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Foto: Kelly RedingerSe alquila

Nada más engorroso, torturador, desmoralizante, pesado, molesto, agobiante, aburrido y deprimente para quien está por mudarse a otro país que buscar casa cuando no se tiene la menor idea de cómo es la ciudad, cómo funcionan los medios de transporte, qué tan complicado es el tráfico, que tan largas son las distancias, cuáles son las vías rápidas, cuáles los atajos, cuáles las rutas, cuál la manera de manejar de los locales, dónde quedan los centros comerciales, los museos, los teatros, las universidades, el simple y sencillo “chino de la esquina” —que en mi país estaban en cada calle hasta que se inauguraron los supermercados y los fueron exterminando, ahogándolos con ofertas con las que ellos, pequeños empresarios de frágiles presupuestos, no pudieron competir.

Cuando uno va a llegar a un país que desconoce por completo no hay forma de sentirse seguro, no hay forma de saber cuál se aproxima a una buena decisión a la hora de escoger un lugar donde vivir y tiene que someterse al consejo experto de quienes —por obra y gracia de las políticas corporativas— han recibido el encargo de “relocarnos” (anglicismo bastante confuso que evoca más a una loca rematada o reincidente que pretendiera atacarnos antes que a la simple “mudanza” o “reubicación” a la que se refiere). En nuestro caso tuvimos la suerte de contar con Frida, una simpatiquísima dama mexicana que hizo de esas agobiantes búsquedas, jornadas de intensidad adrenalínica al timón de su Audi mientras recorría distraídamente, de sur a norte, las calles —laberínticas, interminables y confusas— del Distrito Federal.

“La casa perfecta siempre es la que se excede del presupuesto”, ley universal que nadie debe olvidar al momento de lanzarse a buscar habitación, ergo, confórmate con la que esté bien o condénate a recorrer la ciudad que vayas a habitar hasta que el síncope termine con tu paciencia, con tu calma y contigo.

Cuando llegamos, Ella y yo, a México, nos alojamos en el piso veinticinco de un hotel capitalino y a mi pregunta de “¿será seguro pasar un terremoto a estas alturas?”, la Madre naturaleza respondió esa noche con un temblorcito de cinco grados que empezó con un “deja de mover los pies”, siguió con un “yo no me estoy moviendo” y terminó con la estoica declaración “ni modo, esperemos que aguante porque si bajo veinticinco pisos corriendo me muero de infarto, si me he de morir, que sea descansando”, por lo que decidimos seguir durmiendo con esa impunidad que te concede el sueño a las tres de la madrugada. El edificio resistió y al día siguiente, cuando conocimos a Frida, que llegó a recogernos para empezar nuestra exploración, fue el tema de la mañana mientras ellas tomaban esos adictivos cafés de la empresa ésa que tiene ahora, por no sé qué magia del marketing, la moda o la idiotez humana, tiendas regadas por los cinco continentes.

“Primero al norte”, dijo Frida y por allá vimos unas cuantas casas. Lindas todas ellas, impagables también. “Ya sabemos dónde buscar casa cuando te nombren vicepresidenta”, dije yo como tratando de explicarle a nuestra amabilísima guía que no todos los “expat” tienen presupuesto ilimitado para la renta (¿por qué a los gringos les encantan los acrónimos y las siglas?, no tengo idea, pero entre pin, vip, asap y fyi tengo una ensalada en la cabeza).

Comprensiva, la amable Frida nos llevó al día siguiente al centro; hermosos departamentos pero inservibles cuando quieres mudarte con tres perros escandalosos y engreídos que, además de amenazar con causarnos interminables quejas de los vecinos, corrían el riego de deprimirse hasta el suicido en esos cien y tantos metros cuadrados de modernidad luego de haber paseado impunemente por los jardines de los pacientes padres de Ella que soportaron, estoicos, casi un año de ladridos, aullidos y quejas del trío de cuadrúpedos abandonados que, como recuerdo, le dejaron a mi suegra un jardín ligeramente redecorado por sus correrías. Claro, como esa explicación por sí sola puede ser vergonzosa (entiendo que eso de nuestras preocupaciones perrunas puedan indignar a más de uno, aunque confieso que no me causan el menor remordimiento), siempre quedaba echarle la culpa a la biblioteca familiar y sus más de setenta cajas de libros que andaban por allí apolillándose en un olvidado depósito limeño a la espera de “la dirección”, requisito indispensable para que los de Aduanas permitieran el embarque en el puerto del Callao.

Terminado el recorrido del centro, el tercer y último día de nuestro viaje lo ocupamos visitando una serie de casas en el sur que, o estaban muy expuestas, o eran muy caras, o no tenían jardín, o tenían pocos cuartos, o eran muy viejas, o estaban descuidadas o lo que fuera que sólo nos dejó en la lista, después de una jornada agotadora, un par de posibilidades; una linda casa (pequeña pero hermosa y con un jardín aceptable) en el tradicional barrio de San Ángel y otra, combinación de cabaña vacacional con casa postmodernista, minimalista y sumamente práctica que, no obstante, se hallaba por el Desierto de los Leones, avenida larga que es alimentada por otras avenidas largas, que no anchas, y por algunas calles empedradas, muy simpáticas para vacacionar pero poco adecuadas para enfrentar el tráfico de esta ciudad que comienza a las seis de la mañana y termina, con suerte, pasadas las diez de la noche.

Ese atardecer, sentados en el restaurante del hotel, la discusión fue larga, que esta es linda, pero es cara, que esta no es segura, pero el barrio es bonito, que aquella nos sirve, pero está muy lejos, que sí, que no, que tal vez, que ya veremos, que estoy harto, que estoy cansada, que vivamos en el hotel, que no digas tonterías, que los perros, que los libros, que se queden, que se vengan, que son muchos, que sí, que no, que tal vez de nuevo y así hasta que terminado el postre, indigestada la cena, imposible la digestión a estos más de dos mil metros de altura para mi estómago costeño y mi presión veleidosa, nos dormimos para madrugar al día siguiente para emprender el regreso (esa obsesión de “ahorrar días” que termina condenándolo a uno a dormir mal, andar todo el viaje medio zombi y perder luego un fin de semana entero recuperando el sueño).

Regresamos a Miami, la ciudad sin alma que nos alojaba (vieja historia) y el camino siguieron las negociaciones, otra vez razones a favor, razones en contra, leer las descripciones de las casas, ubicarlas a duras penas manejando mal la “guía roji” (manual de supervivencia indispensable en el DF), considerar, reconsiderar, insistir, desistir, escoger, decidir. Acordamos que la casita ésa, la pequeña, no importa, nos acomodamos, la del jardín para los perros, la que no era muy segura pero el barrio es bueno, ésa, la de San Ángel, sí, esa, bueno, es lo mejor, ya está, es nuestra. Bajamos del avión satisfechos, el aeropuerto es inmenso y carece de calor humano, es desordenado o lo parece, no tiene ni una sola tienda en funcionamiento si llegas muy tarde o muy temprano y te miran, los que sólo ayer eran emigrantes y ahora visten uniformes, con ferocidad y desconfianza, no vaya a ser que quieras quedarte. Terminados los odiosos trámites de aduanas y de migraciones, pisando tierra firme de nuevo y mientras íbamos en el “transfer” del aeropuerto a las oficinas donde alquilábamos el auto, llegó, a la odiosa, imprescindible y maravillosa “Blackberry” de Ella, un correo escueto de nuestra amiga Frida: “Lo siento, la casa de San Ángel ya fue alquilada”.