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Fotografía: John FoxxEstamos haciendo todo lo posible...

Mientras veía a los encargados de la compañía perderse detrás de una puerta que conducía a quién sabe dónde, sucedían varios procesos en mi cerebro, me acordaba de Adrián y su mala suerte en sus viajes, pensaba en mi jefe que ya había coordinado todo y prometió “encontrarnos en el aeropuerto el viernes a las siete” y me preguntaba qué tan buen augurio era éste que me detenía en el Arturo Merino Benites de Santiago un miércoles a las nueve de la noche justo al comienzo de esta aventura que debía llevarme a Java, cuya única referencia anterior que guardada mi memoria era su vecina Krakatoa, cuyo volcán estalló feroz a fines del XIX.

El vuelo que iba a Australia partía a las once, yo me hallaba técnicamente desembarcado y mis maletas rumbo a Jakarta, sin mí. Si bien cada día me desapego más de las cosas, no pude evitar cierta angustia cuando recordé eso de “en Indonesia es muy difícil encontrar tallas grandes” que me habían advertido reiteradas veces. ¿Llegar a Indonesia y no tener conmigo más que las dos mudas arrugadas que a regañadientes y a última hora había incluido en el maletín de la computadora? ¿Qué haría, cómo trabajaría, con qué me vestiría? Me habían dicho que en Indonesia todos eran “muy pequeños” y yo, seducido por el cine en blanco y negro, me sentía ya como el nuevo Johnny Weissmüller en taparrabos desplazándose veloz en medio de una multitud de un metro cincuenta... ¿Podría dictar clases así?

Divagaba entre Tarzán y mis desgracias cuando —¡eureka!— la luz llegó. “¡Si estoy en Chile!”, grité en el abandonado mostrador y me dirigí hacia la puerta de embarque revisando mis bolsillos. Casi ni me di cuenta del policía que controló que no llevara ninguna bomba encima (me pregunto, ¿cuando me pasan el detector de metales por el vientre lo hacen porque es el procedimiento de rutina o porque sospechan que mis excesos ocultan un poderoso artefacto explosivo?).

Llegué a la sala de embarque habiendo revisado todos mis bolsillos y todos los del maletín de mi computadora, “si yo lo guardé por acá”, me decía mientras avanzaba sin rumbo por los pasillos como un alcohólico en su peor momento. “¡Maldita sea!, ¿por qué no traje una agenda?”, me preguntaba y me respondía “porque yo no tengo agenda”; entonces me di cuenta de que todos mis teléfonos se esfumaron esa misma mañana cuando, al abandonar Lima, dejé, como quien suelta las últimas amarras, el teléfono apagado, muerto, irreversiblemente sordo y mudo.

Pero los viejos dioses nunca me han abandonado por completo y siempre han tenido, al menos, una rendija por la cual he podido huir de los malos ratos. Doblado y envejecido, hallé, entre las mil tarjetas inútiles de mi billetera, un viejo papel donde, al viajar a Chile hace tres o cuatro años, había anotado el puñado de teléfonos indispensables y, entre ellos, el de Gabriella.

Siempre un nombre de mujer ha iluminado mis sombras y ésta no fue la excepción. Gabriella trabaja en la aerolínea que me tenía varado en el aeropuerto de Santiago y siempre ha sido impresionante su capacidad de resolver problemas —razón por la cual los trabajos le llueven y los jefes se pelean por tenerla como la más eficiente asistente a la que se puede aspirar.

En medio de mi voladora alegría llegó el aterrizaje forzoso —panzazo incluido— en las tierras áridas de la realidad. “¿Cómo la llamo?”, los teléfonos públicos me pedían pesos “o tarjetas inteligentes” y, por donde pasaba, las tiendas se hallaban cerradas o cerrando como en una de esas películas donde alguien se empeña en bloquearle, al infeliz desafortunado, cada camino que logra abrirse. Empezaba a desesperarme, el sudor corría por mi frente en esa fría y desolada noche santiaguina y los corredores se hacían interminables, la presión andaría ya pasándome la factura y el pulso se encontraría construyéndome el ataque tan temido. Entre el ahogo y la cólera, deambulaba como uno de esos locos de mirada desorbitada que evitamos, cruzando la calle, cuando lo vemos venir por donde vamos.

Una vez más, la luz. La luz de una tienda abierta me llenó de esperanzas. “¿Tiene tarjetas para hablar por teléfono?” y la señorita comenzó con una lista de no sé cuántas tarjetas y compañías resumiendo sus virtudes y sonriendo después de “pesos” que pronunciaba al revelar el misterio del costo de cada producto. La corté —tratando de ser amable, con mi mejor sonrisa, con el gesto preciso, sosteniendo, como mi padre me enseñó de niño, la mirada—, “lo único que necesito, señorita, es una tarjeta que me permita hacer un par de llamadas a un teléfono celular”. Sonrió —disimulando mal su desagrado— y me dijo “son tres mil pesos”. Pagué en dólares, me dieron pesos y salí raudo hacia “mi” teléfono.

De todos los aparatos había escogido uno, ¿por qué? No tengo la menor idea, algún sociólogo explicará que se trata de una “apropiación de objetos públicos” ligada a alguna desesperada búsqueda de seguridad. No lo sé. Lo cierto es que mi teléfono me esperaba paciente. Los minutos pasaban y ya serían como las nueve de la noche.

Cualquiera que alguna vez ha tratado de utilizar un teléfono apelando a estas benditas tarjetas sabe del suplicio que significa. Primero, hay que marcar un número “normal” de ocho o nueve dígitos, luego hay que soportar la odiosa voz electrónica que empieza con eso de “si desea las instrucciones en español, marque uno; if you want...”. Luego, “ingrese usted el número de PIN” y el bendito guarismo tiene, en el mejor de los casos, una docena de dígitos cuyo desordenado azar y su tamaño minúsculo hacen del asunto una odisea. Finalmente, cuando la máquina te dice “ingrese el número de teléfono”, es imposible hallar el papelito que “para que no se me caiga” uno puso demasiado diligente en el último bolsillo que revisamos. Hacerlo “a la primera” sin cometer errores debiera otorgar minutos extras...

“¡Gaby!”. Mi saludo sonó a grito de auxilio. “Hola, ¿de dónde me llamas?”, “del aeropuerto”, “¿ha pasado algo?” y contar la historia y explicar y pedir “si puedes llamar a alguien” y la máquina que te interrumpe, “le quedan dos minutos” y Gabriella, amorosa y amable, “llámame en diez minutos”. Y la voz electrónica de nuevo “le queda un minuto” y colgar y salir rumbo a la tienda a comprar otra tarjeta y ver, a lo lejos, que la puerta corrediza metálica se halla ya a media altura, hacer piruetas de contorsionista ruso (con el bendito maletín de la computadora en una mano, los papeles en la otra y el sobrepeso que, a esa hora y en esas circunstancias, es mayor que nunca), entrar a la tienda desfalleciente, rogar, “necesito, por favor, otra tarjeta”, ver el rostro impávido de la dependiente que mira hacia el fondo a un sujeto que parece el gerente, que ha escuchado todo y que, solidario o ambicioso, afirma con la cabeza. “Son diez mil pesos”, me dice cuando le pido “la más cara”. Dólares van, pesos vienen, sigue el baile.

¿Cuántas veces llamé a Gabriella esa noche? No lo sé, era un miércoles y el reloj iba andando sin la menor piedad. “No logro comunicarme con el aeropuerto”, “la persona encargada que yo conozco no está de guardia”, “estoy llamando al responsable de turno”, “nadie me responde”, “ya hablé con quien podría ayudarte pero está de licencia”, “me dicen que deben estar ya en la puerta de embarque” y, entre cada respuesta, diez o veinte minutos de espera, remarcar los cien mil malditos números, equivocarme veinte veces, ver la hora correr, pensar en mis maletas y entender que la buena voluntad de mi queridísima Gabriella se estrellaba contra la muralla de hierro del “estamos fuera de las horas de oficina”.

Decidí ir a la puerta embarque. Medio centenar de personas ya estaban allí esperando la llamada final. En el mostrador se hallaban la misma mujer y el mismo sujeto que atendían en la sala de los “boletos de trasbordo”. Conversaban de quién sabe qué y tenían una fila de diez personas esperando, yo fui el undécimo.

Los minutos no tenían la menor intención de durar más de sesenta segundos, así que el tiempo empezaba a estrangular la poca paciencia que me quedaba. Nueve o diez en la fila fueron despachados de inmediato con alguna respuesta de esas como para salir del paso. El décimo, que se encontraba discutiendo sobre algo de un pasaporte, era brasileño, no sabía español y hablaba un mal inglés (peor que el mío, si es posible), mientras que los chilenos no entendían ni media palabra de portugués y preguntaban en un inglés más masticado que el mío. El sujeto era brasileño y se había olvidado de su otro pasaporte, aquel donde estaba su visa a Australia, los chilenos entendieron que él tenía un pasaporte australiano que se le perdió en Brasil y todo se hizo un enredo que incluyó una llamada interminable a la Oficina de Migraciones de Sydney mientras yo entraba, sin darme cuenta, en un estado de excitación tal que mis piernas comenzaron a temblar casi epilépticamente.

No pude más, la sangre agolpada en mi cerebro no me dejó más espacio a la racionalidad y me acerqué con el gesto torcido, el maxilar tenso y la mirada torva. Interrumpí al encargado que se hallaba revisando su pantalla y le dije “señor, el avión parte en cuarenta minutos y no tengo ninguna respuesta”. El sujeto me miró como preguntándose “¿quién diablos es este energúmeno?” y yo, balbuceando de cólera, le conté de nuevo todo como si el infeliz no se acordara de mí.

No varió su expresión. Me miró displicente, me dijo “estamos haciendo todo lo posible” y volvió a mirar su pantalla mientras yo lo empezaba a odiar irremediablemente.