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La mejor manera

Siempre he creído que la mejor manera de combatir la muerte es celebrando la vida, acercándose a ella con la sorpresa con la que los niños ven todas las cosas y con la sabiduría que los años alcanzan a brindarnos. No es raro, entonces, que escriba estas líneas hoy día, cuando mi padre, que me enseñó casi todo lo que importa, hubiera cumplido setenta y ocho años.

Hace sólo unos días estuve de visita en Arequipa, ciudad célebre por su coraje, su espíritu indómito y su capacidad para armar revueltas y revoluciones que han derrocado gobiernos y puesto en apuros a más de un presidente incapaz a lo largo de casi doscientos años. Mi suegra, arequipeña hasta el tuétano, había insistido, desde hace mucho, en que era imprescindible para mí visitar esa ciudad que el Misti, el Chachani y el Pichu-Pichu tutelan como una gran muralla montañosa levantada a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.

Mi aversión por la altura, mi neurosis, mi hipocondría y mi presión, inestable como los kilos que no logro derrotar, habían pospuesto el viaje prometido de manera indefinida y ni siquiera los casi tres mil metros de altura de Quito, donde sobreviví hace unos meses, me convencían para realizar una visita que no tenía visos de realizarse de ninguna manera. Pero se dio el milagro y mis pies caminaron por las mismas calles adoquinadas por las que Mariano Melgar, el exquisito poeta de los yaravíes, anduvo sin prisa pensando en Silvia y en la revolución, posible pero postergada, contra una España que lo fusiló cuando sólo tenía veinticinco años.

La Tití, una mujer nonagenaria, delicada, sensible, devota, trabajadora, incansable, amante de la vida y de la buena mesa, había partido a su natal Arequipa hace ya algunos meses para reencontrarse con la tierra que la vio nacer y pasar allí, con sus amigos y parientes, el tiempo que le quedara. Nunca se lo pregunté, pero hasta donde supe no andaba pensado en la muerte y, al contrario, disfrutaba la vida con la pasión de una adolescente que se enamora honestamente de cada cosa que ve y admira sorprendida.

La conocí hace unos ocho años, ella tenía tiempo ya visitando a la abuela de mi esposa, la abuela centenaria con quien había desarrollado una amistad que veinte años de distancia no perturbaban. Al morir la suegra de mi suegra la Tití permaneció visitando la casa y se convirtió en parte sustancial y entusiasta de los almuerzos dominicales, allí la vi, llena de vida, con una energía que mis menos años y mis muchos kilos han sido incapaces de emular.

El primer aviso fue una llamada que declaraba que Angélica había estado internada pero ya se encontraba bien; el segundo fue que una hemorragia drenaba, lenta pero implacable, sus energías; y, el tercero y definitivo fue el anuncio de su internamiento en la clínica y su pérdida, paulatina pero irreversible, de su exquisita lucidez. Eso precipitó todo, la duda se hizo decisión y partimos con Ximena a lo que Simone de Beauvoir llamó sabiamente “la ceremonia del adiós”.

Yo no voy a los hospitales. Desde que mi madre murió en la mezquina y aséptica unidad de cuidados intensivos de una clínica donde los médicos tenían esterilizados hasta los sentimientos, me he negado a concurrir a esos lugares gélidos donde los médicos confunden su labor con las estadísticas y su juramento con el balance de ganancias y pérdidas que les presenta el contador.

Llegamos a Arequipa y el sábado Ximena fue donde la Tití y estuvo con ella y le dio, como sólo ella sabe hacerlo, mi afecto y mi cariño (no mi despedida).

Yo permanecí en la casa de los tíos homenajeando, a mi manera, la existencia de Angélica, su amor por Arequipa y su pasión por la vida. Allí estuve con Samuel conversando de su juventud, de sus años de estudiante, de los primeros trabajos a los que la muerte de su padre lo empujó repentinamente, de cómo debió abandonar los estudios por las responsabilidades familiares, de su viaje a probar suerte al país del norte, de su regreso a la tierra de la que no salió más porque en ella apostó su existencia, de su primer jefe, de ese progresar con los años en una empresa de la que se fue haciendo parte fundamental, de su jubilación y de su decisión, ya entrado en la cuarentena, de arriesgar todo en una empresa que hoy es un próspero negocio familiar; hablamos del piano y del ajedrez, de sus pasiones y, claro, de Arequipa.

Cuando las mujeres volvieron del hospital y supimos de la salud cada vez más debilitada de la Tití decidí que no había mejor manera de estar con ella que conociendo, disfrutando y aprendiendo los barrios de su infancia. Fuimos a Tingo, un viejo y tradicional balneario que ahora, medio siglo después, ha sido absorbido por una ciudad que creció desmesuradamente; allí almorzamos unos anticuchos de antología, un chicharrón de cerdo delicioso y, de postre, nos regodeamos con unos buñuelos tan deliciosos como los que disfrutó la Tití en su adolescencia, cuando seguramente vendría con sus amigas, las muchachas de entonces, a bañarse en la piscina o a dar un paseo por el lago. Al día siguiente, un chupe de camarones digno de reyes habría de coronar este romance nuevo que, entre furtivo e indiscreto, me emparienta irremediablemente con la culinaria arequipeña.

Paseamos todo lo que se puede pasear Arequipa en cuarenta y ocho horas, recorrimos sus calles, aprendimos de lugares hermosos que la naturaleza sembró por esos parajes y vimos construcciones centenarias e impresionantes que han resistido terremotos con la displicencia de sus sólidas bases de piedra volcánica que el generoso Misti aporta al pueblo. Así, la Catedral, la Iglesia de la Compañía, el Convento de Santa Catalina, el Palacio Goyeneche y el Molino de Sabandía compitieron en belleza e imponencia con los andenes prehispánicos de Yumina, la majestuosidad de los volcanes dormidos pero no muertos, la pureza de las aguas cristalinas de los deshielos y el azul de los paisajes en armoniosa combinación con una infinita tonalidad de verdes poblando los campos de cultivo.

Cenamos con la tía Nancy y gozamos no sólo de una magnífica compañía y de una conversación familiar sino de una casa antigua, llena de experiencias, de recuerdos, de vidas pasadas y de historias que seguramente esas paredes callarán para siempre. Allá, en la provincia, recuperamos el goce de la palabra, de la conversación interminable, de las anécdotas de la juventud que en esas señoras parecía renacer con cada remembranza, con cada nombre salvado del olvido, con cada volver a vivir una vida que fue intensa y fue lozana hace más de cincuenta años.

Amanecer un domingo y ver cómo el pueblo reunido celebraba el orgullo de ser, fue realmente revitalizante; las bandas tocaban la marcha de Arequipa y la gente cantaba entusiasmada. Había juventud y experiencia, marchaban, lado a lado, escolares y jubilados, unidos por un sentimiento de grupo, de comunidad, de pequeña patria que otorga a los arequipeños esa identidad, esa particularidad que les permite ser “ellos” al mismo tiempo que son “nosotros”.

Aprendí, entre otras historias, que el río Chili que cruza la ciudad le dio nombre a Chile, nuestro vecino del sur. Al menos, según me contó la tía Teresa, cuando los virreyes se referían a los territorios que fueron de los mapuches decían “más allá del Chili”, que era, en esos tiempos, como decir el fin del mundo, y así nació llamar Chile a esas tierras del sur del mundo donde nació Neruda.

Dos días son poco tiempo para conocer un territorio tan grande, para aprehenderlo todo, para visitar los célebres cañones del Colca y del Cotahuasi, para pisar las arenas de las playas de Mejía, recorrer todas las picanterías y visitar todos los lugares que en Arequipa trasuntan historia e identidad. Sin embargo, dos días sí son suficientes para reafirmarme en lo que siempre he dicho: los lugares son las personas, la gente que allí habita, los amigos que allá tenemos, las relaciones que formamos. Arequipa es esa familia que me trató como si compartiéramos la sangre y la herencia, es ese lugar donde no me he sentido forastero y es el cúmulo de esas memorias que siguen vivas y en las cuales la Tití no puede morirse porque aún pasea vestida de domingo por el atrio de la Catedral, disfruta de las aguas del lago Tingo, goza de la delicia de un chupe de camarones y se fuma, despreciando al cáncer que ya no podrá alcanzarla, un último cigarrillo frente al Misti que este invierno, en su honor, decidió no lanzar sus fumarolas.

Lima, 25 de agosto de 2005