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“El escondite imposible”, de Julio César Rodríguez Aguilar¡Santísima Virgen de Loreto!

Después de la primera y frustrada búsqueda no nos quedaba el menor ánimo de comenzar otra vez con el proceso de pasearse por medio Distrito Federal, pero fui “voluntariado” (como los soldados en las películas, “se necesitan voluntarios para una misión peligrosa... —silencio incómodo—, perfecto, tú, tú y tú, buena suerte, la patria los reconocerá”) y, casi sin darme cuenta, me encontraba en un avión rumbo a México.

La rutina fue la misma aunque ya sabíamos que, por una cuestión estratégica, no viviríamos en el norte. Ella desempeñaría sus funciones —por las que nos estábamos mudando— en las futuras oficinas que se hallarían en no sé qué cerro del sur (y, claro, como la vida se empeña en darnos la contra, se encargó de conseguirme trabajo en no sé qué cerro del norte y, a veces, cuando el tráfico se complica y estoy ya dos horas frente al volante tratando de llegar a la casa, empiezo a cuestionarme por qué no estudié más geografía en el colegio). Las órdenes eran claras “en el sur, al precio conveniente y... la que más te guste”. Sí, mi general.

La cita con la imperturbable Frida empezaría “desde muy temprano”, a las nueve de la mañana. Así que poco disfruté del relajo inconsciente y obsceno del hotel de cinco estrellas que, gracias a la tarifa corporativa, me alojaba.

“Tenemos una agenda apretada”, me dijo, y enrumbó al sur donde nos esperaban varias reuniones. Conocí a varias señoras dedicadas al negocio de alquilar casas, todas muy formales, todas muy amables, todas muy ellas, casi trabajando por aburrimiento, casi desinteresadas, casi señoras que liberan sus días inútiles mostrando casas a los probables inquilinos y que seguramente gastarían la comisión en “Antara”, ese monumento a la irrealidad, con tiendas de lujos cuyos precios, astronómicos, invitan a la mayoría a pasear por sus corredores observando vitrinas mientras, en realidad, se enrumban al cine que allí queda para gozar de la ilusión de las comodidades por sólo diez dólares (eso sí, esos cinemas, “platinum” que les llaman, son una delicia de la cual hablaré alguna vez).

Lo cierto es que recorrimos toda la mañana muchas casas en el sur, de todo tipo, de toda forma, de todo precio. Una vez más se cumplió la regla y las que más me gustaban estaban fuera de cualquier presupuesto humano. “Estas chicas, que no entienden, les he dicho que el presupuesto es tanto y no más, ¿porque no es más, verdad?”. “No, querida Frida, no es más”. Y así seguimos andando.

Cerca del mediodía nos encontramos con Martha, una señora muy simpática, estaría comenzando la cincuentena, era, se notaba, corredora profesional. Sabía bien las casas que íbamos a ver, tenía una lista con detalles, ubicación, precio y demás detalles. Como era más sencillo ir en un solo automóvil, abandonamos el coche de Frida y los tres enrumbamos hacia los destinos que el cronograma establecía. Vimos, no sé, seis o siete casas y entonces Martha dijo “podemos parar a tomarnos un café” y Frida le respondió dirigiéndose a mí, siempre amable, siempre maternal, “no sé si tú quieres parar o prefieres terminar con las casas del día”. Yo, que de café no tomo nada salvo el día que se me antoja ese híbrido que es un capuchino “descafeinado, sin crema y sin azúcar”, edulcorado con esos polvitos maravillosos y cancerígenos con los que los gordos nos hacemos la idea de estar burlando a la balanza mientras vamos cebando la cuenta, feroz e implacable, de nuestro futuro oncólogo; “yo, yo...”, dije, dudante entre mi hartazgo y las ganas de que se acabara el día, “mejor seguimos”. Así que continuamos y vimos no sé cuántas casas más, cuántas salas más, cuántos comedores más, cuántas cocinas más, cuántas dueñas más, cuántos barrios más, ¡cuánto más!

Esa tarde, tarde, llegué al hotel agotado, determinado a no mudarme nunca más, a no moverme nunca más de los seis metros de la habitación donde me encontraba. Me metí a la ducha, dejé que el agua, abundante en esta ciudad, lo mojara todo. Mi cuerpo agotado, mi mal humor, mi aburrimiento supremo, mis ideas homicidas, todo. Me tiré en la cama y me dejé arrullar por el diálogo ininteligible para mí de no sé qué película en no sé qué idioma (eso de ser monolingüe con chapoteos grotescos de otro idioma, tiene, a veces, sus ventajas).

A la mañana siguiente madrugué. Estaba listo a las siete y sólo a las nueve pasaría Frida por mí, así que decidí desquitarme con el buffet que el hotel ofrecía “incluido” en el costo de la habitación. Madrugar valió la pena.

Siempre puntual, llegó Frida. El día entero lo dedicaríamos a ver casas con Martha, “ella es la que más casas ha conseguido, es muy buena en su trabajo”. ¿Cuántas vimos? No lo sé, ¿quince, veinte, más? No tengo ya la menor idea. Sólo me recuerdo cansado como el expedicionario que atraviesa el Sahara sin más compañía que una cantimplora deshidratada. Paseamos por todo el sur, ¡ojalá hubiera sido un paseo! Mirando la “guía roji”, buscando calles referenciales, tratando de hacerme una idea de una ciudad interminable que seguía siendo un misterio para mí aunque hubiera agotado todos los recursos de Internet buscando mapas, detalles, explicaciones. Hallamos una casa que cumplía a cabalidad con nuestras expectativas, hummmm, el precio se excedía un poco pero aún “podemos negociar”, ya serían las dos de la tarde y dije “tenemos que parar un instante” y las dos señoras me miraron extrañadas y felices. En la esquina (maravillas de esta Latinoamérica nuestra) había una bodega. Entramos, nos tomamos una bebida (nombre mexicano de la gaseosa) y nos cominos una torta (que no era un pastel de chocolate que me hubiera caído muy bien, sino el mexicanismo para el peruanismo sánguche que alude, todos lo sabemos, al insulso “emparedado” castizo). Esa tarde vimos unas cuantas casas más y el día terminó, igual que el anterior, en la ducha, la cama y el arrullador e incomprensible diálogo foráneo en el cable.

Al día siguiente me vengué nuevamente con el buffet. Empezamos a rodar y Martha nos acompañó hasta la una de la tarde en que, finalmente, y después de tres días, terminamos de ver sus cuchusientasmil casas de las cuales dos o tres se acercaban en forma, tamaño, ubicación y precio, a la que estábamos buscando. A esa hora, cuando la señora, agotada como nosotros, nos dejaba, Frida le preguntó “¿cómo llego a Loreto?”, Martha le dio las indicaciones y le dijo “cuáles casas, ¿las de la plaza?”, “sí”, respondió Frida, “hummm, no creo que vagan la pena”, un cuchillo helado cortó el silencio que se hizo, “bueno, cualquier cosa, te avisamos” y nos fuimos.

Llegar no fue fácil. Atravesamos un centro comercial “porque me han dicho que por acá es más fácil” y nos perdimos en el estacionamiento, gracias a un policía recuperamos la ruta, subimos una rampa y nos dirigimos hacia la puerta, la tarjeta automática no funcionaba, “qué raro, si hay quince minutos de tolerancia”, pero no, no los había. Así que, caballero, bajarse, darse cuenta de que no tenía monedas, cambiar el billete en la farmacia, ir de nuevo a la máquina, pagar y salir, directamente a unos arcos inmensos cuyos portones anunciaban un condominio.

No los aburriré más. Allí nos esperaba un corredor. Sólo tenía una casa. Sólo en ese barrio. En ese condominio de casas normales, ni muy grandes ni muy pequeñas, ni muy cómodas ni muy incómodas, con vecinos normales, clasemedieros como nosotros, parejas jóvenes, bicicletas en las puertas, un jardín generoso, una pequeña glorieta, carros comunes y corrientes, perros y niños bulliciosos jugando en sus calles empedradas (bueno, nada es perfecto, tío Herodes). Lo vi y me decidí.

Aún faltó que Ella viajara, que visitara igual cinco casas (las mejores del medio centenar que visité) y me llamara y me dijera “viviremos en Loreto”.