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Si quieres anda a la casa...Si quieres anda a la casa...

Media hora fue suficiente. Me hallaba allí, arrinconado por la música atronadora y los cuerpos movedizos, ligeros de ropa y sudorosos, que marcaban el ritmo de una de esas canciones melosas y pegajosas que hablan de un amor perdido o de la chica linda pero infiel a la que se le perdona todo porque unas buenas piernas siempre merecen una última oportunidad. Mis compañeros de noche ya se encontraban involucrados con lo que allí sucedía y se hallaban inundados del “espíritu” de la noche. A mí me era imposible articular palabra por la sencilla razón de que mi voz no podía pasar a través de la música, excesiva como los adolescentes —con identificación falsa— que colmaban el lugar. Me negaba a maltratar mi garganta, suficiente daño le había infligido a mis oídos como para seguir torturando mi cuerpo en nombre de esta felicidad a media luz.

Como Ella me conoce bastante bien como para saber, aun en mi más enmascarada actitud, si me encuentro cómodo o no en cualquier lugar o circunstancia, se me acercó discretamente y me dijo muy al oído para poder escucharla: “si quieres anda a la casa, a mí me lleva Eugenia”, yo asentí y agregué muy pegado a su oreja: “pero antes daré una vuelta”. Muy discretamente, unos minutos después, me escabullí por un pasadizo humano que se había formado entre el final de una canción y el estridente comienzo de la siguiente.

Casi sin darme cuenta ingresé al ambiente que alguna vez fue la sala de esta vivienda convertida en el templo de los cuerpos afiebrados por los rítmicos compases de la música latina. Me encontré con un gran espacio en el que no vi ningún mueble, era un lugar limpio de todo adorno y ajeno a cualquier decoración dentro del cual la única construcción notable era una plataforma cuadrada de unos tres metros por lado que se hallaba al centro a una altura de unos sesenta centímetros y allí, trepados como en una exhibición, se encontraba un número para mí impreciso de jóvenes que se movían armoniosa y sensualmente al son de la música. Las mujeres superaban a los hombres y aquellas que no tenían pareja o bailaban entre ellas o sencillamente movían cadenciosas y solitariamente las caderas hasta que algún entusiasta hijo de Adán se acercaba —generalmente por detrás— como en un ritual de apareamiento que cualquiera de nosotros probablemente ha visto en el canal de National Geographic. El único mueble que hallé cerca de una puerta, luego de completar mi inspección ocular, fue una pequeña cabina de música, con apariencia de improvisada, que de cabina no tenía nada porque se trataba de una mesa de madera con una serie de modernos aparatos encima que eran manejados habilidosamente por un sujeto que no superaría los veinticinco años y en cuyas orejas descansaban unos audífonos gigantescos. En la siniestra sostenía una casi exhausta botella de cerveza; de repente, uno de los camareros que por allí pasaba arrebató con delicadeza la botella de la mano del “di-yei” y, con el mismo gesto, colocó otra, sudando de frío y generosamente colmada, que el probó y aprobó mientras con la derecha apretaba un par de botones y el final de la canción que se estaba escuchando se mezcló con el comienzo de la siguiente que prometía ser más escandalosa, así que los cuerpos en la pista no se dieron descanso y continuaron meneándose afanosamente.

Salí de aquella sala y me encontré en la puerta por donde habíamos entrado y por donde supuse que saldría. Allí me apoyé en una esbelta columna que se alzaba a mi lado; junto a mí se encontraba, con rostro inexpresivo, el joven vestido de negro que controlaba el acceso a la discoteca. A sólo dos metros brillaba la barra y allí permanecían, impecables e incansables, las tres muchachas de los minúsculos y apretados vestidos que hacían de “bar-güimens” a todos los gandules que con ojos ávidos se acercaban por su cuota de licor. Parsimoniosamente, casi con desinterés, me puse a ver, desde mi privilegiada posición, a quienes ingresaban. La fauna era, sin duda, digna de un concienzudo análisis sociológico: las parejas de edulcorados amantes agarraditas de la mano, los grupitos de chicas en búsqueda de una emoción nocturna (con faldas brevísimas, ombligos con llamativos aretes, abdómenes rígidos a fuerza de ejercicios interminables, cabellos sueltos, maquillaje encubridor de inocencias, muslos torneados y actitud de femme fatale indispensable para las circunstancias), los muchachotes de cacería (actitud de gallito, pecho enhiesto, mirada altanera como del que está a punto de empezar una pelea, ropa apretada, pelo recién pasado por la secadora y toda esa parafernalia característica de todo “metrosexual” —palabreja relativamente moderna que sirve para designar a aquellos que se pasan toda la mañana del sábado en la peluquería reacondicionándose el cabello, haciéndose limpieza facial, limándose y pintándose las uñas, mirándose adónicamente y enamorados de sí mismos en todos los espejos, pero, eso sí, muy seriecitos porque “soy bien macho, ¿okey?”), las recataditas esperando la inspiración de la mano de un par de daikiris para soltarse las trenzas sin vergüenza, los solitarios voyeuristas fantaseando con las caderas ajenas, las feas ansiosas de levantarse al primer borrachín entusiasta que encuentren, el chato con cadenas de oro al cuello y una modelito despampanante tomada dificultosa y sospechosamente de la cintura, la temerosa, el temerario, la dócil, el tímido, la fácil, el torpe, la deslumbrante, el deslumbrado, ellas, ellos y yo.

Veía también desde mi minúscula trinchera, más con curiosidad que con envidia, cómo al salón VIP, que se encontraba en el segundo piso, ingresaban sólo algunas personas, otras hacían el intento con su mejor sonrisa pero eran rechazadas serenamente por los dos guardias que allí estaban apostados. Volteé donde el encargado de vigilar la entrada, que estaba a mi lado y a quien hasta el momento no le había dirigido la palabra, y le pregunté de sopetón: “¿esa es la zona VIP, cierto?”, asintió, proseguí, “y, ¿qué cualidad especial hay que tener para ingresar allí?”, lacónicamente respondió: “hay que pagar el doble en la entrada”, “¿nada más?”, “nada más”, repitió siempre sin inmutarse.

Desilusionado por tan pedestre, monetaria y vulgar discriminación, decidí que ya había visto lo suficiente como para contarles a ustedes mi experiencia nocturna en las discotecas de esta ciudad, así que le dije a mi eventual compañero: “bueno, creo que ha sido suficiente locura por esta noche, ¿me abres la puerta?”, él se sonrió por primera vez, como diciéndome “acá no acaba el baile” y señaló una puerta de vidrio que se encontraba atravesando una de las pistas de baile y por la cual vi, cuando recién llegamos y me arrinconé contra los ventanales, que salían todos aquellos que querían fumarse un cigarrillo. “¿Por allá?, pero...”, pregunté medio aterrado por la idea de pasar en medio de toda la fiesta, y el cuidador me atajó un inapelable: “lo lamento, la salida es por allá...”.

Sólo entonces descubrí que mi aventura nocturna no había terminado...