoras y negras;
bajo la protección de un padre inmenso
sin armas en las manos y sin piedras,
con palabras de luz para alumbrarnos
en las noches más duras y siniestras.
Era mi casa lágrima de adobe
con el piso y los techos de madera,
pausada por los años que tenía,
serena en la quietud de su nobleza,
confiable contra vientos y temblores,
gentil con quien llegaba hasta su puerta,
con un jardín de polvo y de geranios,
con una seca y pertinaz gotera
que en los tiempos de lluvia repetía
que estaba erguida, pero estaba vieja.
Inmensa entre las sombras del recuerdo,
con la dura atención de su soberbia,
con las manos gastadas pero firmes
con la antigua ilusión de su grandeza,
con las arrugas tercas en el rostro,
con el temblor robándole las piernas,
inmóvil como un ídolo sagrado,
firme como un soldado en las trincheras,
confundiendo a la muerte, sin quebrarse,
sin despedirse, se marchó mi abuela.
¿Cuánto tiempo duraron esos tiempos
que hoy son recuerdos pálidos apenas?
¿Cuántos caminos malgasté sin prisa
bajo los cascos de mi adolescencia?
¿Cuánto me queda de los años limpios
sin condiciones, pactos, ni caretas,
sin renuncias, sin frases malgastadas,
sin manos sucias, cínicas y abiertas?
¿Cuántos tiernos amores traicionados
se hicieron versos, rimas y sentencias,
se convirtieron en terreno fértil
para el olvido, con su mala letra?
Si todo lo de ayer es mi pasado
sé que el mañana sirve de promesa
para seguir andando los senderos
que entre los pies me ponga la existencia,
sin embargo le debo a la nostalgia
mi confesión más simple y más sincera;
si hoy por las vueltas locas de la vida
sobran jamón y frutas en la mesa
me hacen faltan mis padres y el sencillo
y digno pan cubierto de manteca.

19 de marzo de 2005