Comparte este contenido con tus amigos

La diferenciaLa diferencia

Sólo cuando uno se halla en circunstancias verdaderamente graves sucede un fenómeno que los físicos sabrán explicar mejor que yo, el tiempo pasa con una velocidad impresionante y, sin embargo, cada minuto es eterno.

El reloj se acercaba a la hora definitiva, el embarque había comenzado y yo continuaba en la misma incertidumbre. Los pasajeros de primera (a quienes es lícito odiar profundamente cuando el vuelo dura más de cuatro horas) ya se hallaban acomodando sus humanidades en los mullidos asientos que, de cualquier manera, no me esperaban. El avión era uno de esas inmensidades que me recordaba a las fortalezas voladoras de la Segunda Guerra Mundial, así que el ingreso de “feirst” y “biznes” prolongaría aun mi implacable agonía.

El sujeto del doble pasaporte brasileño que había robado largamente la atención de la señorita con cara de supervisora que allí atendía, solucionó su problema a fuerza de malos entendidos. Nadie llegó a comprender que él no tenía mayor conexión con Australia que la visa en un documento olvidado en su casa en Río de Janeiro, pero entre las idas y venidas de las llamadas telefónicas, el inglés mordido de las chilenas, el “ingleñés” del brasileño y el acento inconfundible —y a veces ininteligible— de los australianos, llegaron a la conclusión de que sí podía embarcarse. El “si no puedes convencerlos, confúndelos”, funcionó de maravillas; bien por él.

“Bueno, señor”, me dijo la señorita que acaba de liberarse del carioca cuando vio mi rostro de desesperación asomarse por enésima vez por sobre el mostrador, “estamos haciendo todo lo posible por cambiarle de vuelo para que no tenga que pasar por territorio australiano, es probable que pueda viajar a través de Auckland, pero aún el departamento de ventas no nos da una respuesta”. Ni siquiera esperó que yo le contestara, se hundió en la pantalla de la computadora como buscando un refugio que la liberara de mi mirada, así como hacemos nosotros cuando manejamos por las calles de nuestros países, buscamos distraernos en la radio o en espejo con tal de no ver la cara de la miseria que nos toca la ventana pidiéndonos unas monedas. “Lo que no se sabe, no duele”, me dijeron una vez. ¿Será verdad? Habrá que preguntárselo a los amantes impunes, que los otros —torpes o confiados— conocen bien el rigor feroz del desengañado.

Cuando escuché eso de “ahora invitamos a abordar a los pasajeros de la fila cuarenta y cinco a la sesenta” sufrí una primera contracción intestinal. En medio de los tiempos muertos de la espera (en esas horas que había dispuesto para leer las quinientas páginas de mi “gramática castellana para principiantes”, a manera de repaso y como para reconciliarme con la teoría odiosa de la lengua que amo), ya había hecho las averiguaciones pertinentes y sabía que de Santiago de Chile no salía ningún avión hacia Asia (delicioso juego de palabras que no es mío sino de Cardenal, el nicaragüense). En buen romance, o me trepaba a ese avión o Carlos y Gaby, mis infinitos amigos, tendrían una ya no tan inesperada visita al borde de la medianoche de ese miércoles que presagiaba la desgracia.

En Jakarta, hacía rato avanzaba la mañana del jueves y seguramente Joe, el gerente de Recursos Humanos, detallaba las coordinaciones con la compañía de transporte para pasar por mí al aeropuerto internacional Soekarno-Hatta al atardecer del siguiente día (el asunto no me hubiera preocupado demasiado de no haber sabido que en las próximas treinta y seis horas medio centenar de expatriados teníamos previsto pisar Indonesia provenientes de los cuatro puntos cardinales y que Joe y Meg —su eficiente, dulce y amable asistente— tenían andando ya muchos días con pocas horas de sueño tratándonos de hacer más sencilla la papelería burocrática).

Resistí los rigores de los calambres abdominales, conté hasta diez como enseña el manual, me acerqué al mostrador de la aerolínea y pregunté sin esperar que me dieran la palabra, “señorita, ¿hay alguna novedad?, el avión está por partir y no tengo ninguna respuesta”. La encargada miraba en dirección a donde yo estaba pero no me miraba a mí, en otras circunstancias me habría halagado sentirme tan delgado, casi transparente, pero allí me exasperó. “Señorita...”, insistí, ya no con el tono gentil del que busca encantar o conmover sino mordiendo la palabra, con la boca casi cerrada, el labio superior derecho contraído y los dientes casi juntos, como quien emite un gruñido. Ella se defendió, “señor, justamente estoy en el teléfono coordinando ese asunto”. ¿Sería verdad? No lo sé, lo único cierto es que dos minutos después, mientras yo rumiaba mi desesperación viendo a decenas de viajeros abordar “mi” avión, con la misma nostalgia de quien ve partir el último tren, la dama se me acercó.

“¿Señor?, estoy con el departamento de ventas en el teléfono, hay una solución, puede tomar este vuelo pero deberá desembarcar en Auckland para desde allí realizar una conexión a Jakarta vía Singapur; es nuestro deber consultar con usted...”. Confieso que en ese momento mi cultura geográfica se vio de repente obnubilada, ya no entendía si iba de este a oeste o de sur a norte o de cualquier otra posible combinación entre los puntos cardinales, sólo escuché “Jakarta” y dije “sí”, sin dejar que la encargada terminara la frase. Ella, que sólo esperaba la respuesta que la liberara del “gordo odioso de la visa”, sonrió satisfecha y dijo: “Entonces, espere un momento que debo llamar al cajero móvil”, “¿al qué?”, “al cajero móvil, señor”, “¿un cajero que se mueve?”, “exactamente, un cajero que le pueda cobrar”, “¿que me pueda cobrar?”, “exactamente”, “¿cobrar qué?”, “la diferencia”, “¿la diferencia?”, “sí, la diferencia...”, “¡qué diferencia!”, “la diferencia que hay entre lo que usted abonó por el boleto vía Sydney y lo que debe abonar por el boleto vía Auckland”, “¿me está diciendo que debo pagar por un error que no fue mío?”, “como ya se le explicó, señor, la empresa vende pasajes y es responsabilidad...”, “como sea, señorita, si así fuera la empresa no debió permitir que me embarcara en Lima y que mis maletas fueran enviadas a Indonesia, ¿o no?”, “por eso mismo, estamos buscando una solución”, “¿una solución, cobrarme es una solución?”, “exacto, le acabamos de dar una solución, es su decisión tomarla o no...”, “¿y si no la tomo?”, “entonces no puede embarcarse esta noche y deberá regresar a su punto de origen”, “¿a mi punto de origen?”, “sí, al aeropuerto Jorge Chávez, de Lima”, “señorita, creo que mejor me comunica con el supervisor”, “señor, la supervisora soy yo”, “¿y si quiero hacer un reclamo a su superior?”, “pues tendría que hacerlo desde Lima...”.

Ignoro si el diálogo fue así de surrealista, pero hoy me parece que sí. La dama era inexpugnable y la técnica de “mírala fijo a los ojos con cara de jefe hasta que te baje la mirada”, no funcionó. Estaba decidida en sostener su empeño y no hallé ni argumento para persuadirla ni amenaza para intimidarla.

Finalmente cedí: “perfecto, voy a pagar la diferencia, dígame cuánto es...”.

No puedo decir que sea cierto pero creí ver cómo se dibujó una imperceptible sonrisa en sus labios y cómo sus ojos brillaron celebrando discretamente su victoria mientras saboreaba una por una las letras de la suma con la que estaba a punto de dispararme a quemarropa...

Desde la isla de Java, 19 de agosto del 2008