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Esperando en el aeropuertoLa puerta número diez

“¿Veintiún horas en el aeropuerto?”, la amable señora movió la cabeza afirmativamente mientras me observaba con esa comprensiva mirada de abuela que bien puede interpretarse como un “¿pero, criatura, en qué andabas pensando cuando te dieron el boleto?”, porque, claro, ella no sabía que yo, en el momento en que era desvalijado por las circunstancias en el aeropuerto de Santiago, solo conmigo y mis decisiones, no tuve cabeza como para ponerme a hacer otro cálculo que no fuera el de mi hora de arribo a Yakarta donde un contrato de trabajo me esperaba. Frente a ella, con la lucidez que le da a uno la sola idea de pasarse un día entero en un aeropuerto, atiné a preguntarle, “¿y no sale ningún vuelo más temprano?”. Ella, paciente, me dijo “creo que sí, al medio día”, y aclaró algo que en mi distracción no había reparado, “pero este mostrador no corresponde a esa aerolínea, esa empresa no tiene atención en la sala de tránsito, debes llamar desde el teléfono que ves enfrente”. Volteé y divisé un teléfono blanco —de esos de “fri-col”— abandonado en una sala solitaria, hice el ademán de despedirme y salir corriendo a su encuentro cuando la dama, sin cambiar en ningún momento el tono acogedor, dijo, “pero no llegan sino hasta las nueve, tendrás que esperar...”.

¿Era el momento indicado para empezar a leer el libro de gramática española de quinientas páginas? ¿Debía empezar a escribir mis infames memorias del viaje? ¿Dormir, comer, pasear? ¡No! Tenía que revisar mis correos, leer el mensaje que Gaby ya habría enviado al gerente de Recursos Humanos y, sobre todo, quería saber su respuesta. En las instrucciones de contratación habían sido muy claros, “los nuevos empleados deberán llegar el día veinticinco, no garantizamos el apoyo de esta oficina ni antes ni después de la fecha”. Vi unas computadoras y resultaron ser de esas, modernas y atrevidas, que te van consumiendo dólares con más entusiasmo que la chica desconocida que te trata en el bar —mientras le invitas un trago y te acaloras— como si fueras el viejo amigo de la infancia. Gaby envió un correo impecable donde explicaba, sin rastro de confusión, mis contratiempos. Por su parte, un lacónico “tomo nota del cambio” no me dejaba claro cómo habían procesado mi situación en Yakarta. Nada más en la pantalla. En Nueva Zelanda eran como las tres de la mañana y juro —por quien jurar se precise— que no tenía ni la más remota idea de qué hora era en las otras ciudades del mundo. El hecho de haber salido del aeropuerto de Santiago un miércoles por la noche y hallarme, catorce horas después, en la madrugada de un jueves, me desconcertó y me dejó extraviado en esta burbuja de comodidad y paz que resultó ser el aeropuerto de Auckland.

Al rato, cuando se me terminaron los billetes para seguir alimentando la voracidad de la computadora, me paré, fui al baño (materia fascinante la de los baños, que hoy dejaré pasar) me refresqué y empecé a recorrer curioso los alrededores. La zona en la que me encontraba estaba repleta de “gente en tránsito”, familias enteras, grupos de jóvenes, señoras de vacaciones, infinidad de personas esperando el siguiente vuelo quién sabe a dónde. Comían pizza, bebían gaseosas, deambulaban o dormían en los cómodos sofás que abundaban a lo largo de esos ciento cincuenta metros y dos pisos de tiendas y restaurantes. Mis intestinos empezaron a reclamar y escogí, entre las variadas opciones, una cafetería “sel-serviz” donde unas simpáticas muchachas cobraban y se encargaban de calentar los sánguches y de preparar los distintos tipos de café. Conversé con ellas, no eran nueva zelandesas, sino que venían de las pequeñas islas de las inmediaciones cuyos nombres ahora olvido (“las inmediaciones” es un decir, hablamos de varios cientos de kilómetros que separan Nueva Zelanda de Micronesia, Polinesia y Melanesia, zonas de donde proceden los inmigrantes). Vivían “al otro lado”, como ellas mismas dijeron, porque “en este lado” viven los locales y “más allá” —más lejos— “los foráneos”. Las tres eran jóvenes, las tres eran madres y sólo una había terminado la secundaria; criar hijos y seguir de camareras era su único futuro. No les molestaba la idea y me pareció entender, entre sus sonrisas a veces cómplices y a veces avergonzadas, que “el futuro” no era un tema que se plantearan muy a menudo.

Seguí caminando y me encontré con un ambiente en el que no había reparado, muy cerca al teléfono que debía utilizar a las nueve. Era una especie de escritorio circular con espacio como para unas seis u ocho personas con sillas, tomacorrientes, papeles y hasta algún lapicero para hacer anotaciones. Estaba vacío, o casi, un solitario personaje revisaba, absorto en sus pensamientos, la pantalla llena de números de su computadora; lo interrumpí. Me explicó amablemente que era un lugar público desde el cual podía trabajar y conectándome gratuitamente a la red de redes. Feliz con mi descubrimiento, tomé posesión de uno de los sitios, abrí mi maletín, saqué la computadora —cuya batería hace rato se hallaba en coma— y no pude conectarla. “Ah”, recordé, “en este lado del mundo usan otro modelo de enchufe” y busqué triunfal el adaptador “para el Asia” que había comprado. Torpe de mí, sólo entonces reparé que estaba en Oceanía y allá los tomacorrientes son de lo más rocambolescos, paseé por tres tiendas y sólo en la última hallé los adaptadores, así, treinta minutos después me pude comunicar con el mundo —mi mundo. María Teresa —madrugadora o noctámbula, ya no me acuerdo— fue mi interlocutora, todos los demás andaba “off”.

Cuando dieron las nueve de la mañana, luego de haber tonteado varias horas frente a la máquina agotando sus posibilidades comunicativas, tras el inútil intento de escribir un artículo sobre la importancia de la visita de los escritores a los colegios donde los estudiantes los leen porque los maestros han tenido a bien ordenar que compren sus libros tras la convincente charla de las promotoras editoriales (sin cuyo trabajo no me hubiera leído ni Macuito en mi país) y después de una batería inmoral de chocolates nuevo zelandeses y globalizadas gaseosas, cerré la máquina, la guardé en el maletín y me dirigí, con el ingenuo entusiasmo de los que van a la guerra creyendo que regresarán en una sola pieza, hacia el tantas veces mentado teléfono blanco.

Marqué el anexo correspondiente —que tan ordenadamente anunciaba y explicaba un cartelito allí colocado— y traté de hacerme entender en mi inglés de “Tarzán visita Nueva York”. Fueron minutos agónicos, de esos que transcurren sin que uno sepa exactamente qué es lo realmente está sucediendo, hasta que la dama, al otro lado de la línea, pareció entender lo que le explicaba, “sí, aparentemente sí hay espacio en el vuelo de las doce, pero no puedo hacer nada por usted por teléfono, le pido que acuda al counter de la compañía en la misma puerta de embarque. El personal de la aerolínea debe estar llegando entre las diez y las diez y quince, sólo entonces podrán informarle si es que es posible hacer el cambio de vuelo y cuáles serán las nuevas condiciones...”, “¿cuál será la puerta de embarque para el vuelo de las doce, señorita?”, “ah, eso no lo sabemos todavía, le recomiendo que revise la pantalla de los monitores colocados en la zona de pasajeros en tránsito y le agradecemos por su preferencia”, dicho lo cual, muy amablemente, me colgó.

Los dioses —y alguien me dijo después que en la torcida voluntad de algunas divinidades esto es anuncio de buena suerte— se empeñaban en mantenerme en vilo. Dudé entre presentarme o no, cambiar el vuelo o no, aceptar o no las “nuevas condiciones” que me anunciaban, dudé y dudé. Aburrido de tanta incertidumbre y ante la alternativa de dejar las cosas como estaban o enredarlas más, me decidí por el enredo. Dantón y eso de “audacia, audacia y más audacia”, siempre han guiado mis pasos, lentos en la realidad de mi cuerpo sobre poblado pero ligeros, como los pies de Mercurio, en la imaginación y la fantasía que jamás me abandonan.

La espera fue larga, dieron las diez y quince y nada aparecía en la pantalla. Un amabilísimo anciano que estaba de turno en la caseta de “informes” me dijo “en los aeropuertos, jovencito, hay que ser paciente”, así que seguí su consejo y me puse a conversar con él que trabaja con “como otros cien” de voluntario “porque si no en la casa me aburro y el aburrimiento siempre mata”. Cuando el reloj llegó a las diez y veinte se apiadó de mí y me dijo “no siempre sucede, pero la mayoría de las veces el vuelo de esa aerolínea hacia Singapur sale de la puerta número diez”.

Salí raudo, había que atravesar medio aeropuerto y lo hice tan rápido como mis excesos me lo permitieron, las ruedas del maletín de mi computadora giraban entusiastas y el corazón, presagiando tormentas o protestando por el esfuerzo, latía acelerado como demandando más oxígeno. Llegué a la puerta número diez. En la sala de espera no había un alma pero detrás del mostrador, distraída en la universal manía de revisar la pantalla, se alzaba, como la imagen de lo bello, una rubia de un metro ochenta que, al sentir mi presencia, levantó el rostro para inundarme con el mar azul de su mirada.

El “espere un momento que aún no atendemos”, me devolvió a la realidad, seca y pasmada.

Desde la isla de Java, 1º de setiembre del 2008