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Carta a María Elena

Me tienes ya varias horas buscando las palabras para empezar a hablarte, y he fracasado. No hallo en el montón de ideas que se confunden en mi cabeza la mejor manera de comenzar estas líneas que ni siquiera saben qué quieren ser o a qué aspiran. He perseguido inútilmente esas frases con las que suelo sorprender a quienes me escuchan o a quienes me leen y que algunos repetirán, mañana, como suyas, cuando quieran llamar la atención o parecer inteligentes con oraciones sobrecargadas de epítetos y metáforas que suenan tan lindas aunque en el fondo nadie (ni yo, que las escribo) entienda su verdadero significado. Es que en este mundo de apariencias la imagen se lo va tragando todo y ya no tiene ninguna importancia la esencia de las cosas.

Dicen que la mejor manera de acercarse a un adolescente es a partir de la propia experiencia, a partir del testimonio de una vida que fue y que en los recuerdos aún se repite cada vez que la buscamos en el cajón de los tiempos extraviados. Dicen, también, que los viejos son viejos porque ya se olvidaron que alguna vez fueron jóvenes, que alguna vez la sangre corrió entusiasta por sus cuerpos, que alguna vez su piel se erizó de ansiedad o de vergüenza y que alguna vez sus errores y torpezas se sucedieron sin tregua en la vorágine feroz de la adolescencia. No lo sé.

No lo sé porque desconfiar de las certezas se me ha hecho, con el tiempo, una mala costumbre. Si vuelvo la mirada a los años en que, al igual que tú, veía la vida como la gran montaña a cuyas faldas recién me encontraba, me observo confiado, crédulo, inocente hasta la decepción e ingenuo hasta la torpeza. El universo era el sombrero de un mago, mis padres perfectos, mis amigos para siempre y el amor un pasaje secreto que prometía el paraíso.

¿Qué sucedió entonces, cómo se fue poblando de telarañas el camino, cuándo extravié el rumbo de la aurora, dónde me encontré rodeado de angustias y penas, por qué le cedí espacios a la derrota?  Lo ignoro.

Lo ignoro porque cuando uno es un adolescente no se sienta todas las tardes a meditar sobre la trayectoria que va tomando su existencia, ni tiene diálogos filosóficos en un café, ni se cuestiona la vida con la serena distancia que los años nos regalan. Cuando uno es joven no hay tiempo para detenerse a mirar las rosas, aunque nunca más las rosas estarán tan frescas y tan puras; cuando uno es joven se lanza a la aventura de los mares agitados sin mirar atrás, sin pensar en la próxima orilla, sin preguntar si hay provisiones, arrastrado por el impulso de una sangre que galopa sin riendas, que se siente infinita y que no conoce de más tentaciones que la pasión y el éxtasis.

Cuando menos nos damos cuenta, ya cruzamos la línea y sólo allí entendemos que no es la única ni es la definitiva, que es tan sólo una más de las muchas que se nos irán poniendo al frente para que tomemos las decisiones que nos van a ir formando (o deformando) a través del camino.

Puedo verme, todavía, contemplando de lejos a la muchacha que nunca supo que yo existía, puedo escuchar aún las frases torpes y vulgares que dije amenazado por el pánico de no ser como todos, puedo regresar al momento en que crucé la primera marca por un aplauso, traicioné el primer recuerdo por la baratija de una risotada, y ensucié la primera emoción por el terror incontrolable a quedarme solo.

Lo demás fue cuestión de tiempo, lo demás fue dejar que la lógica del camino fácil fuera haciéndose cada vez más poderosa, fue permitir que el miedo sembrara de angustias el pan de cada día, fue rendirse a la tentación de la miseria enmascarada de alegría, entregarse a las manos de quienes se regocijan en el fracaso ajeno, darse entero a la mentira de creer que un instante de falsedades pueda suplir una vida de carencias.

Acá me tienes, intentando explicarte con palabras el montón de sentimientos que los padres conocen pero que casi nunca se atreven a recordar, que casi nunca confrontan, que casi nunca expresan porque a los adultos el temor, también, nos tapa la boca.

Ojalá pudiera decirte que el cielo es la promesa para el esfuerzo y que al doblar la esquina encontrarás, esperándote, a la felicidad.  No es cierto. La felicidad no es un sitio ni está en ninguna parte, la felicidad, con suerte, es una especie de remanso donde nos sentimos tranquilos con nosotros mismos y con la gente que nos rodea, es saber que valemos la pena y que quienes deben saberlo lo saben de memoria, es amar y ser amado; y, aunque no tengo la menor idea de lo que sea el amor (a estas alturas de la vida sólo sabemos que no sabemos nada), puedo decirte que se parece al juego aquel de la infancia en el que cerramos los ojos y nos dejamos guiar —ciegos y con fe— por quien sí puede ver, por quien nos presta su mirada, por quien nos permite avanzar a paso firme con la certeza de que jamás permitirá que nos tropecemos o que nos caigamos, porque sabemos (queremos saber) que esa persona, más allá de nosotros mismos, más allá de lo que nuestros ojos ignoran, más allá de nuestros temores, está viéndonos y cuidándonos porque le importamos, porque existimos no sólo ante sus ojos sino en sus sentimientos, porque su vida se hace más valiosa con la nuestra y porque ha hallado una esencia que ni cambia ni se destruye, que se mantiene fresca e indeleble a través de los tiempos y de los años.

Atrévete, sé más grande que tus miedos y álzate sobre las tentaciones del camino sencillo y de los atajos. No estás sola, eso lo sabes mejor que nadie (aunque a veces la duda, como un animal salvaje venga a arañarte el alma), no dejes que los canallas te convenzan, no lo permitas; jamás pierdas de vista los ojos de quienes te aman.

Los cantos de sirena son hermosos, pero terminan ahogando a los marineros; un parto es difícil y doloroso, pero da la vida y, con ella, la oportunidad de un mañana. Que cada ocasión sea buena para la lucha, para el esfuerzo, para no rendirse.  ¿Será doloroso?, probablemente, pero te dará la ocasión de amanecer de nuevo, de experimentar otra vez el nacimiento, de llegar al futuro donde te sientas orgullosa de quien eres y de tu lugar en el mundo, donde sepas, con la claridad del mediodía, que los que te aman vemos la hermosura de tu esencia porque eres hermosa y no un invento, porque eres real y no una farsa, porque eres una certeza y no una mascarada.

Empecé diciendo que desconfiar de las certezas se me ha hecho una mala costumbre, pero creo que he mentido.  Hoy, que la montaña es el sendero por donde cruzo, que la experiencia me ha hecho más incrédulo y menos inocente, que la malicia ha construido su nido sobre mi ingenuidad infantil, hoy te puedo confesar que a pesar de todo no se ha muerto el niño que me habita. Cierto, las cosas cambiaron, pero no se destruyeron, el amor es un confiado paso hacia adelante con los ojos cerrados, mis amigos lo siguen siendo, con vicios y virtudes, mis padres ya dejaron la perfección y se humanizaron hasta este sentimiento que no puede ser memoria porque es de hoy y ahora, y el universo no es ya el sombrero de un mago porque se ha convertido en la Caja de Pandora donde aún queda guardada mi esperanza.

Sí, la victoria está llena de derrotas y de malos ratos, pero también está hecha de la voluntad de ser, del amor por uno mismo y por la humanidad, y de la decisión de seguir adelante por más difícil que se haga el camino. No te olvides jamás de ser quien eres, dueña de ti, de tu esencia, de tus decisiones y de tu destino.

30 de junio de 2005