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¿Tiene reserva?¿Tiene reserva?

Cuando Ninette colgó el teléfono de su oficina sabía que algo iba a salir mal, esa nueva agencia que la corporación había contratado para encargarse de los viajes de sus ejecutivos le daba mala espina y eso, sumado a su prodigiosa mala suerte como viajante y pasajera —que incluía haber perdido el vuelo que la llevaría a su fascinante luna de miel parisina para terminar su noche de bodas en el hotel del aeropuerto de esta ciudad anodina junto con su mejor amiga y su hermana, amén de varios sobrinos, compartiendo la única habitación que quedaba disponible—, la hizo desconfiar del futuro viaje de negocios.

Normalmente, ir de su pueblo a la ciudad es algo rutinario, hay vuelos diarios y continuos que aseguran una comunicación constante y fluida que lleva y trae turistas, comerciantes, productos y mercancías, sin mayores trabas ni problemas. Esta visita suya tenía un claro y puntual propósito, entrevistarse con el agente de una famosa modelo que prestaría su rostro para la campaña anual de la línea de maquillaje de una famosa marca de cosméticos que ella representaba. Sabía que las negociaciones iban a ser duras, así que preparó muy bien sus propuestas y argumentos con la esperanza de salir de esa reunión con el contrato firmado.

Toda la semana previa tenía un sinnúmero de reuniones y pendientes que sólo le permitían volar la tarde del jueves para dormir esa noche en la ciudad y llegar puntualmente a las nueve de la mañana a la oficina de modelos que quedaba cerca al centro, en “La Plaza”, un moderno conjunto de edificios que incluían viviendas, hoteles y comercios. El mismo viernes, después del consabido almuerzo protocolar de negocios, volaría de regreso porque esa misma noche la esperaba la fiesta de cumpleaños de su sobrino predilecto.

Coordinó todo con precisión, habló con todos los que había que hablar, revisó la agenda, pidió que le reconfirmaran la cita, la hora del almuerzo, los números y horarios de los vuelos y la reserva en el hotel donde se hospedaría; no quiso dejar nada al azar y le hizo saber a la agencia de viajes que necesitaba que todo anduviera correctamente porque ella contaba con el tiempo justo para llegar a su destino, descansar, acudir a su reunión, ofrecer el almuerzo y retirarse al aeropuerto justo para tomar el avión de regreso. Lola, la secretaria de la agencia, le dijo que no se preocupara, que todo estaba en orden y que ellos ya se habían encargado de todo para que “su viaje con Mercurio Tours sea una experiencia inolvidable”.

Si bien no le gustaba el tonito condescendiente y sabiondo de la secretaria, pensó que su preocupación era un exceso de celo y decidió relajarse. Mientras el taxi la llevaba al aeropuerto, iba pensando en el hotel Sherat donde se alojaría, saboreaba ya las delicias que cenaría en el famoso restaurante de la terraza, imaginaba cómo se regalaría con una copa de buen vino y gozaba a priori del tibio y reconfortante jacuzzi que la esperaba para relajarse en su habitación. Decidió que se acostaría temprano para disfrutar de ese colchón, amplio y mullido, y para extraviarse entre esos infinitos y delicados cojines que se desbordaban de una cama digna de reyes. Sí, el Sherat del centro era una maravillosa idea. Se congratuló de su decisión, y aunque el hotel se hallaba un poco lejos de “La Plaza”, no se preocupó, madrugaría, visitaría el gimnasio, se daría un duchazo e iría, fresca y radiante, a su negociación.

El vuelo entre el pueblo y la ciudad fue tranquilo pero incómodo. No pudo dormir porque durante los noventa minutos del viaje anduvo martillada por los gritos famélicos, primero, e histéricos, después, de una niña de poco más de un año cuya previsora madre no había llevado leche suficiente para saciar su hambre. El agua proveída por la gentil aeromoza no fue suficiente para aplacar las necesidades de la niña y el griterío no cesó hasta que el avión pisó tierra en la ciudad. Pero Ninette no perdió la paciencia, al contrario, sonreía porque en el Sherat iba a descansar como una reina.

Un provisto y previsor maletín de mano le evitó la insoportable espera del equipaje y pudo abandonar el lugar pronto a bordo de un taxi que Mercurio Tours se había encargado de contratar para ella. Recorrieron media ciudad y llegaron, como estaba planeado, al hermoso hotel Sherat del centro, donde la recibió un amable botones que cargó su maletín hasta la recepción.

Cuando dio su nombre, la dama que atendía pidió que lo deletreara, ella accedió algo impaciente: “ene, i, ene, e, te, te, e, ni-net”, dijo ella y la dama siguió apurando inútilmente las teclas de la máquina. ¿Está segura que tiene una reserva”, “indudablemente”, “espere un segundo, por favor”. Preguntas van, respuestas vienen y “lo lamento señora, pero no usted no tiene una reserva a su nombre”. Quejas corren, explicaciones regresan, discusiones, administrador y demás detalles olvidables y la frase de sus labios escapada: “yo tengo una reservación en el Sherat” y alguien iluminado y una llamada telefónica y “¡Sí!, hay una habitación reservada a nombre de la señora Ninette en el Sherat de La Plaza”, “¡imposible!”, dijo ya de mal humor, “yo lo pedí en el Sherat del centro, en este y no en otro, no voy a ir allá, es lejos y no me acomoda, por favor, cancele la reserva”, “pero, señora, si usted desea una movilidad del hotel la llevará a La Plaza de inmediato, sin cargo alguno”, “no gracias, prefiero buscar otro hotel”, “señora, usted está en su derecho, pero le recomiendo que tome esa reserva, porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”, “usted no entiende, señor, no deseo esa reserva, pero sí deseo un taxi, por favor”.

¿Fue el orgullo, fue la molestia con Mercurio Tours —esos incapaces—, fue la sensación de poder hallar lo que buscaba? Nunca lo supo, lo cierto es que se trepó al taxi que le consiguieron y empezó a recorrer la ciudad. El segundo hotel al que llegaron fue al Intercon, dice que alguna vez fue el más lujoso de la ciudad con más de quinientas habitaciones, “un cuarto por favor”, “¿tiene reserva”, “no, pero...”, “lo lamento, señora, no hay cupo”, fue la respuesta que obtuvo. Felizmente el taxista, conocedor de las carencias de esos días, decidió esperar y vio cómo Ninette salía apresurada del Intercon, preocupada por perder su movilidad, y le pedía al conductor que la llevara al Jaiya, otro prestigioso y elegante hotel. “¿Tiene reserva?”, “no, pero”, “no hay sitio, lo sentimos”, fue la respuesta. No desmayó. Visitó el Marrio, el Radiss, el Dosárboles, el Cuatrostaciones, el Seisembajadores y ¡nada! Nada más que gentiles disculpas de los encargados que le explicaban que todo estaba vendido y que si no tenía reserva sería imposible que encontrara un lugar libre “porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”.

A las dos de la madrugada, luego de recorrer media ciudad, y cuando el taxímetro marcaba ya una pequeña fortuna, llegó a un hotel localizado en medio de un moderno centro empresarial, donde se levantaban también edificios de vivienda y comercios. Ninette ni siquiera miraba los nombres de los hoteles, sencillamente entraba medio derrotada y preguntaba al conserje, casi sin aliento, si es que había una habitación disponible, le repreguntaban a ella el consabido “¿tiene reserva?” y, al decir que no, recibía cada vez la misma negativa respuesta e idéntica explicación. Nunca antes detestó tanto los yates.

Llegada a este último hotel, agotada, sin haber cenado, sin jacuzzi ni colchones, hizo lo mismo. Ya sin ganas se acercó al mostrador y preguntó, sin embargo, esta vez el conserje sonrió casi aliviado y le dijo: “está con suerte, señorita, hace unas horas una señora medio alocada se equivocó de hotel, llamó desde el local del centro, se quejó y canceló su reserva, debe estar hasta ahora buscando sitio porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel. Lo cierto es que tenemos esa habitación disponible para usted”. Ella abrió los ojos y lo miró casi con furia, casi con cólera, casi con odio. “¿Cómo se llama este hotel?”, preguntó secamente. El hombre contestó con esa inalterable y plastificada sonrisa fingida de aviso publicitario: “Bienvenida al Sherat de La Plaza, señorita, estamos para servirla...”.