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MangaYapanísonli

¿Cuál es la diferencia entre la represión y el autocontrol? En ambos casos se trata de dominar los naturales impulsos a los que, animales al fin, estamos inclinados. Desde las más antiguas sociedades, la fuerza —o la amenaza de su uso—, ha sido un persuasivo efectivo. Nadie se metía con la mujer del jefe de la tribu porque nadie quería terminar con la cabeza partida de un mazazo. A su vez, y por más hambre que tuviera, nadie se comía las ofrendas de los dioses porque nadie quería que le achacasen las próximas calamidades, ni soportaba la idea de sufrir el desprecio social, algo peor que la celosa maza abriéndonos el cráneo.

El miedo nos controla hasta donde puede controlarnos. Enmarcamos nuestras actuaciones públicas dentro de los límites que imponen los códigos, ya sean los legales o los sociales, pero no más. Dueños de nuestra intimidad, donde ni el Estado ni la sociedad pueden ingresar, damos allí rienda suelta a nuestros arranques y a nuestra fantasía. Eso me pareció entender en Japón.

La formalidad rige la vida de la gente. El silencio —ese que a nuestra latinidad se le antoja un monstruo— es una norma; se respeta escrupulosamente en los buses, en el metro, en el supermercado. Aun en una sala de juegos, donde los aparatos chillan anunciando ganancias, la gente se mantiene callada, sin grandes expresiones de frustración o de alegría, como si sólo el ruido metálico de las máquinas estuviera permitido.

Se respetan las normas “porque hay que respetarlas” y, como le contestaron a mi amigo Eddie cuando le preguntó a un japonés por qué no cruzaba la pista, aun con el semáforo peatonal en rojo, si era obvio que no venían automóviles por la calle, “porque no soy estúpido”.

No hay policías. En una semana, paseando de noche y buscando, como siempre, zonas complicadas (toléreseme el eufemismo), sólo vi un patrullero en Shinjuku. En pleno mediodía un auto policial había detenido un coche y estaba interviniendo al conductor. Nadie parecía fijarse en el hecho, el “si no es tu asunto, no te metas” es una norma no escrita.

Sin embargo, como Hamlet sospechaba, “algo se pudre en Dinamarca”. Algo sucede que no sabemos pero que vislumbramos, algo “diferente” subyace bajo tanta civilización. Tanta rigidez, tanto acartonamiento, tanto deber y tanta tradición, no son indefinidamente soportables. Una olla a presión estallaría si no tuviera un “desahogo” (curiosa palabra utilizada en el México de las masajistas extrovertidas) que liberara —discretamente— el vapor acumulado.

Entonces es cuestión, como sentenció Yuki, de echarse a andar y hallar, por ejemplo, a la salida del metro de Yokohama, una tienda donde venden revistas de manga (la famosa historieta o cómic). Si resulta interesante saber que allí no hay ni un solo muchacho leyendo al odioso ratón “Miqui”, más llamativo resulta confirmar que la inmensa mayoría de los miles de ejemplares que allí se ofrecen contienen las más variadas, malabáricas y lascivas fantasías. En esas publicaciones despunta la presencia protagónica de célibes muchachitas adolescentes vestidas casi invariablemente de escolares. Es el paraíso de las Lolitas libidinosas que, a veces consintiendo desde el principio y otras forzadas por algún depravado al que luego miman, se someten a las más alucinantes variaciones sexuales. Los primeros planos y la proliferación de fluidos esparcidos por todas páginas terminan siendo tan hastiantes y empalagosos como una de esas películas pornográficas donde hasta el camarógrafo interviene entusiasta.

Esa fascinación por la “inocencia” se halla también en tiendas de lencería que, en vez de complicados encajes negros o escarlatas o en vez de sedas y transparencias, abundan en prendas casi infantiles, de algodón, blancas o en todas las tonalidades del rosado, con mariposas y florecillas, absolutamente castas, tanto como las púberes imaginadas que aparecen inmortalizadas en los libros de manga.

El área de Shinjuku es toda una experiencia. Junto a tiendas de electrodomésticos y cafés, se levantan, por ejemplo, cinco pisos que contienen la más grande tienda de películas pornográficas con la que me he cruzado en la vida (más grande aun que esas inacabables “sex shops” de Miami que tienen toda una sección dedicada a lo más variado del cine de la triple X). Cinco pisos de videos donde las diferencias se hallan en los colores de las portadas pero que —según se observaba en las pantallas que exhibían los “priviús”— dan vueltas, con uno que otro giro, al eterno tema de la mujer —casi siempre con cara inocente y falda minúscula— enfrentada a los instintos más o menos rampantes de media docena de actores.

Poco más allá, protegido por la discreción de lo subterráneo, se puede encontrar un cine en el sótano de un edificio donde se proyectan películas “para adultos”. En lo que me recordó a las tardes más decadentes de los cines Colón o Brasil de mi adolescencia, hallé allí, en una sala a media luz, un par de docenas de ancianos que trataban de robarle a la proyección algo de calor que los protegiera del viento invernal y penetrante que afuera corría.

Para los más tímidos —que los japoneses piensan en todo— se encuentran, cuadras más, cuadras menos, varias tiendas de alquiler de películas. La única diferencia es que el cliente no se lleva el video sino que lo renta para verlo allí, en unos cubículos por los que se paga por hora. No vi a nadie entrar emparejado, así que supongo que se trataba, como en todos los casos anteriores, de otro reino del onanismo más o menos público, más o menos supuesto, más o menos aceptado. Reino de abandonados y solitarios en un Tokio donde nadie conversa con nadie, donde nadie mira a nadie y donde los seres humanos son mutuamente transparentes e ignorados.

Finalmente vienen los famosos clubes, los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku”, las casas de masaje tailandés, los burdeles clandestinos y todos esos lugares de los cuales Yuki me habló. Poco o nada puedo decir de ellos; en cada entrada recibí un “no”, en cada puerta me detuvieron haciendo una cruz con los brazos, en cada umbral uno o varios tipos con cómico aspecto de criminales de película (lentes oscuros, terno negro, pelo corto y pintado) repitieron el “yapanísonli” que impidió a este gris cronista de callejones y lupanares entrevistar a alguna amable señorita para tener algo más que compartir con sus curiosos lectores.

Desde la isla de Java, 23 de enero de 2010