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Las VegasSin City

Si alguna vez deciden ir a Las Vegas, asegúrense de llegar de noche, así la magia del primer encuentro durará más y las luces de neón y los grandes letreros luminosos permitirán tragarse, casi con agradecimiento, el mundo de cartón y plástico que, bajo la protección de los sombras, el ruido de las máquinas tragamonedas y las curvas de las mujeres generosamente exhibidas que sonríen desde los grandes carteles que abundan por todas partes, esconde una maquinaria impresionante creada —bajo el amparo de la mafia, la bendición de los dólares y arrullada por la música de Sinatra— para que las decenas de miles que la visitan cada día derrochen lo que tienen (y lo que no tienen) en esta “Disneylandia para adultos”, como alguien me explicó.

Llegamos al mediodía, craso error (yo fui arrastrado por la buena voluntad de mis vecinos —encantadores y hospitalarios hijos de México con quienes pasamos la prueba, siempre difícil, siempre fascinante, del viaje en conjunto y de la convivencia—). La luz del día, que hace que el desierto de Nevada se vea espectacular con sus manchas de color rojo, es, sin embargo, muy mala combinación para los palacios de plástico, las pirámides de latón, las esculturas de porcelanato y toda la parafernalia hecha para lucir impresionante amparada por las luces artificiales, pero incapaz de resistir el beso de la realidad.

Desfallecíamos de hambre (las casi cuatro horas de atraso que tuvo el vuelo y el sueño de la amanecida contribuían poco a mi buen humor y a ese “es cuestión de ilusión” con el que fui advertido cuando comencé con mis críticas corrosivas), así que, tras cumplir con los trámites burocráticos y dejar cada cual sus maletas en sus habitaciones, bajamos y empezamos a caminar a un hotel que “está acá no más” y al que llegamos veinte minutos después de atravesar avenidas y puentes, subir escaleras eléctricas y mecánicas, cruzarnos con mendigos con mejores zapatillas que las mías y evitar tropezarnos con las cien mil otras personas que andaban por allí yendo quién sabe a dónde, muchos con una cerveza en la mano.

El hotel, como todos los hoteles alrededor, era impresionante, gigantesco, aparatoso, pero no elegante (eso me pareció, después, una constante en esta ciudad donde todo “parece”, pero nada “es”, donde el culto por las formas ha desplazado por completo a la esencia y sus significados). Habíamos llegado a almorzar “al hotel más caro de Las Vegas”, según me informaron; todo era luces, máquinas tragamonedas, largos pasillos, guardias discretamente disfrazados de guardias disfrazados de civiles, y mucha gente avanzando, jugando y apostando. “Tiene el mejor buffet”, y no se equivocaron. Llegamos a un ambiente donde sin glamour alguno te cobraban los correspondientes dólares antes de pasar a una de las muchas inmensas salas que conformaban el lugar, nos asignaron los asientos y “pasen a servirse”. Lo que vi fue casi una epifanía, me encontré con lo que para un gordo es lo mismo que para un niño una tienda de juguetes a su disposición. Había todo y de todo, en cantidades desproporcionadas, inmensas, exageradas (como todo en ese país donde las carencias del alma se colman con los excesos del cuerpo). Comí infame y obscenamente. Mea culpa.

Al pasar las horas, y al ceder el sol a las sombras de la noche, las luces que todo lo iluminan con sus mil colores, fueron dibujando el rostro que yo conocía de esta ciudad, el rostro maquillado como el de sus bailarinas y camareras, el rostro acomodado para las fotografías, las poses y los flashes. Esa ciudad que sorprende al mundo desde las pantallas del cine o de la televisión y que nos tienta a todos con su magnificencia y la posibilidad de hacernos millonarios en un golpe de suerte que nos permita engrosar la lista de los que viajan en jet privado y se alojan en la suite presidencial hasta que otro golpe de (mala) suerte se encargue de devolvernos a la realidad clasemediera con cuentas por pagar, créditos hipotecarios y tarjetas que siguen inflándose en nombre de un nuevo financiamiento (la suerte es una moneda y, como tal, tiene dos caras, pero lo olvidamos).

De noche los hoteles brillan y en ellos —razón de ser y única personalidad verdadera de esta ciudad— los casinos se convierten en espacios atestados de gente que mira, cada cual de manera más desorbitada y estúpida, la pantalla de la máquina que promete hacerle rico mientras le va chupando, como un vampiro cibernético y post-modernista, los dólares virtuales de la tarjeta de crédito.

Algo me llamó poderosamente la atención —ya no sé si me decepcionó o me entusiasmó—; los dealers, contrariamente a lo que uno se imagina, son gente mayor. Cuando uno piensa en Las Vegas, a la luz de los fotos, no es difícil suponer que quienes atienden son jóvenes, tipos con esmoquin a lo yeimsbon y rubias despampanantes que esconden un cuchillo en las ligas que cubre mal la minifalda. Nada de eso, abundan, al contrario, señoras y señores con cara de haber estar repartiendo cartas aburridamente hace dos o tres décadas y que piensan más en su jubilación que en irse “a seguirla” cuando su turno termine a las cinco de la mañana.

La prostitución es un delito, claro, pero no lo es hacerle propaganda; para eso están los “solicitadores”, que le ganaron una batalla legal al gobierno de la ciudad y pueden trabajar libremente. Son todos de aspecto latino (no recuerdo haber visto africanos, asiáticos ni gringos) que se colocan al final de avenidas, puentes, calles, donde un espacio lo permita, y allí reparten unas tarjetas con fotos de mujeres espectaculares (de raza, edad y formas diversas) que ofrecen sus servicios por unos cuantos billetes. No sólo eso, en los dispensadores gratuitos de diarios (que en otras ciudades se usan para poner los encartes de los supermercados o la revista que regala el municipio) solo habían publicaciones, a todo color, con un número inimaginable de mujeres que por tal o cual tarifa van “discretamente” a tu hotel. Dicen que ésta es la ciudad del pecado, pero no creo que sea diferente a ninguna otra urbe, a lo mejor es más evidente y menos cínica, pero no más pecaminosa.

Sin embargo, no fueron ni los grandes edificios, ni los luminosos casinos, ni los espectáculos millonarios, ni las promocionadas prostitutas, ni el ajetreo nocturno que —según me dicen— es inacabable, lo que me dejó la más clara impresión de la ciudad. Como siempre lo he dicho, “los lugares son la gente” y para mí Las Vegas es María, la peluquera de padres mexicanos, nacida en San Francisco, con la que conversé largamente sobre el ser inmigrante en todas partes y sobre su terca soltería que le permite viajar “cuando quiera y a donde quiera”; Yessuf, el taxista, un etíope simpatiquísimo que llegó hace veinte años como jugador de fútbol, se casó con una mujer blanca (white woman only whant my money) que en el divorcio se quedó con la casa, los hijos y la pensión, un hombre alegre y optimista; John, otro taxista, un señor mayor, gringo él, de Nueva York “donde los alquileres son muy altos”, que se mudó con su mujer a la ciudad en el desierto “para ahorrar un poco, porque la pensión es baja” pero que en fiestas viaja a ver la familia; o Hassan, el marroquí que vendía corbatas en una tienda quebrada que estaba rematándolo todo “porque ya no es negocio para los dueños, cuando cierren ésta abrirán otra, con otro nombre, porque ellos son los que nunca pierden”, pero que estaba seguro de conseguir trabajo después de veintidós años de experiencia “siempre en Las Vegas”.

Ellos son las personas comunes y corrientes, aquellos que trabajan todos los días porque la fantasía de este inmenso y costoso parque de juegos funcione y nos regale, a todos los que vamos buscando no sé qué —que no es la felicidad—, la ilusión de que es posible divertirse en medio de castillos de utilería, pirámides de cartón y estatuas de plástico, ensordecidas —el alma y las preocupaciones mundanas— por el tintineo (electrónico y artificial) de las muchas monedas que ganamos para perderlas después (junto con la quincena o la jubilación) arrastrados por el vano, efímero y delicioso, espejismo de la fortuna.