Comparte este contenido con tus amigos

Desde Texcoco

A mis amigos y lectores:

Les envío la primera entrega de mi nuevo espacio en el mundo virtual, se llama “Desde Texcoco”, y allí, con suerte, con tiempo y con ganas, encontrarán las crónicas —reales e inventadas, serenas y delirantes— de esta nueva etapa.

JL. 14 de agosto de 2007

Lago Texcoco. Foto: Guillermo Olivares

Recuerdo que cuando era un niño escuchaba casi febrilmente, en el viejo tocadiscos que mi tío Tomás nos regaló, a Jorge Negrete, a Pedro Infante y a Miguel Aceves Mejía; de los tres, el primero, arrogante y orgulloso, con voz inimitable y gesto altanero, era mi favorito. Obsesivo, compulsivo y adictivo, tantas veces agoté esos discos por oír hasta el hartazgo (de los demás) las canciones que me gustaban, que me aprendí, de cabo a rabo, las rancheras más populares con las que atronaba y torturaba, desde la ducha, cuya ventana daba a la vereda, a todo aquel que se atreviera a pasar por la calle Reynaldo Morón del parque España del barrio de mi infancia (de todas la rancheras, “Juan Charrasqueado”, era mi favorita, ¿sería, acaso, por eso de “borracho, parrandero y jugador” que nunca fui ni seré aunque me empeñe en los años que de vida me restan?). Alrededor del parque, todos sabían que estaba duchándome porque, en vez del valsecito criollo de rigor, me empeñaba en lanzar al aire las notas de cuanta ranchera se me había grabado en la mollera. Como la infancia es la edad de la impunidad y de la ignorancia, hasta entrada mi adolescencia estaba seguro de que iba a ser un famoso cantante e, igual que Negrete, iba a llenar teatros, iba a hacerle un desplante de esos a los linajudos que compararan palco e iba a dirigir mi voz y mi canto “a los de arriba”, a los de allá en la cazuela, a los nacidos “en el barrio más humilde, alejado de los vicios de la falsa sociedad”. Mis padres y mis hermanos —generosos y poco dados a sembrarme de tempranas desilusiones y sabedores de que la vida se encargaría de darme el sentón indispensable— jamás me advirtieron que lo que salía de mi boca no era música sino una especie de sonidos aguardentosos y destemplados por los que Duque —mi inolvidable perro chusco, el perro de mi niñez— se escondía debajo del largo mueble de madera donde creía guarecerse, tras la barrera de sus gruñidos, de mis gritos, cuando cantaba, y de cualquier intento de meterlo a la vasija grande de plástico, cuando los meses y la mugre exigían el baño de rigor. Sólo mucho tiempo después, Pipo, mi profesor de arte, y maestro impecable e implacable, me dijo un seco “siéntate” dos segundos después de haber empezado yo con el “ah-ah-ah-áh-ah-ah-ah” de las audiciones para la zarzuela del colegio, y pude entender —¡oh, furibunda realidad!— que nací negado para el canto y que Negrete podía dormir tranquilo su larga muerte porque yo ya no era capaz aventajarlo en fama ni en teatros desbordantes.

No contento con escuchar los discos, también veía las películas mexicanas en las que las tragedias sucedidas y los llantos derramados, sólo podían ser superados por las desgracias que nos mostraban sus telenovelas (sí, esas donde del guión sólo cambiaban los nombres porque en todas el asunto era una infidelidad y un amor prohibido entre ricos y pobres) que empezaban a las diez de la mañana y acompañaban a Teresa, la cocinera fiel que siguió con nosotros aún en las más graves pellejerías, mientras preparaba el almuerzo, mientras comíamos y mientras dejábamos digerir, con paciencia, las lentejas de los lunes o el recurrido arroz con huevo frito y camote de cualquier día de mi infancia, que no entendí —jamás— como consecuencia lógica de la pobreza sino como promesa de una delicia —un revoltijo maravilloso— que el más encopetado de mis amigos envidiaría. Luego, a las tres o cuatro de la tarde, cuando la batería de telenovelas mexicanas no alcanzaba —que después aprendí que había que guardar las más lacrimógenas para el horario estelar de las ocho— comenzaba la musiquita inconfundible del Chavo y toda su vecindad inmersa en esa esperanzada mediocridad —¿o mediocre esperanza?— que después supe que ilustraba tan bien los sueños extraviados de la venida a menos clase media latinoamericana. Aunque años después un mexicano, sin duda más culto y mejor informado que yo, sostuviera —casi furioso— que detestaba a Gómez Bolaños porque había creado una imagen distorsionada de México (afirmación que no discutí entonces pero que ahora —in situ y tras varias experiencias con la mexicanidad— me atrevo a poner humildemente en duda).

Más adelante, mi contacto con México salió de las efímeras esferas artístico-familiares y, ya en el colegio, estudiamos —como al pasar, como se estudiaba todo en nuestros colegios— el país de los mayas y de los aztecas, a Quetzalcoatl y a Tláloc, el Popol Vuh y el náhuatl, a Cortés y a Marina —la mujer incomprendida, la justificación del machismo, la Malinche, que poco o nada tiene que ver con ese vocablo feroz que es “malinchismo”, con el que hasta ahora, con cólera sostenida, con resentimiento de macho burlado, se refieren los habitantes de estas tierras a los traidores y vende-patria.

Entonces México se llenó de nombres y de hechos, de la grandeza de los pueblos prehispánicos, de la audacia de Cortés, ése que quemó sus barcos para obligar a los suyos a una conquista en la que nadie creía, o de la serenidad orgullosa de Cuauhtémoc y el “mi lecho no es rosas” con el que contuvo el lagrimeo femenino de los otros jefes indígenas torturados junto a él por la codicia insaciable de los españoles que, sin embargo, son también nuestros padres.

Ya adolescente, y rebuscando insaciable en la biblioteca familiar, me encontré con una biografía de Doroteo Arango —el joven labrador a quien la injusticia y la vejación de los hacendados convirtió en Pancho Villa—, que llenó mi imaginación de jinetes, revólveres y hombres rudos que hicieron la más famosa de las revoluciones de nuestra América Morena. Aprendí de Villa y Zapata, de Madero y Carranza, de esa época de valor y coraje, con guerrilleros —implacables, bigotones, con las cananas en bandolera, con sombreros inmensos y agallas de sobra— a los que cantaba Lucha Villa —“aquella famosa coronela”— con esa voz de trueno que ponía en alerta al más pintado.

Ya grande leería a Rulfo y a su Pedro Páramo con ese magnífico “me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre” que lanzó don Pedro cuando nadie se enteró de la muerte de Susana San Juan; o el valiente “quién es mayor de culpar / aunque cualquiera mal haga, / ¿la que peca por la paga / el que paga por pecar?” que exclama Sor Juana de Asbaje en sus “Hombres necios”, ese poema honesto y claro, escrito por una corajuda mujer del siglo XVII; o los versos de Paz cuando dice, en su “Piedra de Sol”, “soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos” para que podamos entender lo que significa la solidaridad y su indispensable necesidad entre los hombres; o, por último, el disfrute tortuoso —como preparándome para este encuentro con estas tierras que tanto y tan apasionadamente han ocupado mi fantasía desde la infancia— de Los detectives salvajes, novela en la que Bolaño —extranjero, como yo, en estas tierras— pinta tan bien una época literaria y una geografía urbana, inmensa y delirante, interminable y laberíntica, como la del DF.

Así, este espacio, a la deriva en el infinito del mundo virtual, no pretende ser otra cosa que la crónica —subjetiva, coja, iletrada y casi analfabeta— de mis días, noches, aventuras y desventuras, en este “México, lindo y querido” que ahora habito, aquí desde este lago de Texcoco que desfallece, desde este Distrito Federal que me aloja, en estos tiempos de mi vida, en estos días que se vienen, llenos de sorpresas, tropiezos, descubrimientos y novedades.