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Londres (antes Múnich y Praga)

Múnich y Praga serán, en mi memoria, dos amables ciudades cubiertas de nieve. En menos de veinticuatro horas es difícil hacerse una idea clara de las cimas y simas de los pueblos. Pero siempre puede decirse algo.

Algo frío hay en los alemanes. Aun al final del viaje, cuando empezaba a escribir estas líneas en el aeropuerto de Frankfurt, esperando el avión que me regresó a los calores indonesios (y de sus indonesias), resentía mis espaldas un vientecillo frío que no tenía relación con la nieve que empezaba a caer, modosa, sin demasiadas ganas de arruinarme el vuelo. No era, como quise creerlo, alguna imperfección en las selladas ventanas del imponente aeropuerto, era, más bien (o “más mal”), la amabilidad eficiente pero congelada de las encargadas de la aerolínea. Personas correctas, educadas, pero con una sonrisa fallida que fracasa al querer transmitir esa sensación de “realmente me importa” que los latinos, por ejemplo, podemos contagiar con tanta facilidad (y, a veces, falsedad). En todo caso, los alemanes pueden no tener ninguna posibilidad en un concurso de simpatía pero son eficientes y mi paso —fugaz por Múnich y efímero por Frankfurt— me dejó la idea de una sociedad que, sin demasiadas delicadezas, funciona y funciona bien.

De Praga conocí literalmente el aeropuerto, el colegio que visité, el hotel y las avenidas que me llevaron de uno a otro lugar. Sin embargo, habiendo visto tan poco, Praga se me antoja caótica, mucho más “como nosotros”, mucho más tirada al “así está bien” o al “como salga” que me devuelven a mi país y a nuestros propios desórdenes. De todo el viaje, en el único hotel donde las reservas no existían (aunque luego aparecieron cuando intervino el gerente) fue en Praga. El único lugar donde registrarnos nos tomó más de una hora, donde la llave electrónica no funcionaba, donde la atención se aproximaba a lo lamentable, fue en Praga (“y eso que estamos en uno de los mejores hoteles del país”, dijo alguna, “y eso que en Alemania y en Bélgica nos alojamos en hotelitos mucho más modestos pero largamente mejor organizados”, pensé yo). Lo paradójico es que, aunque el poco orden visible amenazaba con desbaratarse en cualquier momento, la gente hizo la diferencia. El praguense se me dio más humano, y las praguenses más calurosas y más preocupadas porque nos sintiéramos bien (aunque hicieran todo tan amablemente mal). No vi el centro, que dicen que es maravilloso e inolvidable, pero me quedaron ganas de volver y eso dice mucho de un país. Algo más a su favor. En el aeropuerto hallé libros fundamentales para ellos (como el de las Leyendas judías de Praga o algunas obras de Kafka) traducidos en varios idiomas (francés, inglés, español) y pude leer, en la lengua de Cervantes, la leyenda de “El Golem” que tantas veces había disfrutado antes en el poema homónimo de Borges.

Hay que decir que en ambas ciudades la belleza de sus mujeres es sorprendente, no obstante, las diferencias de carácter crean abismos. Por ejemplo, entre la joven que estaba a cargo del comedor en Múnich y la muchacha que me atendió en el restaurante del hotel en Praga, había varios mundos de distancia. La eficiente frialdad de la alemana, que hizo todo perfecto y sin una sonrisa, palideció frente a la joven que se demoró en atenderme, se equivocó en el pedido, se le enredaron las cuentas y, sin embargo, me hizo creer, con la magia de sus gestos y con esos ojos que brillaban como espejismos, que esas papas refritas y ese “clud sanduish” graciosa (y grasosamente) mal acomodado, eran algo así como la máxima expresión de la culinaria checa.

Contemplando a las mujeres europeas (con el descaro y la libertad que dan los años), no pude dejar de recordar esos versos de Chocano —el malamente olvidado poeta peruano— que hablan de “la tristeza del Inca” enamorado de esa mujer que “tiene añil en las venas, un trigal en los bucles y en la boca un coral”. Sospechaba, sentado en el restaurante del aeropuerto de Múnich, viendo pasar a las muchachas de piernas interminables, caderas fuertes, pechos ágiles, rostros imposibles y ojos luminosos, lo que incas y aztecas, nuestros tatarabuelos, habrían sentido al enfrentar esa belleza tan extraña a los que eran sus propios modelos de hermosura. Intuí también cómo, de la misma manera y en exacta e inversa proporción, los rubios conquistadores que se lanzaron por el mundo a engordar sus imperios, sucumbieron ante lo exótico de estas muchachas de pies breves como un sueño, de formas ligeras como el viento, de piel bronceada como la caoba, de ojos concentrados como la noche, que transformaron el ideal grecolatino de la belleza por algo, para ellos, mucho más fresco, cálido y natural.

“Queremos lo que no tenemos” dice el dicho y eso de la bíblica prohibición de desear “a la mujer de tu prójimo” no es sino el límite civilizatorio que quiere ponérsele a nuestra natural tentación por lo ajeno. Sin embargo, en el caso de las razas, el hombre que desea a la mujer de rasgos diferentes o la muchacha que suspira ante los colores distintos del varón de la otra tribu, hacen bien, porque nos ofrecen un mestizaje que no es sólo estéticamente hermoso sino que es, sobre todo, humanamente indispensable. Será por eso que los adoradores de esa estupidez llamada “pureza racial” se me antojan no sólo idiotas sino enemigos de la naturaleza que tan deliciosamente hace atractivo lo distinto y permite una mezcla que es hasta genéticamente saludable.

Así, distraído por la belleza de sus mujeres y pensando, sin haberme ido, en regresar a Europa, llegué a Londres.

Marisol y Manuel, dos queridos y cosmopolitas amigos míos, me hablaron maravillas de la capital de Inglaterra. Para Marisol (que tiene un alma argentinísima que la pone en esa paradójica situación de amar lo inglés a pesar de las Malvinas), Londres es “la ciudad” y Picadilly Circus “el lugar”. Para Manuel, más “niuyorquino” y más crítico, Londres es la capital de un viejo imperio que, majestuosa aún, está llena de lugares famosos y estatuas y monumentos dignos de verse.

Armado de sus recomendaciones encaré a la “Rubia Albión”, tomándola por asalto desde el aeropuerto de Heathrow, que es inmenso, o me lo pareció, y donde uno tiene la sensación de que aún no pisado Londres pero que, inevitablemente, va a perderse...

Desde la isla de Java, 20 de febrero de 2010