Comparte este contenido con tus amigos

Londres (y fish and chips)

Todo lo que yo quería era comerme un plato de “fish and chips”. Luego de tres días en Londres y medio harto del pantagruélico “English breakfast” (que el hotel incluía en su infame costo por noche), le dije a Martín, el jefe de botones, muy español y muy agradable, “no puedo irme sin comerme un pescado con papas fritas...” y él, como quien sabe, me dijo, “el mejor lugar es Simpson, por Picadilly Circus, cerca al Támesis”.

Arrastrado por la ignorancia de mi propia fantasía, me imaginé que “el mejor pescado de Londres” debían venderlo en una taberna vieja con sillas desvencijadas, mesas cuarteadas, una barra llena de borrachines, humo por todas partes y baños hirientes. Creí estar yendo al Londres ciego de neblina que aparece en las películas y en donde, en cualquier esquina, puede esperarte algún heredero distraído de Jack, el destripador.

“Puesto que me voy a un lugar infame donde a lo mejor me asaltan, lo haré con clase...”, pensé idiotizado por mis delirios novelescos. Así que tomé un taxi porque me daba mucha flojera caminar los saludables (y helados) quince minutos que me separaban de la estación de “Baker Street”. Como sufro de una narcolepsia antojadiza que me hace dormir profundamente cada vez que subo al bus, al tren, al avión o un automóvil cualquiera, no vi las veinte libras de calles que me separaban del lugar y reaccioné con el “hemos llegado”, seco y malhumorado del taxista.

Por afuera el lugar engañaba, es decir, una puerta amplia, un edificio antiguo, una entrada que anunciaba un lugar entrado en decadencia hacía décadas. Me equivoqué.

Yo, que saliendo del hotel me había encontrado con una bodega donde hallé los dulces que me habían encargado, entré al lugar vestido de turista, con mi “jean”, mis zapatillas gastadas, una inmensa casaca color amarillo eléctrico, una abrigadora y olorosa bufanda de lana de alpaca arropándome el cuello y, siniestra en la siniestra, la bolsa de plástico contaminante que me dieron en la bodega con el montón de dulces adentro.

A unos diez metros, después de un amplio recibidor donde se lucía la foto del chef principal, me encontré con un señor de esos que tienen pinta de nobles empobrecidos que terminan de anfitriones de restaurantes aristocráticos y que, si han extraviado la fortuna, no han perdido ni un milímetro de su soberbia. No me miró, me inspeccionó. Un gesto extraño cruzó su rostro mientras me invitaba, con la mayor amabilidad que le era posible, a dejar “su saco” en el guardarropa, donde un encargado me esperaba con cara de “otro más”.

Cuando me disponía a entrar al salón, el anfitrión me preguntó si no deseaba lavarme las manos con ese tono condescendiente que empezaba a darme urticaria. Fui al baño, en el segundo piso. Vi, al pasar, un hermoso bar que, en ese momento, estaba vacío. Me lavé las manos y arreglé un poco las pocas mechas que me quedan todavía en la cabeza. Bajé dubitativo, mirando los cuadros donde estaban los planos del lugar, las remodelaciones, las fotos de más gente, preguntándome qué diablos había entendido Martín cuando le pregunté por “el mejor lugar para comer pescado con papas fritas”.

Otra vez llegué hasta la puerta del salón. El anfitrión la abrió amable y displicente, y me encontré con un gran comedor lleno de gente muy bien puesta en el cual un sinnúmero de mozos elegantemente uniformados deambulaban atendiendo a los comensales. Me recibieron los acordes que salían de un viejo y majestuoso piano que un pianista (más viejo y menos majestuoso) tocaba sin gracia pero con talento.

Me sentaron en una de esas odiosas mesas para dos que quedan entre dos mesas grandes. A mi derecha había una familia más o menos joven y a mi izquierda dos parejas, una de ancianos y otra de personas entradas en la cuarentena. Todos tenían un cierto aire aristocrático, sus ropas eran bastante formales y los gestos y las joyas eran suficientes como para entender que las lámparas de cristales, las mamparas talladas y el enchapado de cedro o caoba estaban para ellos y no para mí. La gente me miraba, con desconfianza y curiosidad. Me acomodé con sigilo, tanto como pueden acomodarse ciento veinticinco kilos en una de esas delicadas sillas sin desbaratarlas ni golpear al vecino, y coloqué discretamente mi bolsa de plástico a mi siniestra. La amable septuagenaria, que había estado siguiendo mis movimientos por el rabillo del ojo, bajó discretamente su brazo derecho, buscó su cartera y la alejó cautelosamente de mí...

Mientras tanto, el mozo ya se había acercado y me había ofrecido vino y dije que no, me ofreció luego agua mineral y dije que no, después insistió con un jugo natural y dije que no mientras cortaba su lista de frutas de la estación con un “coca-cola-diet-con-hielo-plis” que, por la cara que puso, debió causarle calambre en algún músculo facial. Se marchó medio ofendido, abandonándome con el menú en la mano donde me topé con una serie de nombres que de haber estado escritos en sánscrito hubieran sido igual de crípticos para mí. Agoté varias veces las letras del menú buscando ansioso el “fish and chips” que me había llevado hasta allá, ¡no había!

Lo demás lo pueden imaginar. Almorcé un “roast beef” demasiado sangrante porque mi idea de “midium” no tenía nada que hacer con la que tenía el señor que lo servía (en un encantador carrito de metal y con todos los malabares del caso). La atención dejaba mucho que desear, la comida demoró y, si bien mi ánimo no era el más favorable para hacer juicios, en general hallé que el servicio era bastante mediocre para tanto postín.

Cuando terminé con la carne cruda (al menos con toda aquella parte que no había mancillada por una agria y odiosa salsa que el sujeto no entendió que la quería “a un lado”), las verduras —que abandoné casi invictas— y un pan seco e inflado, una luz de esperanza llenó el lugar. Una muchacha, joven y hermosa, la única en medio de ese mar de mozos viejos o envejecidos, se me acercó sonriente con la carta de los postres. Miré la lista y cuando, un instante después, alcé los ojos, la mujer (y con ella mi esperanza), había desaparecido. Luego la vi andar por otras mesas pero a mí no me sonrió más.

Finalmente, después de unos helados que redimieron en parte todo un almuerzo que andaba camino al desastre, pedí un capuchino, y me trajeron un expreso. Lo bebí amargo y en silencio. Sólo fueron expeditivos al cobrarme. Cuando me trajeron la cuenta ni siquiera la miré, ofrecí mi tarjeta con un gesto displicente y agradecí enormemente que el plástico resistiera el embate sin hacerme pasar vergüenzas. Me levanté con la prudencia que ordenan mis kilos y, aunque la mesa dudó, se mantuvo firme. Recogí mi casaca y me fui, sin dar propina, prometiéndome no volver.

La calle me recibió con sus vientos fríos pero con su gente común andando despreocupada y desprevenida. Entonces caminé y caminé por avenidas inundadas de seres humanos y llegué, como el náufrago que pisa la arena, a los callejones turbios y a las escaleras estrechas del Soho donde la vida no es elegante, no es glamorosa, no es segura ni es santa, pero, definitivamente, es vida.

Desde la isla de Java, 06 de marzo del 2010