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Motos en YakartaMás allá del aeropuerto

Pasar más allá de los controles de un aeropuerto es como abrir la puerta de un nuevo mundo, mientras uno es un “pasajero en tránsito” (bienvenido o no, maltratado o no, ignorado o no), uno sólo percibe esa porción de realidad que los burócratas locales han decidido presentar como “la imagen” de un país. Aun el más sencillo puerto aéreo tiene algún afiche, alguna foto, alguna propaganda con alguna chica sonriente con la que las autoridades están decididas a mostrarnos las bondades del lugar que pisamos; una especie de “primera impresión” maravillosamente tendenciosa que pretende convencernos de los encantos locales. Pero todo se termina cuando uno traspasa las puertas de seguridad y entra a la vorágine de una ciudad —cualquiera— que ni detiene su ritmo ni se lava la cara para recibirnos.

El aeropuerto de Yakarta, con sus desórdenes, sus taxistas esperando y prometiendo tarifas insuperables, sus cargadores de maletas, sus casas de cambio, sus cientos de pasajeros yendo y viniendo, sus tiendas y sus formas, me pareció, en mucho, el Jorge Chávez de hace unos años; no el del desorden con olor a nuevo que caracteriza al remodelado aeropuerto peruano sino al otro, al desgastado, al gris y sombrío que guarda mi memoria, donde las bancas estaban incompletas, las paredes sucias y los baños hediendo como reclamando, a berridos, que reconecten, ¡por favor!, el servicio de agua. Esa fue mi impresión pero puede ser un espejismo o una injusticia, tres días de viaje le nublan la buena voluntad a cualquiera.

Yakarta de noche, al menos la Yakarta que recibe a los pasajeros que salen del aeropuerto, es triste. Unas avenidas largas y oscuras, en plena reparación en varios tramos, van dejando ver el rostro gris de la ciudad, grandes descampados, muros, rejas, construcciones que se divisan apenas detrás de las paredes y donde puedo imaginar fábricas que no se detienen y obreros que trabajan por esa nada que los gobiernos denominan con el eufemismo de “salario mínimo”. Me sentía en casa.

El chofer manejaba en silencio, no me mira a los ojos pero mantiene una sonrisa casi permanente. “En Indonesia el jefe es jefe y el empleado es empleado”, me explica alguien después, tautológicamente, como para hacerme comprender que no se debe confraternizar demasiado. En un “manual para expatriados” (de esos que aparecen en Internet) leo: “con los sirvientes hay que tener un trato amable pero distante para evitar sorpresas incómodas”, lo que supongo que significa “tú eres el jefe, él es el empleado y en esta parte del mundo jefes y empleados no son iguales y no son amigos”. Me sigo sintiendo en casa y la vergüenza es un gusano que comienza a treparme por la cara. La misma miseria pero en diferente idioma. Los casi dieciocho mil kilómetros que separan Lima de Yakarta son sólo un accidente geográfico, no es difícil sospechar que, en nuestras sombras, somos parecidos. Yo me encuentro con lo mismo pero más grande, la misma gente pero más gente, la misma pobreza pero más pobres, las mismas ganas de largarse pero más silencio, la misma angustia pero —y el secreto, me dicen, se halla en sus creencias— una sonrisa, como la del chofer del taxi, que no cede ni a terremotos, ni a tsunamis.

Nada de esto lo entienden los “verdaderos occidentales”, pero yo sí, que vengo de una América Morena, tan morena como la piel de las muchachas que deambulan por esta ciudad que me recibe como si estuviera volviendo de un viaje largo del cual ya ni me acuerdo. Sin embargo, por ahora soy diferente, soy, a simple vista, otro expatriado con buena suerte y cuatro maletas que se dirige a un hotel de cinco estrellas donde encontraré el bar atestado de muchachas radiantes. ¿Cómo le explico a esas indonesias veinteañeras que ven en cada “bulé” —extranjero— una posibilidad y un pasaporte, que en mi país a ellas las llamarían “bricheras”, con un tono sarcástico y despectivo, y que yo, simple sudaca de eventual pellejo blanco, necesito tantas visas como ellas para visitar al Pato Donald o “hacer la América” limpiando baños en algún restaurante de comida rápida en algún suburbio norteamericano?

Abandono mis pensamientos y regreso a esta realidad donde la avenida, que no puedo llamar carretera, sigue avanzando. Mis impresiones son las de quien maneja (aunque el timón no esté en mis manos porque acá, como en Inglaterra y en un tercio de los países del planeta, el timón se encuentra a la derecha). Ocupo el sitio que es del piloto en los otros dos tercios de las naciones del globo y, al ser mi primera vez, me siento manejando en medio de la gris oscuridad de las calles mal iluminadas en uno de esos carros futuristas que avanzan guiados por sensores sin que yo tenga que preocuparme de esa minucia que es conducir. Sólo cuando volteo, me encuentro de nuevo con el chofer cuya sonrisa parece que no se pudiera desdibujar con nada.

Estamos al norte de la ciudad y el recorrido nos llevará hasta el centro, a la zona comercial, moderna, occidentalizada, donde abundan los hoteles. El camino es largo y los minutos pasan y lo que empezó siendo una vía más o menos abandonada pronto se llena de coches y ómnibus que demorando nuestro avance (“y eso que llegaste de noche, de día el tráfico es insufrible”, me advertirá alguien después). Empezamos a recorrer algunas calles que, misteriosamente se van anchando y van convirtiéndose en modernas y anchas avenidas cada vez más congestionadas y sometidas a la tiranía de los semáforos. Nos detiene una luz roja.

A través de la ventana veo un número incontable de sombras que empiezan a rodear el taxi descaradamente y me siento, de pronto, como en la carreta aquella que va tranquila por el campo llevando a la doncella y que inesperadamente se ve obligada (la carreta, no la doncella) a atravesar el bosque huyendo de los bandidos a caballo que la persiguen (a la carreta) y pretenden abordarla (acá es donde empiezan los verdaderos problemas de la doncella). Incómodo por los malos pensamientos del fatalista que me habita, miro a mi derecha y hallo que el conductor se mantiene impávido, sonriendo, ignorando (o fingiendo ignorar) el peligro que mi imaginación ha construido. Entonces mi presión se agita, los pensamientos empiezan a ajustarme y me siento James Bond en la necesidad de tomar decisiones inmediatas después de haber sido embaucado por los encantos de la deliciosa mujer que resulta ser cómplice de sus enemigos (que, claro, son comunistas). ¿Será una celada?, ¿habré caído torpemente en una trampa para tontos?, ¿mis días en Indonesia serán tan breves que serán horas? Hago el repaso de los hechos. Llegué al aeropuerto, vi un letrero y me trepé a un taxi sin entender media palabra de lo que me dijo, entre sonrisas, el chofer. ¿Acaso le pedí que se identificara?, ¿acaso pregunté quién lo enviaba o cuál era mi destino? Fueron instantes angustiosos en los que mi alucinada imaginación construyó un capítulo de las aventuras de un “doble-ou-ceben” tercermundista, distraído y con sobrepeso que, y eso era lo que me indignaba, no iba a perder la vida en manos de la curvilínea enemiga ante cuyos embrujos había sucumbido sino frente a un sonriente, flaco y sudoroso taxista indonesio de cincuenta años que difícilmente llegaba al metro sesenta.

La tensión de disipó de pronto. La luz cambió a verde y los motociclistas (que eran las sombras que me rodeaban) avanzaron raudos ignorándome soberanamente. Vi un poco más allá y me di cuenta que esas decenas de luces que se movían agitadas a los lejos eran más y más motos que en Yakarta suman millones (literalmente, pero es lo supe después cuando leí en el diario que son casi tres millones y medio de motocicletas que ocasionan casi el noventa por ciento de los accidentes de tránsito en la ciudad).

Me reí de buena gana de mi propia neurosis y en medio de mis carcajadas nos detuvimos en el control de seguridad del hotel. El taxista y los guardias reían conmigo (yo de mi idiotez, ellos de mi risa), se reían despacio, sin escándalo, casi discretamente, porque por estas partes todos sonríen pero jamás se escuchan carcajadas.

Desde la isla de Java, 14 de setiembre del 2008