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Fotografía: Hugh SittonNueve meses y medio

Como uno de esos partos largamente esperados que no se sabe por qué se van atrasando hasta llegar a los peligrosos nueve meses y medio (momento en el que se hace indispensable la intervención del cirujano), este viaje, este “exilio dorado”, este paréntesis, se prolongó casi hasta el quirófano pero, felizmente, las contracciones anuncian el nuevo nacimiento. Aún no se sabe —eso nunca puede saberse, o sólo lo conoce el futuro, lo que es lo mismo o es irrelevante para los simples mortales que ni sabemos de oráculos ni los consultamos— si el niño saldrá completamente sano, si vendrá con taras, quedará rengo o nos sorprenderá con una inteligencia inusitada (en todo caso, eso tampoco importa, porque, una vez nacido, el hijo es el hijo y, salvo que uno sea un cretino descorazonado, uno va a amarlo sin poner condiciones). Así que este nacimiento o expulsión nada garantiza, sólo es cierto que cambia el panorama, el clima, el ambiente, la geografía, las circunstancias, pero nada más. Porque el niño que anduvo en el vientre o el hombre que vivió entre paréntesis por todo este tiempo, esencialmente son lo que son desde su origen aunque muchos se empeñen en ilusionarse con cambios sustanciales y prodigiosos que, como en la persona esa que creemos que el tiempo va a atemperar, jamás suceden.

Lo cierto es que todo se termina, nos guste o no. Todo llega a un final más o menos previsto, más o menos supuesto, más o menos esperado. Desde que la eternidad se la apropiaron los dioses (y ya es un poco tarde para ponerse a discutir con ellos), a los seres humanos se nos ha hecho muy sencillo esto de suponer que todo es efímero y que los buenos y los malos ratos no son sino una colección de perlas —blancas o negras— que vamos ensartando en la memoria hasta que la senilidad, el alzheimer, las tres Parcas o los cuatro Jinetes, vengan a visitarnos.

Esta Ciudad, a veces tan descorazonada, a veces fría, a veces sin alma, llena de centros comerciales donde todos compran todo (aunque no tengan la menor idea de para qué sirve todo lo compran), donde hasta las lechugas tienen no sé qué diabólica composición que las hace tan calóricas y engordantes como una hamburguesa, donde el incomprendido colesterol encuentra su paraíso, donde el apuro es la ley y el consumismo la religión, acá he conocido personas interesantes, mujeres hermosas, hombres valientes, ciudadanos honrados (aunque aún no tengan carta de ciudadanía), trabajadoras responsables, seres humanos que se niegan aceptar la tiranía del “vivo muy lejos”, “estoy cansado”, “es muy lejos”, e insisten en poder, en hacer, en visitar a los amigos, salir al café, conversar, compartir, ayudar y ofrecer generosos su entusiasmo, su atención y su tiempo.

Irse es morirse un poco, es aceptar la partida, el adiós, es postergar un rumbo y lanzarse a otro, alienar un lugar para poblar otro, dejar un edificio trunco para comenzar a construir casa, interrumpir el viejo camino para andar por otro nuevo. Siempre, al partir, aun de esta Ciudad sin alma, dejamos algo atrás, abandonamos.

Cuando esté en el avión que me llevará a mi nuevo exilio, quizá menos dorado y, sin embargo, quizá más humano y quizá más lleno de aventuras y de historias y de personas que conocer y de historias que escribir, recordaré todo aquello que no dije, todo aquello que postergué porque el tiempo, que fue mucho, se hizo corto sin embargo. Llevaré en la memoria todo aquello que acumulé en estos nueve meses y medio, todas estas vidas, todas estas experiencias, todas estas palabras que me dijeron y que se quedan allí, revoloteando en mi cabeza, distorsionándose, confundiéndose, olvidándose, para que un día, si los dioses quieren —y ya sabemos que nadie sabe qué desean, si es que desean algo—, pueda convertirlos en crónicas o novelas o cuentos o poesías o lo que sea que alcance a hacer el poco o mucho talento que me heredaron.

Así, se quedan “en veremos” Obdulia y sus peripecias para llegar a esta Ciudad, para intentar rearmar su familia, encontrar que es imposible y quedarse porque es mejor para sus hijos aunque su vida se reduzca a limpiar casas hasta que las fuerzas no den más o hasta que los chicos hagan su vida y la abandonen; la China con su marido tan falso como el número de la seguridad social que le permite trabajar y soñar que vive una legalidad que no le pertenece, peleándose con el bueno-para-nada que se casó con ella por negocio y que lo único que ha hecho en estos años es sacarle dinero e hipotecarle la esperanza; Brenda, su amiga, la otra camarera, la de la suerte grande, la del tipo noble y bueno, amable y solidario, que ella y su marido (el cierto) y su hijo, aprecian tanto, que también es casado y si lo hace es porque necesita el dinero de ese negocio, de ese matrimonio por papeles, para traer a su verdadera, la que está allá, en uno de esos allases que se encuentran tan lejos cuando no se tiene la documentación en regla; Orlando, el que llegó por terco, por avezado, por insistir en sus ideas, porque el pasaporte era de otro y la foto era de otro y el permiso era de otro, pero llegó con algo de suerte y mucho de coraje, y ahora sueña con hacerse un espacio, con crecer con su esposa y hacerse empresario; Boris, cuyos papeles vencen en cualquier momento, cuyo refugio se termina y sigue terminándose pero no se consigue los documentos falsos “porque no” y no engaña a los burócratas “porque no está bien” y no se matrimonia con la primera que le ofrezca la ciudadanía porque a sus veintipocos aún quiere hacer “por amor” lo que acá es un negocio extraordinario; Kathy, que quiere ser la conductora estrella de un programa de TV y que a sus poquísimos veintes le ha agregado no sé qué porciones inmensas de madurez aunque aún se emocione y llore como una chiquilla cuando en la radio la canción ésa le habla del abuelo que dejó “allá” en la tierra que era suya y ahora es tan ajena como ésta, y aunque pueda, como sólo pueden los jóvenes, enamorarse para siempre en dos semanas; Eugenia que trabaja y trabaja porque cree aún en eso de los méritos y todavía no se convence de las trampas de la vida y no entiende que esto se trata de arreglos y contactos antes que de esfuerzo y talento; Eddie que está harto de esta ciudad sin alma, sin cafecitos, sin amigos con los que ponerse a conversar alrededor de una mesa sin más apuro que el último cigarro con el que se acaba la noche y que aún no vende su casa allá, en la patria, sólo porque es una forma de permanecer en esas tierras suyas, en ese alrededor suyo, en ese metro cuadrado que le pertenece, aunque ya no le pertenezca; Claudia, que espera que el tío providencial firme esos papeles, esos “malditos papeles”, para que entonces quedarse sea una opción, una posibilidad, una decisión y no un imposible ante el cual tenga que explicarle a sus hijos, que acá se han criado, que ésta no es su patria, ni su bandera, ni su historia y que unos señores (que llegaron como ellos, un poco antes, pero ya se olvidaron) decidieron, al fin, echarlos a esa realidad de la que se largaron sus padres hace años porque el futuro y el progreso eran dos palabras que no se conciliaban en el barrio donde nacieron; Olga, que vendió la casa, invirtió todos sus ahorros, empeñó hasta el alma para obtener esos papeles que ya son una realidad aunque Juan, el mayor de los hijos, jamás alcanzó la visa soñada y se quedó allá, con la tía que es buena como el pan “pero no es lo mismo” y ya han pasado diecisiete años y las llamadas y las visitas y las cartas no son suficientes para consolar a una madre y a un hijo que no saben qué hacer con tanta distancia; Ricardo, el que llegó venciendo las olas en una balsa y ahora limpia piscinas con calma y sin angustiarse porque acá no importa y nadie se escandaliza si se entera que él encuentra más atractivo a Pedro, el jardinero de los brazos anchos, que a Rosa, la pedicura mulata de formas generosas cuyas caderas recuerdan la intensidad del pueblo que la vio nacer; Rolando, el carpintero septuagenario que tiene un hijo en el ejército peleando una guerra perdida, y que aún se trepa, con sus años y sus canas, a los techos de las casas para arreglar maderas desvencijadas y “ganarse un extra” porque la pensión acá, que dicen que es una de las mejores, no alcanza para mantener al hijo de doce años que tuvo con la tercera de sus esposas; Federico, el otro setentón que es un ciclista empeñoso, cuyo divorcio y cuya esposa casquivana lo devolvieron, ya viejo y agradecido, al mundo de las muchachas eventuales y de los amores por hora a los que les cuenta de sus días, de sus glorias, de los tiempos en que producía películas famosas y se tuteaba con los nombres importantes que los demás vemos en la pantalla como cosas ajenas y pasadas.

Acá se quedan todos, los mentados y los no, acá, en los recuerdos, en la retina, en la memoria, en los detalles que guardo, en las anécdotas, en las mil conversaciones, en mis largos interrogatorios que tantos soportaron con paciencia, con buen humor, con tantas ganas de hacerme entender eso que mis preguntas hacían parecer incomprensible. Algún día —no es una promesa pero sí un propósito— volverán en palabras y serán libro aunque sólo sea por exorcizar distancias, herir soledades, espantar demonios y decir gracias.