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Ilustración: Barton StablerTaxistas, hoteles y sastres

Cuando uno llega a un aeropuerto nuevo donde no tiene ni la menor idea de las distancias, no sabe qué tan buena o mala es la seguridad, no sospecha bien ni mal de los parroquianos que andan alrededor ni tiene la menor idea de cómo llegar al hotel donde le han hecho las reservaciones, lo mejor es tomar uno de esos taxis oficiales que ofrecen amablemente en los mostradores que se hallan justo después del control de aduanas. Así me lo recomendaron y así lo hice.

“Esos son más de cincuenta dólares”, le dije a la señorita que hablaba tan mal inglés como yo. “Bueno, señor, es que el trayecto es largo, su hotel está lejos, el taxi se va a demorar, por lo menos, una hora...”. A esas alturas de la noche, y tras un viaje que, entre trasbordos, esperas, demoras y burócratas, ya había durado como doce horas, dije “está bien, vamos”. Ella preparó el recibo, me cobró en dólares, me dio el vuelto en bahts —la moneda tailandesa— y me dijo “sígame”, con una de esas “mil sonrisas” que ofrece la propaganda oficial. El auto era nuevo y el taxista amable. El viaje de una hora duró veinte minutos y el revelador “acá tienes que regatear en todas partes, a nosotros nos costó la mitad” del desayuno, llegó demasiado tarde.

El hotel no era bueno ni malo, era decadente. Un hotel que seguramente gozó en algún tiempo de cierto postín pero que ahora no se aproximaba a las fotos maravillosas con las que nos convencieron en la página web, en la que, por ejemplo, una poza de dos pos dos aparecía —gracias a un lente de gran angular— como una maravillosa piscina en la que planeaba pagar mis excesos cada mañana. Los ascensores viejos y los corredores peores. En cada piso había una especie de recepción que, en los días de esplendor, debió de utilizarse para un servicio personalizado y eficiente que ahora, abandonada, sirve para que los fumadores dejen las colillas de los cigarrillos justo en el basurero que dice “gracias por no fumar”.

La poca luz siempre me da mala espina. La habitación era vieja, las camas pequeñas y los colchones sobrevivientes de viejas jornadas entre turistas de bajo presupuesto y masajistas “plas-plas” (término que usan en Indonesia para hacerte saber que a los precios hay que sumarle los impuestos y que, por extensión, se usa para aludir al “y su agregado más” que no es difícil imaginar si de masajes se trata). La mesa del escritorio, elemental; la silla, endeble; y el congelador, vacío y ligeramente oxidado. El baño —obsesión de mis obsesiones—, agonizante. Los sanitarios rojo-amoratados, sospechosos; el piso —ligeramente cuarteado—, pidiendo perdón a unas cortinas —descoloridas— que clamaban venganza ante la silenciosa herrumbre de la bañera. Sólo cuando mi amigo Eddie me dijo, la mañana siguiente, “ché, qué querés, estás pagando treinta y cinco dólares”, recordé que el “confort” y las habitaciones baratas son inversamente proporcionales y que Eddie, que escogió el hotel, es un estoico sobreviviente de las incomodidades del desierto.

El desayuno —previa entrega de unos “tickets” que me recordaron las libretas de racionamiento— no era maravilloso pero se dejaba comer; los huevos revueltos y las papas fritas, el pan caliente y la abundante mantequilla, salvan cualquier buffet de la desgracia. Lo mejor fue encontrarme con Julieta y con Eddie, amigos míos y entrañables, por quienes me había aventurado —viajero haragán— a enrumbar hacia Tailandia para pasar unos días de diversión y conversa. Ellos, que me llevaban dos días de ventaja, ya habían “limpiado el terreno” y tenían información que vendría a redimir mi condición infame de turista distraído.

Lo primero, el transporte. Por quince dólares el día, Joe y un viejo Volvo nos proveerían de la movilidad indispensable. Joe debe tener unos treinta años, habla suficiente inglés como para dejarse entender, y se halla parado en la puerta del hotel junto con otros choferes que ofrecen el mismo servicio. Los automóviles —él me lo contó después— no son de ellos, son “de la empresa” que se los alquila. Parece que con la abundancia de turistas (un poco maltratada por la toma de los aeropuertos por parte de activistas de la oposición a fines del 2008) hace que el negocio sea rentable.

El primer viaje es al sastre, “porque no hay mejor lugar para hacerse ropa a la medida”. Allí está Sammy, un tipo muy simpático. Él (y casi todos los de la tienda) son de la India, emigraron en busca de una mejor vida y en Bangkok (y en Jakarta, y en Singapur y en medio Asia) han abierto las famosas sastrerías indias, “con la mejor tela y el mejor servicio”. De lo primero no puedo dar fe, por ignorante. Acostumbrado a andar con ropas comunes y silvestres (de esas que le enroncharían la piel a algunos de mis aristocratizados amigos), se me hace complicado diferenciar entre una buena tela y “una mejor”. Puede ser que entre la sensación plástica del poliéster y el fresco alivio del algodón tenga suficiente distancia como para no extraviarme, pero cuando se pasa al terreno del detalle, de la precisión, de la calidad definible sólo por expertos, soy un fiasco (confesión que es poco inteligente hacer frente al que te está vendiendo “las mejores telas” a un precio —según él— insuperable).

Sammy es amable y cortés, Sammy sabe su trabajo y me toma medidas con precisión y rapidez, Sammy hace las cosas con tal ligereza que hasta me olvido por un instante de su esfuerzo por transformar mis excesos en números que reflejen las proporciones necesarias de esa camisa o de ese pantalón que vendrá al rescate de los maltratados de mi última compra en la tienda para gordos. Un sastre así es una maravilla en un lugar del mundo donde —todavía— la obesidad no es un problema de salud pública y donde —por el contrario— el metro sesenta y los cincuenta kilos se consideran absolutamente normales. Si no fuera por esa gota de sudor que lo traiciona, se diría que a Sammy no le cuesta trabajo transformar mis redondeces en esos guarismos que sólo él puede entender.

La conversación es larga y es amena, Sammy y los otros tienen tiempo para todo, nada los apura, el cliente es primero y así hablamos de Japón —donde viven mis amigos— y de Indonesia —donde vivo yo—, hablamos de la India, de la casa, del hogar, de los viajes y de los paseos. Una cosa lleva a la otra y le hago a Sammy la pregunta que tenía atravesada desde que leí que Tailandia es —aun más que otros países del sudeste asiático— el paraíso de los solteros. “Sammy, ¿cuál es la playa que nos aconsejas visitar”, pregunto como quien no quiere la cosa. “Eso depende”, me responde, “si es un viaje familiar o de diversión”. “Digamos que no tengo hijos”, contesto y él sonríe. “Perfecto, si de diversión se trata, visiten Pattayá, allí la fiesta nunca termina”. “Muy bien”, interviene Eddie que ha estado escuchando nuestra conversación, “iremos a Pattayá y esta vez el hotel lo escoges tú y a ver a dónde nos llevas...”.

Pudimos quedarnos allí toda la mañana pero Joe nos esperaba. Íbamos a ir “al palacio del rey” y debimos despedirnos. La ropa, “lista para llevar”, estaría terminada en tres días “pero mañana en la mañana hacemos la prueba”.

Joe enrumbó al palacio. En el camino (yo me senté adelante) me habló por largo rato de las maravillas turísticas de su patria. Porque Joe no sólo maneja, también hace de relacionista público o representante de una serie de empresas locales que prestan servicios para los millones de turistas que llegan a Tailandia. Con Joe el aburrimiento es imposible, su cartera de posibilidades va desde la sastrería a la que fuimos hasta el palacio del rey, pasando por templos, restaurantes, palacios, clubes, mercados, excursiones y cuanta cosa pueda uno imaginar hacer o deshacer —de día o de noche— en Bangkok, ese lugar fascinante y sórdido, luminoso y turbio, interesante.

“Esta noche vamos al ping-pong”, me dijo en tono cómplice. Sólo horas después descubriría uno de esos bares surrealistas, donde las mujeres desnudas realizan unos bailes mundialmente famosos. Es un lugar repleto de mujeres sirviendo y tomando alcohol, mujeres bailando, mujeres esperando, mujeres y mujeres, donde los únicos hombres somos los turistas (aunque también hay mujeres, y muchas) y la media docena de “elementos de seguridad” que con caras de perro y sin saludar, te reciben en la puerta.

Sí, en la noche fuimos al ping-pong, pero antes fuimos al Palacio.

Desde la isla de Java, 9 de marzo del 2009