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Colonia CondesaCondesa

Si tuviera que emigrar nuevamente a México —el que abandonaré indefectiblemente en cuatro semanas— viviría, sin pensarlo dos veces, en Condesa.

Cuando mis circunstancias (sí, esas que varían tanto como una adolescente indecisa) me obligaron a buscar un lugar donde depositar mi humanidad y seis maletas con mi ropa y cuatro docenas de libros, recorrí media ciudad buscando el lugar ideal para mudarme (primer error, el “lugar ideal” no existe, es tan sólo una pretensión de nuestra mente, pretensión inútil pero indispensable, como el amor, la felicidad o la vida eterna).

Revisé decenas o cientos de avisos económicos, hice tantas llamadas que me irrité la oreja y recorrí las calles y avenidas de México en los horarios más tortuosos y procesionales que pueda uno imaginarse. Para empezar, mis circunstancias (de nuevo) atentaban contra mí, un sujeto que quiere alquilar un departamento por cinco meses se ve sospechoso, poco rentable y molesto, no es raro que pronto las negativas empezaran a sucederse. Luego, hallar un lugar espacioso pero no inmenso, cómodo pero no lujoso, pequeño pero no claustrofóbico, se convierte en un vía crucis, por lo que, entre los “no” de los que nunca fueron mis caseros y los “no” míos, el resultado fue un desastre. Finalmente, algo más parecido a la desesperación que a una epifanía me llevó a revisar mis anotaciones y llamar nuevamente al hotel que había descartado por esa propaganda estrambótica (“su hogar lejos de casa”) y porque sus tarifas eran una evidente amenaza contra mi presupuesto.

Experto ya en la lectura de los avisos que aparecen en los diarios y en Internet (donde un “estacionamiento garantizado” era “el espacio que encuentres en la calle” y un “baño completo” una ducha infame debajo de una escalera) no me sorprendió que el bar y el gimnasio sólo estuvieran en la imaginación del redactor ni que los amables empleados efectivamente fueran “fluidos en dos idiomas”, español y mexicano... Nada de eso fue importante, el lugar estaba limpio, había sido remodelado hacía relativamente poco, los muebles se hallaban bastante bien y la “suite junior” tenía el suficiente espacio para que diez pasos separaran la mesa de la cama “King” que se ofrecía generosa. Haber conocido a Josefina que no sólo se encargaba de la limpieza sino con quien negocié amablemente el lavado de mi ropa fue la última razón que necesitaba para decidirme.

Hasta ese momento Condesa era para mí un barrio absolutamente desconocido del cual había escuchado mil cosas (cantinas, restaurantes, bohemia, vida nocturna) pero donde sólo había ido dos veces; la primera, a un bar medio snob en el techo de un viejo hotel reciclado donde ni el sushi ni la atención justificaban el monto de una factura que canceló la dorada tarjeta corporativa de uno de los comensales (¡tiempos aquellos!) y, la segunda, a una sala-bar donde fui a deleitarme escuchando la voz de Rejas, mi alumna, uno de los pocos nombres que me llevaré en la alforja de los recuerdos mexicanos.

En ambas ocasiones ir había sido poco menos que una aventura, las calles y parques y avenidas se cruzaban sin aparente orden, hacían círculos extraños y extraviaban al novato; cada vez, tres o cuatro vueltas fueron necesarias para encontrar los respectivos locales. Además, estacionar es imposible y debes someterte a la buena voluntad (y a la tarifa) de los valet parking, toda una institución en México. Por eso, decidirme por ese barrio (con la poca información con la que contaba) fue poco más que un tiro al aire que, para mi suerte, dio en el blanco del único pato que sobrevolaba el lugar.

Muy pronto descubrí que Condesa es para caminarla, así que decidí recuperar ese hábito que tenía extraviado en mi flojera. Me empeñé en fatigar las calles, como decía Borges, lanzándome, sin más guía que un par de puntos referenciales y algo de sentido común, a recorrer cada cuadra, cada espacio, cada parque, entrando en cada tienda, en cada café, saludando y preguntado, dejando que la amabilidad inalienable de los mexicanos guiara los pasos del extranjero extraviado en mitad de las calles amigables y hermosas de un barrio que, aunque Mario diga que no, me pareció su Barranco o mi viejo y decadente Miraflores de la adolescencia. Un espacio viejo pero no definitivamente envejecido, porque junto a las señoras solitarias que pasean a sus perros y a los señores solos que se toman un café melancólico en el mismo lugar de siempre, también coexiste una multitud de parejas jóvenes con niños sobreexcitados por el exceso de azúcar en la sangre que deambulan por los jardines histéricamente felices (nada es perfecto), y también se ve, como quien ve una aparición, a decenas de muchachas corriendo en apretados pantalones (para alegrarnos más y engordar menos) por un parque inmenso que no sólo tiene el natural decorado de árboles centenarios sino que cuenta con una provisión incansable de vendedores ambulantes que ofrecen desde un jugo de frutas recién torturadas hasta una grasienta y deliciosa porción de papas fritas.

Pero lo que me enamoró de Condesa no fueron sus parques ni sus calles tomadas por modernos bares, cafeterías y restaurantes que no se dan abasto porque lucen abarrotados permanentemente por esa clase media mexicana que puede gastarse entre diez y cuarenta dólares sin poner en riesgo el presupuesto familiar. No, lo que me enamoró de Condesa fueron las cuatro o cinco calles que rodean el hotel donde vivo (cuyos habitantes —hasta donde he visto y hasta donde el conserje me ha contado— forman una fauna variopinta que va desde el empresario sexagenario que lo usa de refugio hasta la modosita —y extranjera— prostituta de alto vuelo que establece aquí casa en los meses que permanece en la ciudad y, al medio, trabajadores temporales, estudiantes provincianos, emigrantes buscando casa, parejitas discretas y hasta una noble anciana que ha decidido pasar sus últimos días en bata y ruleros compartiendo su habitación con recuerdos y fantasmas).

Alrededor de “mi casa” es posible hallar una carnicería (de esas de barrio que sólo venden carne y no pretenden comportarse como supermercados —y cuyos servicios jamás usaré porque no cocino—), una academia de flamenco (en la que me inscribiría sólo por compartir “el tablao” con las mujeres, arrogantes y estilizadas, cuyas siluetas, que se ven detrás de las cortinas, con ese gesto y ese desplante con el que me imagino a todas las gitanas), una panadería pretenciosa (que no sólo huele a delicioso pan caliente sino que también tiene una bodeguita y hasta un horno de donde salen unos pollos dignos de ser mencionados y a cuya puerta —de la panadería, no del horno— se colocan vendedores que ofrecen paltas inolvidables, tacos al paso, chicharrón crocante, y salsas y aderezos “caseros” que no he probado pero que las señoras del barrio compran en cantidades industriales), una farmacia medianamente desabastecida (que aún atiende el dueño que, como es de rigor, es viejo y malhumorado y siempre está limpiando los vidrios en el inútil empeño de mejorar su imagen), una tienda de alquiler de películas (a las que no puedo acceder porque no tengo un recibo de luz y la fronteriza del escaparate no comprende el “vivo en un hotel, señorita”), un “salón de belleza (que siempre veo vacío), una heladería (que, como todas las heladerías de México, se llama “la michoacana”), un restaurante de lujo (que me dicen —los muchachos del valet parking a los que siempre saludo— que tiene como especialidad el pato, que a mí me encanta, y al cual me he prometido invitarme antes de que mayo termine y con él mi temporada mexicana), una librería de viejo (colmada de libros usados, llena de estantes y repisas donde descansa la sabiduría de la humanidad a precio de oferta, a la que a veces entro sólo por recordar el aroma combinado de la madera, el cartón de las carátulas y los hojas gastadas y manoseadas de los miles de volúmenes que allí reposan), dos cafeterías (una, moderna y aparentemente cómoda, a la que nadie va, y la otra, con muebles viejos y rígida sillas de madera, que siempre está llena), una chocolatería (que prepara un delicioso chocolate caliente que resulta soberbio acompañado de una torta del mismo sabor y de proporciones homéricas cuyo único defecto es el montón de pecanas ralladas con las que debo lidiar por un buen rato antes de librar tal manjar de un adorno prescindible y molesto), un centro de “spinning” (cuyos horarios antojadizos se cruzan —felizmente— con los míos), un centro de terapia adelgazante (donde la promotora me mira con ojos golosos desde su mostrador y no porque la tiente mi esbelta figura sino por la jugosa comisión que implicaría un contrato para bajarme de peso), dos gasolineras (una que jamás he usado y otra cuya única virtud es mi apego rutinario a las más pedestres costumbres), un restaurante de mariscos (al que nunca iría por el absurdo pero tenaz prejuicio de que México se halla “muy lejos del mar”), uno de comida japonesa (que no me tienta) y otro de pastas (al que no he entrado porque siempre está lleno y yo me resisto sistemáticamente a hacer colas por un trauma juvenil que me dejó el presidente García en su primer mandato, donde la escasez y el desabastecimiento crecieron simétricamente con la corrupción).

Eso es todo. Amo Condesa porque me recuerda los lugares de mi adolescencia, los rumbos de mis primeros años. Amo Condesa porque conserva la serenidad de los barrios viejos iluminada por la vitalidad de sus inquilinos jóvenes. Los más conservadores se quejan de la proliferación de los locales comerciales, del tráfico cada día más complicado, de los edificios que se levantan sobre los cadáveres de viejas casas que albergaron familias que el tiempo deshizo, de los bares y de la música, de los planes para construir más estacionamientos y de las intenciones oscuras de cerrar algunas avenidas en beneficio de los comerciantes.

Puede ser que los apocalípticos tengan razón, puede ser que esa tradicional Condesa esté muriendo, pero jamás he visto un decaimiento más florido. Jamás, como ahora, he regresado a esos parques y a esas calles donde latió mi infancia, donde creí en los sueños, donde también fui niño.