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ShamuLa felicidad de Espartaco

Yo dije que no quería pero terminé cediendo en nombre de tolerancia. Así que nos trepamos a la camioneta y nos lanzamos a un largo viaje por unas carreteras cuyo único defecto es la monotonía. Todo está tan ordenado, tan señalizado, tan preparado, que aburre. La seguridad en estas autopistas es tan grande que pareciera que una vez al día alguien se estrella tal vez como un acto de protesta o para probar la efectividad del servicio de emergencias.

Debo confesar que, cuando voy de copiloto, sufro de una especie de narcolepsia producida por el hartazgo de la carretera; ni bien el automóvil ingresa a la rutina de la pista, me duermo. Así que del viaje poco puedo decir, me desperté trescientos kilómetros después cuando una tormenta feroz presagiaba mi desgracia.

Pasamos un tarde extraordinaria en compañía de Claudia, Rafael y el pequeño Ignacio. Todo estuvo muy bien, salimos a conocer la parte de la ciudad a donde no van los turistas y recorrimos las avenidas libres y poco congestionadas de este lugar cuya historia está ligada directamente a la fantasía de todo un pueblo y al sueño de un hombre que se hizo millonario con un ratón distraído, un perro torpe y media docena de patos cuyos vínculos familiares e inclinaciones sexuales son un misterio.

Pensé que me había librado de los famosos parques que le dan razón de ser a esta ciudad y me disponía, simple y feliz, a disfrutar de un fin de semana de conversaciones de sobremesa y paseos en coche por lugares que nadie visita.

Me equivoqué. Me distraje. Me vi copado, de repente, por una fuerza inmensa (dos mujeres, un niño y un entusiasta esposo) que, sin que yo lo percibiera, introdujo de manera soslayada el asunto de “qué parque visitamos mañana”. Cuando reaccioné era tarde, estaba pactada la hora y hasta una pareja amiga había sido convocada; o demostraba ser un varón tolerante o me arriesgaba a convertirme en el ogro malhumorado de las películas para niños.

Me negué a madrugar, detesto esos paseos con agenda donde cada paso está calculado y el tiempo medido de tal manera que se pueda hacer todo sin disfrutar de nada. Siempre he creído que en la diversión, como en el amor, hay que tomarse su tiempo.

Desayunamos con calma, vimos que el día se anunciaba tranquilo y nos aseguramos de que el aguacero de la víspera no se repetiría. Como a las once de la mañana partimos al parque especializado en el “mundo del mar”, el que, según me explicó Rafo, se halla menos atestado por no sé qué maravillosa razón que no entendí.

Estos centros de diversión son extensiones inmensas de tierra, lagos y bosques en donde se han construido las más delirantes atracciones que, cada año, convocan a esta ciudad a millones de personas de los cuatro puntos del globo. Familias enteras llegan con la ilusión de ser felices en un mundo mágico donde todos sonríen y son amables, vestidos con camisas coloreadas, pantalones cortos y zapatillas, sin importar si el que atiende es un adolescente o un septuagenario.

¿Pasarán por lecciones de sonrisa? —ahora que sé que los actores de una cadena latina local pasan por clases para homogenizar el acento, no me parece imposible. Todos sonríen igual, amable y desapasionadamente, como en los comerciales de pasta para lavarse los dientes.

Desde la entrada se nota que algo anda mal (aunque nadie se dé cuenta). Hay una fila inmensa de personas esperando por ser atendidas para comprar un boleto y hay unas veinte máquinas para adquirir boletos con tarjeta de crédito —esto en un país donde el más infeliz maneja tres o cuatro de esos plásticos. Las máquinas languidecen nostálgicas y abandonadas mientras que las cajas se encuentran abarrotadas, ¿qué puede ser?, me pregunto y la respuesta la hallo cuando, ya cerca de los aparatos automatizados, me encuentro con empleados del parque que ayudan a los clientes con las que imagino que son unas instrucciones incomprensibles... Me aproximo, empiezo a apretar botones según me va indicando un texto en la pantalla y en menos de un minuto tenemos boletos y recibo. Los que estaban antes que yo en las máquinas siguen peleándose con el teclado y los asistentes sudan la gota gorda para no perder su sonrisa.

Entramos, “no hay que caminar mucho”, me habían dicho y no fue cierto. Como para aliviar mi anunciado dolor me ofrecen una de las sillas con ruedas y motor a baterías que alquilan al ingresar. La rechazo de plano, hacerle compañía a las abuelas sobrealimentadas y a las tías adiposas me pareció intolerable, uno tendrá sus kilos, pero los carga con dignidad, serena y sudorosamente.

Para castigar mi soberbia el sol decide brillar ese día con la arrogancia de los que pueden. Yo, en chancletas y mangas cortas, empiezo a cocinarme lentamente como el que se extravía en el desierto. Ni me gustan los sombreros ni soporto ver el mundo a través de unos anteojos que todo lo oscurecen, así que el astro rey sigue banqueteándose con mi exceso de grasas. Enemigo de cremas y lociones, me niego a ser rociado por la última y revolucionaria versión “en espray” del bloqueador solar que me ofrecen con una amabilidad tan intolerante como la contagiosa felicidad plastificada que inunda todos los ambientes de este parque. El sol se mantiene implacable sobre mí.

Las gotas corren por mi frente y seguimos andando en busca de los delfines. En una laguna artificial hallamos una docena de esos animales que no sé cómo soportan el griterío a su alrededor. Niños, adultos, abuelos y abuelas, tíos y tías, primos y sobrinos, pelean por un lugar junto al borde para ver de cerca “a los mamíferos más inteligentes después del hombre”, para tocarlos y darles de comer (estratégicamente ubicada, la tienda de pescaditos sacrificados atiende a una fila inmensa de personas). Me mantuve alejado, “mira allá”, “qué lindo”, “qué ternura”, “¡lo toqué!”, y mil frases más llegaban a mis oídos como si se tratara de una estrella de rock o el incestuoso cabecilla de una secta mesiánica. Yo me mantenía incólume en el único rincón que hallé protegido del sol, Flipper, Sissy y sus innominados primos hermanos no recibieron mis suspiros.

La marea humana aumenta con el calor también. El sol me quema los pies y el escándalo es insoportable; los bebes lloran, los niños corren, las madres cambian pañales a la luz del sol, los padres cargan paquetes, bolsas, coches y maletines, ¡y todos están felices!

Vemos a otros animales marinos en nuestro viaje hacia uno de los auditorios del complejo turístico. Allí somos testigos de un espectáculo que incluye delfines, loros y hasta un cóndor sudamericano. Pura coreografía, pura puesta en escena, pura organización. El auditorio aplaude emocionado mientras intento saciar inútilmente mi sed con una gaseosa insolentemente dulce. Una hora de espera, veinte minutos de malabares marinos y aéreos y una multitud de varios cientos de personas que abandonan el lugar en manada y abarrotan, de inmediato, las pocas cafeterías que existen con su cuota ambicionada de aire acondicionado.

La comida es llanamente mala. Pero ese no es un problema del parque de diversiones, es un problema del país. Lo más sabroso es lo que lleva toneladas de grasa y azúcar en su composición. Hasta los dulces son más empalagosos y las frituras más cargadas, como si la producción industrializada de alimentos los hiciera cada vez más rudos, simplones y poco alimenticios —y lo digo yo, que nada tengo contra la buena mesa.

Pero la jornada no ha terminado, la actividad central se encuentra en un inmenso auditorio al que se llega tras una larga caminata, cruzando un puente y avanzando rodeado de centenares de personas sudorosas que se detienen a cada instante a tomarse una foto, filmar un paisaje, conversar, comprarse una bebida o sencillamente mirar el alrededor maravillados como si contemplaran la Pietá, las Pirámides o Machu Picchu. Todos, evidentemente, sonríen; todos menos yo.

El aire está caliente, más caliente, las nubes no prometen nada, el sudor recorre mi cuerpo con descaro y el sol se ensaña conmigo. Todos los demás parecen flotar protegidos por una energía negada a mi mal humor.

Llegamos. El espectáculo consiste en los saltos que tres orcas realizan junto a un par de entrenadores sonrientes cuyas fotos infantiles nos recuerdan que “sí se puede” y que “los sueños pueden hacerse realidad” con sólo empeñarse en el asunto. Porque ésta no sólo es una tienda de felicidad, también es una fábrica de sueños donde —para bien de la tía “Bisa” y el tío “Mastercar”— se acepta tarjeta de crédito.

Una muchacha tallada por la natación empieza a monologar frente al público, rinde homenaje a los “veteranos”, el público aplaude emocionado y, una vez obtenida la atmósfera, habla de los sueños y de sus sueños para presentarnos a la ballena asesina que esta vez se halla un poco renegona y se niega a cumplir con las órdenes de los entrenadores que tienen pocos recursos para hacer entrar en disciplinada razón a un mamífero marino de tres toneladas que se desliza en y sobre el agua con la ligereza de una bailarina de ballet.

Mientras observa cómo sus hermanas danzan a las órdenes de sus entrenadores como si fueran gráciles autómatas, la orca rebelde da vueltas alrededor de la pileta como los depredadores lo hacen con su alimento. Los jóvenes y sus ayudantes no se animan a realizar un espectáculo muy atrevido hasta que Shamu, que así se llama la rezongona (vaya uno a saber si no la cambian y le dejan el mismo nombre), se anima, se marea, queda hipnotizada o se aburre de no recibir aplausos y decide realizar sus piruetas. Otra vez todo ordenado, todo preparado y producido, lo único natural que allí existe es el sol que me espera un poco más allá de la sombra protectora, mi hambre y el mal humor atemperado de la ballena.

Cuando termina el espectáculo y mientras miles de felices y extasiados turistas abandonan el auditorio, pienso, viendo a los entrenadores tomándose fotos con los niños —cuando las ballenas ya han sido retiradas a su prisión dorada— cómo se sentirían los gladiadores de la antigüedad, aparentemente poderosos, grandes, fuertes, afamados, adorados y aclamados por la multitud, deseados por las libertinas romanas —y por sus liberales maridos—, amos y señores de la arena, reyes de su espacio en el coliseo y esclavos, célebres esclavos, en su maravillosa prisión con sirvientes y cortesanas. Pensaba —aguafiestas yo— en Espartaco y me imaginaba a Shamu, harta del calor artificialmente atemperado de la Florida, harta del cautiverio, harta de su celda de plástico transparente y harta de la pasmada felicidad de los turistas, devorando a su primer y sonriente entrenador en nombre de su mar, su fuerza y su libertad.