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Fotografía: Alan ScheinLa flechita verde

Sigo analizando las leyes de esta ciudad y estoy convencido de que aún no soy pasible de obtener una licencia de conducir. Si me preguntaran mi interpretación de la norma, yo diría que no soy residente, que estoy de paso, que no radico acá más de seis meses y que, por ende, bastaría la licencia que traje de mi país para poder manejar libremente por estos lares. Claro, pero todos los demás no piensan lo mismo. A quien le preguntaba me decía “saca la licencia, es indispensable para identificarse”, porque parece que en este país uno se identifica con el permiso para manejar el auto (o sea, ¿quien no maneja no existe?, a veces pareciera cierto). Medio aburrido del “sí pero no” en el que me veía embarcado a cada momento decidí ajustarme a la sabiduría del “vox populi, vox dei” y averigüé los procedimientos para conseguir el bendito documento.

Primer dato: acá todo empieza en Internet y termina en el correo. Lo primero, revisar la página web donde señalan los requisitos: visa en regla, licencia anterior y partida de nacimiento (segundo dato: sin la partida de nacimiento ningún trámite es posible aunque una vez que tienes la partida en la mano nadie te la va a pedir). Hay que llenar un formulario electrónico y solicitar una cita a través de él. En realidad son dos citas, una para el examen teórico (que todos llaman “escrito” aunque nadie “escriba” nada porque se toca una pantalla para responder) y otra para el práctico (“de manejo”, si es que a andar con el carro quince minutos por la playa de estacionamiento de un centro comercial puede llamársele “manejar”). Además se debe imprimir y completar un formulario “para agilizar los datos” (tercer dato: el formulario lo llenas por las puras porque nadie te lo pide, nadie lo mira, nadie le hace caso). Las citas no son inmediatas así que uno puede esperar algunas semanas.

Si bien pensé estudiar las reglas y practicar el manejo para estar preparado para “el día”, muy a nuestro estilo latinoamericano, esperé hasta la hora undécima para hacerlo. ¡Y vaya jornada la que me esperaba!

Sólo fue en la mañana previa a mis exámenes cuando me lancé por las autopistas de esta ciudad —verdaderas telarañas voladoras que se cruzan en el aire como asombrosos malabares de concreto. La dejé a Ella en su oficina y me aventuré por las calles y carreteras sin más guía que mi despistado sentido de ubicación y sin otro propósito que retomar la fluidez con el timón. Estuve varias horas dando vueltas, me detuve en un café, devoré una deliciosa tortilla de jamón y me puse a leer el reglamento mientras me tomaba un jugo de naranjas recién exprimido (un pequeño lujo en una ciudad donde todo —hasta las conciencias— está envasado o es de plástico). Meche —mi amiga hasta el tuétano— me llamó por teléfono, interrumpí la lectura del manual y acepté almorzar con ella.

Abandoné el café que me albergaba y me lancé nuevamente por las carreteras, superé el tráfico del mediodía (cuarto dato: acá todos almuerzan a las doce y cenan ¡a las seis de la tarde!) y me encontraba ya a tres calles de la casa de Meche cuando me crucé con un patrullero (quinto dato —para despistados totales acostumbrados a la criollada—: los policías de esta ciudad son insobornables —al menos al nivel de una multa de tránsito— y es imposible “conversarlos” a la usanza nuestra, sólo por insinuarte te pueden meter preso y acá no hay tío comandante que valga).

No sé si sería la proximidad del examen o ver que el uniformado traía cara de pocos amigos, lo cierto es que me puse ligeramente nervioso. No quería adelantarlo pero fue imperioso, él iba muy lento —como el depredador al acecho de su presa— y quedarme atrás hubiera sido más sospechoso que rebasarlo. Lo pasé, lo pasó otra camioneta y, en eso, me encontré con el semáforo en rojo. Tenía que hacer una curva a la izquierda y la flecha verde que me autorizaba el viraje se había apagado hacía unos momentos. Me detuve con la luz roja, pasaron unos minutos y se encendió la luz verde pero se mantuvo apagada la flecha. Dudé. ¿Volteo o no volteo? (¡por qué no leí esa página del reglamento!).

No tenía la menor idea de cómo proceder y me hallaba más dubitativo que Hamlet con su calavera hasta que miré por el retrovisor y me encontré con la señora de la camioneta que estaba detrás de la mía hecha un energúmeno y moviendo histéricamente los brazos como gritándome “¡avanza idiota!”; así que avancé. En ese instante supe que si la mujer había sido tan expresiva, el policía —que se encontraba mirando toda esta escena desde la platea de su automóvil— estaría a punto de encender sus luces; así que —resignado— volteé lentamente y me puse a la derecha. Avancé muy despacio mientras la respetable vieja me rebasaba a toda velocidad diciéndome no sé qué cosa aunque intuí que se refería a mi sagrada madrecita.

Transcurrieron cuatro segundos y por el espejo vi cómo el patrullero se transformaba en una especie de ovni lleno de luces multicolores. Me hice a un lado y me detuve de manera tal que los carros pudieran seguir su camino sin evocar airados a mi santa progenitora. Recordando el manual (¡esa parte sí la leí!), bajé la ventana y puse las manos sobre el timón. El policía se tomó su tiempo (que a mí y a mis intestinos nos pareció una eternidad), habló con alguien por la radio (mientras yo me sentía uno de esos asesinos múltiples y fugitivos que en las películas caen en manos de la policía por una torpe infracción del reglamento de tránsito), esperó, volvió a hablar, espero, habló y bajó.

Se acercó lentamente y con una seca amabilidad me pidió mis documentos. Mientras los buscaba le dije que el carro era alquilado (“sí, ya lo sé”, fue su comentario desdeñoso) y que no era ciudadano de ese país (“ajá”). Le entregué mi licencia extranjera y mi documento de identidad. Mientras revisaba mis papeles me preguntó: “¿qué sucedió?”, y le expliqué que estaba aguardando “la flechita verde” para poder voltear y él me dijo que bastaba con la luz verde para virar a la izquierda y que yo había estado “obstruyendo y obstaculizando el tránsito” y que esa era una infracción. Insistí amablemente con lo de “la flechita verde” y él me ignoró con una esterilizada gentileza mientras leía mis datos. De repente su rostro se transformó, de la indiferencia al asombro: “acá dice que este documento venció el año pasado”, me dijo. Me puse lívido, mis intestinos empezaron a sublevarse, pero me controlé. Serenamente pedí ver los documentos... Debo confesar que me tomó varios minutos explicarle al oficial la diferencia entre “expedición” y “expiración”, sutilezas verbales que su mal español tardó en procesar.

Me devolvió los papeles desganado (sexto dato —me lo contaron después—: es muy complicado ponerle papeleta a un turista porque no tiene registro en la ciudad, así que las infracciones leves las dejan pasar —obviamente es de suponer que por las graves igual vas preso—) y me dijo: “tenga cuidado la próxima vez y ya sabe, la flechita verde no es indispensable para voltear”, y me dejó ir mientras mis intestinos y yo seguíamos imaginando cómo serían las celdas de la comisaría adonde pude haber ido a dar con mis huesos.

Almorcé con Meche en un delicioso restaurante argentino —un bife de chorizo alivia cualquier angustia— y le conté lo sucedido mientras me prometía estudiar el manual hasta el agotamiento. Sin embargo, entre los pañales de la hija, las compras del supermercado, el colegio del hijo y el lonche hogareño, se me pasó el día y no terminé de leer el reglamento de tránsito.

Al caer la noche fui a recogerla a Ella a la oficina y me guió hasta el mismo local donde rendiría mis pruebas al día siguiente. “El escrito es fácil, si estudias; el práctico se puede complicar si te distraes, te voy a enseñar la ruta”, así que hicimos varias veces el mismo camino —dentro del estacionamiento de un supermercado— con el que Ella había aprobado unos días atrás y, aparentemente, demostré la destreza suficiente para no hacer el ridículo, aunque los acontecimientos de “la flechita verde” me hicieron presagiar el desastre...