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Ilustración: Scott PicunkoPara empezar

Hay exiliados y exiliados. De eso no hay duda. Están, primeros entre los primeros, los que son arrancados de su país de mala manera, los que amanecen en un avión o en un barco porque el sargento tuvo compasión o porque el comandante tiene ya muchos cadáveres en su haber y es mejor un expatriado más y un desaparecido menos. Después están los que se fueron porque sencillamente se hacía irrespirable el aire de su país en esa oscuridad que son todas las dictaduras, nadie los perseguía, es cierto, pero ellos se sentían perseguidos y eso fue suficiente o demasiado. Los que se marchan porque simplemente el país “no da más”, porque la situación económica es insostenible y siempre es mejor trabajar como burro para vivir como ser humano que trabajar como burro para seguir viviendo como burro. Los que se van a “hacer la América” como lo hicieron los primeros españoles que llegaron por estas tierras hace más de quinientos años y de pastores de puercos terminaron como marqueses y gobernadores. Los que sencillamente se hartaron de todo y se van como huyendo de sí mismos y nunca sabrán que en realidad la partida es inútil porque de uno mismo nadie se escapa a no ser que se acuda a la generosa asistencia de un balazo en la cabeza, un buen salto al vacío o, en el peor de los casos, una ración abundante de raticida combinado con Coca-Cola. En fin, razones para ser un exiliado hay muchas y no había meditado en ellas hasta ahora en que las circunstancias me convierten en algo así como “exiliado snob”, un privilegiado en un mundo donde, en el mejor de los casos, hay que trabajar fanáticamente para obtener un lugar, una posición, un sitio en el nuevo mundo, un espacio en el nuevo alrededor al que se arriba. Esto me recuerda el famoso “exilio dorado” muy común en nuestras patrias latinoamericanas, así, cuando un sujeto que por a, be o zeta razones se convertía en una piedra en el zapato del régimen pero —cuando por otras a, be o zetas razones— no podía ser encarcelado, expulsado o desaparecido, se le daba una embajada en París o Katmandú —dependiendo de la importancia, trascendencia o información que tuviera el molestoso— y así se le mantenía contento y lo más alejado que se podía del centro del poder. Claro, con ese precedente es difícil decirse exiliado cuando sales de tu casa a un hotel, cuando viajas cómodamente en un avión, cuando pasas el control migratorio sin que nadie te mire con cara de sospechoso y, antes bien, te dan la bienvenida y ponen “aceptado” en una visa que hace rato se gestionó en un trámite que demoró dos horas cuando algunos llevan veinte años esperándola. Es difícil creerle a alguien que escribe desde la parsimoniosa tranquilidad de su hotel cerca al mar, sentado en un pulcro restaurante donde vestidos de blanco conversan media docena de exiliados —los otros, los que sí llegaron de prestado, los que obtuvieron sus papeles de a pocos, los que se pasaron trabajando diez o doce horas en dos o tres empleos para conseguir una vida aparentemente menos miserable, con casa propia, carro a la puerta, tarjetas de crédito y deudas suficientes para seguir creyéndose este sueño hasta el último día—, media docena de camareros amables —peruanos, cubanos, venezolanos— que se preguntan ya quién es este tipo que tomó desayuno a las once de la mañana, desapareció cuatro horas y regresó —con la camisa un poco más arrugada por una siesta feroz y depresiva que callo avergonzado— para comerse medio pollo al horno con puré y hablar con el compatriota que lo atiende de las nostalgias de una tierra que abandonaron hace veinticuatro años —el camarero— y sólo ayer —o antes de ayer, que para el caso unas horas más o menos no redimen ni acompañan. Pero ambos somos exiliados, él olvidándose palabras en nuestro idioma y yo tratando a tropezones de entender el diario en el otro idioma que inútilmente, por largos seis años, Miss Mesa trató de inculcarme. Él se llama Daniel, vivió en Pueblo Libre y emigró cuando yo aún cursaba la secundaria. Hablamos de la comida peruana, de las condiciones laborales en ambos países, de las distancias, del transporte público y de lo escandalosamente caras que son las frutas en este país donde ambos somos extranjeros. Es interesante ver cómo la distancia idealiza todo, “allá era diferente”, dice Daniel con nostalgia hasta que le pregunto por qué se fue del país y empieza con la lista de quejas patrias que tenía olvidada. Entonces recuerda por qué es un exiliado, cómo encontró posibilidades de trabajar que allá nunca tuvo y ya no le parece tan malo el empleo que tiene hace veinte años en este hotel. Porque, mi respetable Daniel, ni nuestro país es el infierno ni éste es el paraíso. Pero, claro, se sonríe cuando le digo que yo también me he exiliado y que, en principio, no ha sido voluntad mía sino ajena la que me movió tantas miles de millas hacia este norte donde los kilómetros no significan nada. Se sonríe porque me ve cómodo en el hotel de cinco estrellas, frente a la piscina donde una señora pasea sus carnes infames sin la menor consideración por la estética y donde —serán las clases, será el lugar, será el horario— no se ha aparecido aún ninguna de esas diosas de perfección publicitaria, blonda cabellera y minúsculos bikinis que desafían las aguas calientes y los tiburones. Se sonríe porque él se vino como pudo, su compañero de al lado cruzó las noventa millas famosas en balsa y la simpática morena que mueve las caderas más allá se largó, con lo que tenía puesto, de no sé qué país caribeño tiranizado por el sargento de turno. Se sonríe porque me ve escribiendo estas líneas en mi máquina portátil que no sé por qué no halla la conexión inalámbrica que ando buscando desde hace rato para revisar los correos electrónicos que me acerquen un poco a la ciudad que hace sólo unas horas abandoné y que me atrapa —como un ancla atada a los pies del pirata— a ese lugar y a esos tiempos a los cuales ya soy ajeno, de los cuales ya soy un extranjero. Sí, tengo todas las comodidades que cualquiera puede pedir, he dormido en una cama mullida, he comido atendido por la servicial cortesía de Daniel, me paseo por el hotel guarnecido por la impunidad de un plástico dorado y soy “el feliz poseedor” de la “visa para un sueño” por la que tantos —tanto— han sufrido. Sí, es infame, sin duda, pero yo también soy un exiliado.