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YukiYuki

Yuki tiene veinticinco años y trabaja en un “cabakura”, una especie de club. El local está bajo la protección de la “yakuza” (los chicos malos de Japón) y ella puede hacer un promedio de cinco mil dólares al mes en una jornada de cinco horas diarias, seis días a la semana. Todo esto sucede cerca de la estación Yokohama, en el puerto del mismo nombre.

Yuki puede atender visitas de extranjeros porque estudió en los Estados Unidos “hasta los veintiún años” y habla inglés, algo que sus compañeras no pueden hacer pero que tampoco necesitan; casi todos los clientes, salvo algún cronista curioso o extraviado, son japoneses. Le pagan como veinticinco dólares por cada hora y recibe comisiones por todos los vasos de alcohol que consigue que le inviten.

Yuki se ufana de sus muchos “clientes fijos”, esos que en Latinoamérica serían “parroquianos”, visitantes consuetudinarios que se sienten perdidamente atraídos por ella y que gastan cientos y miles de dólares por gozar de algunas horas de su compañía. Cuatro de cada diez repite el plato y se convierte en reincidente. Esos gastan más porque se empeñan en complacer los gustos de la redondeada muchacha (algo extraño en un Japón sintético y despótico, si se comprende aún ese juego de palabras pasado de moda, como yo).

Yuki, que primero dice que no tiene angustias económicas porque el papá es arquitecto y la madre “importadora de cosméticos”, le paga la universidad a su hermano. La mamá de Yuki, antes de dedicarse al comercio exterior, era “maiko”, aprendiz de geisha, y se enamoró del padre de Yuki, un cliente persistente con el que finalmente se casó.

Yuki sueña con tener el dinero suficiente para hacer un cabakura para mujeres, dice que de eso no hay en Japón, que es una sociedad machista. Cuando lo piensa un poco más confiesa que no sabe lo que quiere pero que un bar así “sería un buen negocio”. Su “vida útil” en este trabajo es corta, podrá permanecer cinco año más, hasta los treinta.

Yuki cuenta que para empezar en uno de estos clubes es necesario que alguien te reclute, hay sujetos que andan buscando jovencitas hermosas y medianamente preparadas para este empleo. Por cada chica que llevan, los dueños de los cabakuras les dan una comisión.

Yuki tiene que invertir en su apariencia, las uñas sobredimensionadas y pintadas de forma estrambótica “están de moda” y son una obligación. “Si no me pinto las uñas o si no me hago un peinado cada día, me multan”, es decir, se lo descuentan de su salario.

Yuki se ríe, “¿japoneses reprimidos?, de alguna manera, pero no”, lo que abunda en Japón son los lugares “de tolerancia”. “Las prostitutas están en Ginza”, allí empezaron a acudir las jovencitas japonesas que se alquilaban para regocijo de las tropas vencedoras norteamericanas después de las bombas atómicas. También producto de la necesidad de “relajar” a las tropas democráticas del tío Sam surgieron plazas de tolerancia en Tailandia (Pattaya) y en Hong Kong (Wan Chai), y sólo son ejemplos.

Yuki dice que los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku”, están en Ginza y en Shinjyuku, si vas por Tokio, “pero también acá cerca, en Kannai, encontrarás esos lugares” donde el sexo se vende (se alquila) más o menos explícitamente.

Yuki me explica que “la gente viene para hablar” y parece cierto. Hay varias chicas que acompañan, en otras mesas, a una serie de clientes. Al contrario de cualquier otro espacio público en Japón, allí las personas hablan desenvueltas, levantan el tono de voz, se ríen a carcajadas, escandalosamente, como sucedería en cualquier país de Latinoamérica. Los japoneses parecen relajados por primera vez. “Vienen directamente del trabajo, salen de la oficina y se vienen para acá, por eso la actividad comienza como a las seis de la tarde”, no se trata de gente de bajos recursos, “para venir acá hay que ser ejecutivo, hay gente que gasta cientos de dólares en una noche, vienen, se sientan con nosotras, nos miran, juegan a enamorarse y, sobre todo, conversan, conversan de todo, del trabajo, de los problemas de la oficina, de la casa, de la mujer que también es ejecutiva y con la cual no puede comunicarse porque esta es una sociedad muy competitiva”.

Yuki señala que “por eso no entran extranjeros, porque no entienden cómo funciona este lugar, no comprenden que se pueden gastar muchos dólares y, en el mejor de los casos, si la chica quiere, podrán agarrarle la mano o acariciarla”.

Yuki dice que tiene una vida propia y un novio. Vive tranquila, sus padres saben en qué trabaja porque “no hago nada malo” y, además, “acá aprendo mucho porque toda esta gente es educada, acá vienen banqueros y economistas y me hablan de todas sus cosas”.

Yuki cree que trabaja en “en un lugar decente” y, de alguna manera, es verdad. Cada media hora (porque, como en un estacionamiento para automóviles o un karaoke, cobran por tiempo) se acerca uno de los encargados y muy amablemente informa que cargarán treinta minutos más (y sus respectivos yenes) a la cuenta.

Yuki también es decente (como sus jefes) y generosa (como su escote). Parece que le caigo en gracia, que eso de “voy a escribir un artículo” la entusiasma. Sólo ha bebido un whisky, “porque tengo que pedir algo para estar contigo”, y es el trago más barato del lugar. Se lo agradezco.

Yuki no sabe quién es dios pero no tiene tiempo para esas preguntas. “En Japón todos somos ateos, porque si hubiera dios este mundo sería mejor”, dice sonriendo con amargura mientras yo me despido sin contar el vuelto que dejo sobre la mesa, en el mismo sobre blanco y elegante en el que me lo han dado.

Desde la isla de Java, 16 de enero del 2010