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HalloweenJalogüín a la criolla

¿Cómo sucedió que el día en que celebramos en los nombres inmortales de Felipe Pinglo y de Chabuca Granda a todos los representantes de la música criolla peruana, nuestros jóvenes inundan las calles disfrazados de quién sabe qué, pidiendo caramelos bajo la amenaza de pintarrajear el muro exterior de tu casa o llenan discotecas y explanadas malamente acondicionadas para bailar hasta el amanecer del día siguiente no al compás de la guitarra ni al golpe del cajón criollo sino al ritmo atronador del sintetizador electrónico y la batería estruendosa?

Vayamos por partes, según he podido investigar en la infinidad de páginas que en la red de redes existen a favor y en contra del “día de las brujas”, el famoso “Halloween” nace de una celebración que los druidas o sacerdotes celtas realizaban, mucho tiempo antes del origen de la era cristiana, llamada la fiesta del Samhai (dios celta de la muerte) que comenzaba el primero de noviembre, es decir, a mediados del otoño nórdico. La fiesta sobrevivió al sometimiento romano de los celtas y aun después se continuó celebrando, tanto así que el Papa Gregorio IV, para contrarrestar su importancia y en un intento de evangelización, fijó ese día como el “día de todos los santos” (“all hallow day” posteriormente, al ser traducido literalmente al inglés) y la víspera, el 31 de octubre, cuando empezaban las ceremonias, se llamó en inglés “all hallow eve” que por el uso y las contracciones propias del idioma se fue transformando en el “halloween” que conocemos hoy.

Ahora bien, como la celebración celta estaba centrada en el culto a los muertos, el asunto fue evolucionando paralelamente como una fiesta pagana en la cual se confunden a través de la historia ritos alrededor del fuego con los oficiantes vestidos con pieles de animales sacrificados (de allí nace la tradición de los disfraces) y otros que incluían una especie de “pago” que hacían las familias para no ser molestadas por los muertos malos (de allí viene el famoso “trato o truco” —trick or treat— con el que los jóvenes americanos piden golosinas, que acá sencillamente gritan desaforados “¡jalogüín, jalogüín!” blandiendo tizas o pintura en la siniestra mientras cargan con su bolsita en la diestra).

¿Cómo llegó el jalogüín a nuestro peruanísimo suelo?, bueno, no es difícil de explicarlo, luego de la segunda guerra mundial, la influencia norteamericana en América Latina fue determinante y así, en el Perú, el delgado “Niño Manuelito” fue reemplazado por el panzón de “Papa Noel”, el humilde pesebre por el pino artificial con nieve artificial, el chanchito asado navideño por el pavo horneado del acción de gracias y el “día de la canción criolla” (nacido de una ley promulgada por el aristocrático Manuel Prado y Ugarteche en 1944), por un “halloween” que lo fue opacando con mayor fuerza en las últimas décadas.

De allí en más el cuento es conocido. La iglesia católica rechaza la fiesta por pagana pero “las mamis” (aun las de los colegios recalcitrantemente católicos) dicen que es “una exageración de los curas” y les organizan su fiestita, con disfraz y todo, a los chicos; los criollos se lamentan por la audiencia perdida a las jaranas pero siguen cantando canciones de hace cincuenta años casi sin renovación alguna y, para no perder un contrato, son capaces de cantar disfrazados si el que paga lo solicita; y los niños pobres del Perú se lanzan a las calles pintarrajeados o disfrazados con harapos con la esperanza de conseguir algunos caramelos y chocolates extras tocando timbres y amenazando con pintar el infame “tacaño” en los muros de los que no salgan a repartir dulces (claro, los niños ricos también salen con el disfraz recién comprado a través de “amazon” o traído del último viaje a “mayami”, pero ellos van acompañados de sus niñeras —rigurosamente vestidas de uniforme, no vayan a confundirlas— y sólo transitan por los barrios cerrados, cuyas tranqueras no podrán pasar los hijos de la plebe). Mientras tanto, los jóvenes, a los que aparentemente nada les importa, aprovechan la oportunidad para hacer sus “tonos” y, como en toda fiesta sociológicamente explicada, rendirle culto al exceso, ese dios de la adolescencia, ese “hago-lo-que-me-da-la-gana” hasta el alba del día siguiente que, paradójicamente, en un Estado que en su Constitución se declara “independiente y autónomo” de cualquier religión (artículo 50), ¡es feriado religioso! (Bueno, ese mismo estado “independiente y autónomo” invoca a “Dios Todopoderoso” en su preámbulo, con lo que agnósticos , ateos, panteístas y demás fauna, quedamos excluidos de plano de paraíso constitucional, pero ése ya es otro cantar...).

¿Es nocivo o demoníaco celebrar jalogüín y está santificado el “día de la canción criolla”?, ¿debemos preferir el valsesito peruano al “rock”?, ¿son las jaranas menos paganas que los “rave”?, ¿se sirve menos licor en una peña que en una discoteca?, ¿embriagarse con pisco es más patriótico que hacerlo con whisky?, ¿usan más drogas los muchachos que escuchan un CD de “Oasis” que los que oyen un disco de “Los Morochucos”?, ¿es la vida de Augusto Polo Campos un mejor ejemplo para la juventud que la de Jim Morrison?, ¿una composición de Chabuca Granda es superior a una de Queen?

Supongo que todas esas son preguntas equivocadas porque nadie en su sano juicio puede decir que es más patriótico ser un alcohólico pisquero que uno “whiskero”, tampoco creo que nadie discuta las cualidades musicales de Queen aunque nuestro corazoncito lata más por Chabuca, así como me parece improbable que alguien pueda afirmar que drogarse con cocaína “100% peruana” sea menos grave o más nacionalista que hacerlo con una norteamericana pastilla de éxtasis.

De lo que se trata acá es de un problema de identidad (el tema religioso se lo dejo a sacerdotes y fieles que verán cómo se ponen de acuerdo).

¿Quiénes somos y quiénes queremos ser?, ¿nos identificamos con nuestro pasado, lo conocemos, acaso, sabemos del pasado de esos otros que no somos nosotros?, ¿estamos orgullosos de nuestra historia o nos avergüenza o preferimos la historia extranjera o sencillamente no sabemos historia?, ¿vivimos dispuestos a construir una nación que aporte su bagaje cultural al mundo o preferimos ser absorbidos culturalmente por el país que se venda como la mejor alternativa?, ¿ser peruano significa algo para nuestros jóvenes que ven en casi todas las autoridades inmoralidad, corrupción, incapacidad y rapiña o están esperando la primera oportunidad y la primera visa para emigrar a donde sea?, ¿nos dice algo de nosotros mismos una marinera o un tondero o los sentimos tan extraños a nuestra realidad como un baile zulú?, ¿hemos aprendido a amar lo nuestro así como a respetar lo ajeno?, ¿entendemos nuestra propia diversidad y celebramos y compartimos con los pueblos del ande las fiestas del criollaje costeño?

Como siempre, quedan muchas preguntas y pocas pueden ser contestadas categóricamente, supongo que por allí hay que comenzar, construyendo nuestras respuestas y, con ellas, nuestra identidad. Yo, por mi parte, escucharé mañana y les pondré a mis alumnos (como lo hago siempre que puedo) “José Antonio” y “El plebeyo”, pero me cuidaré de criticarlos ácidamente si prefieren finalmente escuchar en su “iPod” a Queen y Mick Jagger antes que a Chabuca Granda y Felipe Pinglo.

Lima, 30 de octubre del año 2005