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En el plazo máximo de treinta díasEn el plazo máximo de treinta días

Susan me dijo que fuera “allí, donde están todos”, así que, obediente, marché a ese rincón, justo a las puertas de una cafetería donde una docena de personas se hallaban entre nerviosas y preocupadas. Hasta este lugar no llegaban las virtudes del sistema ni del aire acondicionado, estábamos bajo el sol de fuego, cobijados por la tenue sombra de una escalera. Varios fumaban y el ambiente era tenso como en la sala de espera de un hospital donde la parentela aguarda impaciente las noticias del médico que continúa en el quirófano acomodando las tripas de algún pariente querido.

He descubierto que todos tienen necesidad de hablar, esa humana debilidad de contarle al mundo nuestras experiencias, y a mí me encanta escuchar. Así que pronto hallé a un compatriota, se llamaba Daniel (¿o era David?) y estaba “de paso”. Me interesé por su caso, ¿por qué una persona “de paso por la ciudad” tendría la obligación de obtener una licencia de conducir? “Bueno, es que mi hija vive acá y venimos a visitarla con frecuencia y puede ser que permanezcamos por acá una temporada con mi señora...”. “Otro que se queda”, pensé. Lo cierto es que el buen Daniel, un jubilado de ya no me acuerdo cuál ineficiente ministerio público, con sus cincuenta y largos años encima, estaba desolado, “ayer me jalaron, es que detrás de esos arbustos hay una señal y si te la pasas te jalan, así de simple, ‘el PARE es sagrado’, me dijo el examinador cuando me devolvía el papel descalificándome y recomendándome que practique un poco más para dar de nuevo la prueba, ¡imagínese jovencito!, como si uno no supiera manejar, uno que lleva más de treinta años conduciendo por las calles de nuestro país, ¡ese sí es un reto!, con las combis, los micros y los taxistas, ¡eso es cosa seria!, ¿no es cierto joven?”.

Afirmé con un gesto y con un aire nostálgico mientras recordaba a la pobre chata, ella también había emigrado unos meses atrás y había tenido que realizar los mismos trámites, rendir los mismos exámenes, vencer la misma burocracia y aún hoy se indigna cuando recuerda que la primera vez que se presentó a la prueba de manejo también la descalificaron. “El tipo era un obtuso, gordo, un obtuso, ¿me entiendes?, no puede ser, no puede ser, una que toma sus precauciones y el sujeto ése que dice que no, que así no es y me descalifica, no hay derecho, gordo, no hay derecho”, y por supuesto que no hay derecho porque la pobre chata estaba haciendo lo que cualquiera de nosotros haría previsoramente en nuestra América Morena, “entonces llegamos a un semáforo y estaba en verde y, obviamente paré, pero paré un poquitito, sólo un ratito, ¡oh, qué gran pecado ser cuidadoso!, ¿qué pretendía?, ¿que siguiera de largo sin mirar si por la derecha venía alguna bestia pasándose la luz roja?”.

Estaba riéndome solo recordando el cuento de la chata cuando se nos acercó un muchacho que no tendría más de veinticinco años, pálido, flaco, con cara de turista extraviado, y nos preguntó “¿acá se espera?”, Daniel dijo que sí y enseguida el nuevo se sintió en compañía, caribeño al fin, empezó a contar sus peripecias de exiliado, sus viajes por las carreteras de “este gran país”, sus líos con la policía por “errores de la juventud”, sus pretensiones de “trabajar en lo que sea, juntar un dinero y volver a mi patria para poner un negocito” y su preocupación por este examen “porque me han dicho que los inspectores son realmente bravos, pura candela, chico, no te perdonan ni una, dicen que el PARE...”, “¡es sagrado!”, lo interrumpimos Daniel y yo al unísono. Entonces conté la anécdota de la chata y ambos se solidarizaron con ella, “por supuesto, hizo bien en detenerse como precaución, si no, pueden matarla, ¡con tanto animal manejando!”, exclamó Clodomiro, que así se llamaba el muchacho. “Por eso cuando en esta ciudad hay un choque, es múltiple, porque estos tipos no saben reaccionar, se creen eso del rojo y de las señales y del respeto al reglamento y pasan por el semáforo sin siquiera ver a los costados, ¿y qué sucede?, lo de siempre, terminan con el otro automóvil incrustado”, agregó Daniel.

Atraídas por el entusiasmo de la cháchara debajo de ese sol feroz, se acercaron dos simpáticas muchachas, Yesenia y Maitén. Ambas eran bastante jóvenes, dicharacheras y agradables, difícilmente tenían más de veinte años, estaban nerviosas por el examen y hacían mil preguntas sobre “¿cómo crees que será?” y Clodo (“díganme así, que así me llama todo el mundo”) se encargaba de satisfacer sus curiosidades con respuestas inverosímiles y cargadas de un persistente galanteo rudimentario, “no se preocupen chicas, cuando el examinador las vea las aprobará por lo lindas que son”, ellas reían nerviosas y celebraban las palabras del galán de barrio. Ninguna tenía muy claro cómo manejar aunque ambas declararon que practicaban “por la casa” y que necesitaban la licencia “para el trabajo”.

Una, Yesenia, la ecuatoriana, trabajaba en agotadores turnos en unos almacenes gigantescos donde la gente va a comprar ropa de marca pero pasada de moda a precios ínfimos, contaba que los clientes pasaban “como marabuntas” y que lo que no les gustaba lo dejaban tirado en el suelo, “reponedora” es su cargo y tiene que ordenar todo lo que los demás desordenan. Se quejaba diciendo que tenía “la espalda rota” de tanto agacharse y que ya estaba cansada de tanto caos. La otra, Maitén, era nicaragüense, y estaba feliz con su empleo, era la encargada de controlar el ingreso de los vehículo en un condominio “de esos inmensos que abundan por acá, tiene como quinientas casas, pero hay más grandes, mi turno es de noche así que casi no hay trabajo, salvo los fines de semana, por lo que aprovecho para estudiar”.

De pronto, y sin proponérnoslo, éramos parte de un entusiasta diálogo entre las dos jovencitas que de los temas superficiales enrumbaron aceleradamente a lo concreto, intercambiaron información salarial y Yesenia descubrió que le pagaban una miseria. “Aprovecha, llevas el curso de vigilancia, donde te enseñan a manejar el programa de control, das el examen y de inmediato consigues trabajo”, “¿es caro?”, “no, para nada, además apenas te contratan te dan el uniforme y te lo descuentan por partes, anímate, justo en mi condominio están buscando gente”, la conversación ya estaba en punto de ebullición y todos metieron su cuchara. Los detalles convirtieron esta mezcla de acentos en una especie de confesionario público, los asuntos se hacían cada vez más personales (la humana necesidad de hablar) y ya sabíamos que Yesenia tenía un hijo, que Maitén andaba decidiendo con qué novio quedarse, que Clodo era casado (“aunque no soy fanático”) y que Daniel ya había conseguido “una peguita” de medio tiempo en una tienda de útiles de escritorio y que pensaba quedarse “porque la pensión allá es un insulto”.

En medio de ese barullo, escuché mi nombre, lo dijeron dos veces, casi con espasmódico apuro, volteé, vi la cara de pocos amigos del tipo que llamaba y marché silencioso a su encuentro. Todos me alentaron como si fuera el viejo caballero de las leyendas que se lanza a la desquiciada, pero hermosa faena, de cazar al dragón que asuela bosques y poblados...

¿Lo demás?, es lo de menos. Todo igual, todo previsible. Manejar como jamás se manejará en las calles, mentirnos todos, guardar apariencias y seguir el patrón que ellos quieren que sigas para poder meterte preso si es que causas algún desastre. Lo cierto es que funciona, aún no comprendo bien cómo, pero funciona.

El examinador, que se limitó a dar instrucciones sin casi un gesto de humanidad en el rostro, sólo sonrió muy ligeramente cuando, después de que yo estacionara el carro con la delicadeza con la que se danza con una princesa de porcelana, me dijo “está aprobado, vaya a la ventanilla cuatro a finalizar con el trámite”.

Un poco más de espera, un poco más de paciencia, un par de firmas, un papel, común y silvestre, con un número y una rúbrica rudimentaria garantizando que la licencia llegaría “en el plazo máximo de treinta días”. Hoy se cumplió el mes.

Ya lo había dicho, acá todo comienza en Internet y termina en la casilla de correo. Hoy la visité. Esperándome, liviana como bailarina pero tan sólida que es el único documento de identidad que te piden para cualquier trámite, se encontraba allí, tímida pero entera, atrincherada en un rinconcito, mi colorida, radiante y jamás mancillada, licencia de conducir.