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Las mil islas, 2 (Pulau Seribu, dua)

Pulau Seribu

Felizmente que a los ingenieros que hacen este tipo de yates se les ocurre poner agarraderas por todos lados; no hay duda de que es preferible hacerlas de chimpancé con sobrepeso (decir “hacerlas de Tarzán” sería un abuso) a caerse estrepitosamente a las aguas mugrientas del embarcadero y morirse allí ahogado –o envenenado– en medio de los residuos –orgánicos e inorgánicos– de la ciudad.

El “plan B” hubiera sido negarse a abordar la nave aduciendo algún pretexto metafísico lo suficientemente enredado como para que pareciera creíble y como para que la chica no nos abandonara desilusionada por tanta ausencia de coraje. Pero desistí; la situación requería más temple joliwudense que retórica versallesca, así que hubo que enfrentar dignamente al destino: el rostro sereno, el gesto arrogante, el silencio misterioso, los ojos cortando el aire hasta la infinita mirada de la rubia expectante y las manos, que nadie ve (porque la cámara enfoca el cruce de miradas en cámara lenta), sujetándose fuerte, muy fuerte, como tenazas con las que nos jugamos la vida, y el corazón, ¡valiente músculo!, saliéndose aterrado del pecho, y la mente, tan pretenciosa cuando juega con las palabras, idiotizada y en blanco, pidiéndole encarecidamente, implorándole, al torpe cuerpo sobredimensionado, que se agarre, que no dude, que avance rápido y que por ningún motivo se le ocurra resbalarse, porque es sabido que ni la imaginación galopante, ni la buena voluntad, ni todos los dioses paganos, son suficientes para sostener humanidades como la mía cuando se les da por derrumbarse y experimentan la gravedad en caída libre.

Es cierto que los músculos me quedaron maltrechos, agarrotados y resentidos, pero la honra se mantuvo firme, como la bandera a tope, flamante, en el asta sobreviviente de un castillo en ruinas.

Casi dueño de mí, y mientras buscaba estabilidad en la cubierta de un metro cuadrado, respondí “por supuesto” cuando el “ar yu okei?” llegó con la suavidad de una caricia. El barquito estaba vacío, ni el capitán ni nadie. Nos sentamos en la primera fila, “para ver el mar”, y celebramos que los asientos fueran para dos y sin brazos incómodos cortando el paso de ella, que quería abrazarme, y el peso de mis formas, que buscaban acomodarse en esas sillas hechas para liliputienses.

Transcurrió media hora y ya pensábamos que el viaje lo haríamos solos cuando empezaron a embarcar los demás. Los primeros fueron dos españoles que hablaban con la impunidad de quienes saben (o creen saber) que nadie los entiende. Eran unos veinteañeros que celebraban con palabras irreproducibles sus hazañas sexuales con las chicas que conocieron en la discoteca, los variados y personales servicios de las muchachas de “relaciones públicas” en los karaokes y su descubrimiento acalorado de la cordialidad femenina en los salones de masajes “sólo para hombres” que abundan en Yakarta.

Luego llegaron un par de familias de gringos con sus mil mochilas, su felicidad “tecnicolor”, sus viajes “mástercar” y su optimismo “miquimaus”, armados con sus “aipods” y sus botellas de agua, coloridas y reciclables. Después, una pareja más interesada en su soledad y, luego, otros más, seis o siete, que ya no miré porque el cuello me dolía de tanto voltear.

Tarde, que la puntualidad no es una de las virtudes indonesias, la nave partió. Al comienzo la velocidad fue moderada, como para hacernos al vaivén. En ese rato, el ayudante del piloto (que eso de capitán empezaba a sonar exagerado en el bote aquel) se metió, por una puerta pequeña, a la misma punta del barco (proa que le dicen) y de allí salió con una vasija llena de bolsas de papel que, a su vez, contenían panes bastantes secos y sin relleno alguno que, según entendimos, eran el “esnak” o tentempié prometido como parte del servicio “todo incluido”. En una segunda vuelta, el entusiasta muchacho nos entregó sendas botellas de agua cuyos trescientos cincuenta mililitros debían ser suficientes para evitar que nos deshidratemos en mitad del mar sin que la vejiga nos traicione.

Durante los primeros minutos el paisaje de Anchol lo dominaba todo. Pero cuanto mayor se hacía la distancia entre la playa y el yate, la arena sucia parecía limpiarse, las aguas contaminadas brillaban bajo un sol entusiasmado, y la bahía alcanzaba la categoría de estampa o foto promocional y retocada. Al poco rato, ya con la velocidad en aumento, empezaron a aparecer las islas. Así como “de noche, todos los gatos son pardos”, de lejos, todas las islas son paradisíacas.

La situación no podía ser mejor, el yate rompía el horizonte y el mar le daba paso con la gentileza que sólo tiene cuando se le antoja (“las olas son femeninas”, me había dicho un amigo sudafricano, machista y salvavidas, “uno tiene que aprender a descubrir su humor y jamás contradecirlas; luchar contra la marea es una batalla perdida, como cualquier pelea con una mujer, es inútil”). A derecha e izquierda iban asomando islas e islotes, en todos abundaba la vegetación y las palmeras al borde de la playa anunciaban lugares majestuosos. Algunas tenían construcciones y se presentaban, por acá y por allá, casas, embarcaderos y yates. Alguien dijo que todas esas islas eran privadas, “de los ricos”, mientras nuestro barquito seguía su rumbo conducido por el piloto que estaba más interesado en conversar con el ayudante que ver el rumbo por donde navegábamos.

Después de veinte minutos el más idílico paisaje aburre y yo, mea culpa, sufro de narcosis aguda causada por el bamboleo de los vehículos en movimiento. O sea, me dormí.

Parece que con cierto estilo lo hice (los ronquidos no me habrán traicionado esta vez) porque la rubia, amorosamente, me despertó una hora después con una sonrisa iluminada y con un “güi ar gier” tan prometedor como la isla de rincones abandonados, palmeras y corales (algo así ofrecía la propaganda) a la que estábamos llegando...

Desde la isla de Java, 29 de agosto del 2010