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Ilustración: Kristen MillerHasta parece posible

Viernes, siete y treinta de la mañana. Mi salón se ve invadido por un austriaco vestido a la usanza de los tiroleses de su país, dos filipinos con las elegantes camisas que se reservan para fiestas, un indio con una ceremonial camisa sin cuello, tres muchachas luciendo hermosos vestidos indonesios y una coreana que nos sorprende con un traje ruso y una fresca y colorida corona de flores. Además entran, algo tarde, un norteamericano que trae la camiseta del equipo de fútbol de su Estado, una canadiense (de ascendencia coreana y plurilingüe) que arriba con una llamativa blusa asiática y un japonés (que no lo es, porque es coreano aunque yo me equivoque reiteradamente) que llega con un traje que me recuerda las viejas películas de artes marciales donde Bruce Lee (que no era japonés sino chino) hacía malabares inolvidables.

Salgo al patio y el espectáculo se multiplica por el número de alumnos de la escuela (que sólo en la secundaria sobrepasa el millar). Hay hermosas holandesas como las fotos de las rubias rodeadas de molinos, elegantes pakistaníes vestidos con trajes de gala, vistosas latinoamericanas con ropas alegres y coloridas, escoceses con faldas a cuadros y personalidad de hierro, africanos cubiertos con interminables mantas multicolores y hasta un joven confundido que cree que vestirse con uniforme de combate y pintarse la cara al estilo comando es la mejor forma de representar a su país (nadie es perfecto).

El “día de las Naciones Unidas” se celebra universalmente cada 24 de octubre, cuando se conmemora la entrada en vigor de la “Carta de las Naciones Unidas”, esa maravillosa declaración de principios que tan groseras y repetidas veces olvidamos. Sin embargo, en el colegio donde trabajo, y por temas más cercanos a su tradición, la fiesta se realiza en noviembre.

Por una jornada todas las actividades escolarizadas se detienen y se da paso a un programa que empiezan por un concurso (algo así como, “cuánto saben tus alumnos de mundo”, donde me sorprendo al ver cómo manejan datos para mí ignotos como la nacionalidad de una deportista de apellido impronunciable o el nombre de la ciudad donde se realizarán las próximas olimpiadas de invierno). El juego es grupal y divertido, avanza con el entusiasmo de los chicos y sólo es interrumpido una vez, cuando dos muchachas, una asiática y otra europea, tocan mi puerta, entran, entregan tarjetas y dulces.

Luego pasamos a las conferencias. Un expositor (demasiado estadístico y estático para un grupo de adolescentes) trata de explicar los grandes cambios, el crecimiento de la población mundial, la contaminación, el calentamiento global, la escasez de agua potable y alimentos. Es una pena que un tema, tan apasionante, no cale en los jóvenes, no porque no les interese sino porque el montón de cifras y barras de colores que el experto coloca en la pantalla no logran romper la monotonía de una voz que sería escuchada respetuosamente entre expertos pero cuyo ritmo monocorde arrulla a más de una de las muchachas que madrugó más de lo acostumbrado para arreglarse el traje típico (y el peinado y el maquillaje).

Más tarde los estudiantes acuden a una “conferencia de prensa”, nos visitan decenas de alumnos de varios otras escuelas a lo largo de Asia y recrearán los debates que se desarrollan en la sede de las Naciones Unidas (claro, acá se ignorará ese prepotente “derecho al veto” que se arrogan cinco países por haber ganado una guerra que terminó hace más de sesenta años).

Mientras tanto, el patio principal ha estado en ebullición toda la mañana. Las madres de familia, agrupadas por sus nacionalidades de origen, han preparado las más exquisitas recetas que representan magníficamente la diversidad de la gastronomía mundial. Desde los inevitables “hot-dogs” norteamericanos hasta unas deliciosas empanadas ecuatorianas. Recuerdo haber probado o curioseado comida italiana, india, japonesa, coreana, alemana, holandesa, indonesia y australiana. Sólo extrañé un ceviche (o una palta rellena o una causa o un ceviche o un lomo saltado o un helado de lúcuma).

Terminado el almuerzo, nos reunimos en el teatro del colegio y somos testigos de bailes y canciones, clásicas y modernas, que nos dan una visión de la infinidad de expresiones culturales a lo largo y ancho del mundo. El primer acto es un emotivo desfile de banderas, alumnos de más de medio centenar de nacionalidades pasan por el escenario, anuncian su país y agitan un instante el estandarte; el cortejo lo cierra la bandera de las Naciones Unidas.

Frente a nosotros desfilan franceses que combinan del minué con el “trans”, filipinos que muestran sus habilidades en un extraordinario baile con cocos pegados en el cuerpo que hacen sonar sincrónicamente, rusos que cantan en un coro magnífico, indonesios orgullosos que representan un día en una villa de las islas, japoneses que enseñan una mezcla de artes marciales y bailes modernos, norteamericanos con una sencilla canción de los años treinta, ingleses arremetiendo un “hip hop” eléctrico y, como fin fabuloso de una magnífica fiesta, un centenar de coreanos dando una lección de disciplina y coordinación en un concierto de tambores de distintas formas y tamaños, sin duda, lo más espectacular de la jornada.

No soy adicto ni al fanatismo patriotero que enfrenta a unos contra otros ni a las banderitas que separan arbitrariamente dos trozos de tierra, los nacionalismos exacerbados me repugnan tanto como los chauvinismos trasnochados, se traten éstos de los seguidores de un político, de un cantante o de un equipo de fútbol, pero la identidad, eso que nos señala como quienes somos, que nos imprime el sello individual, que nos forja desde la infancia con al acervo cultural de cientos de años y decenas de generaciones, es algo que celebro ver celebrado.

Cuando norteamericanos y rusos comparten un escenario, cuando coreanos y japoneses disfrutan de los mismos alimentos, cuando pakistaníes e indios celebran de la mano una fiesta, cuando chilenos y argentinos pueden beber de la misma agua y caminar por la misma calle sin mirar de reojo, desconfiar ni ponerse zancadillas, entonces ser profesor adquiere sentido de nuevo y hasta parece posible esa comunión de seres humanos, hijos de la misma tierra, en la que tantos tan apasionadamente han creído y por la que tantos, tan honradamente, han entregado la vida.

Desde la isla de Java, 17 de noviembre del 2008