Los chanchos vuelanLos chanchos vuelan

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Supongo que el sobrepeso me da libertad para hablar del asunto. La frase “este cree que los chanchos vuelan” se ha usado tradicionalmente para señalar al ingenuo; nace del supuesto de que los cerdos “no pueden volar porque son gordos” y, por ende, sólo alguien muy tonto podría suponerlos cortando el aire como un águila. Mucho más certera sería la máxima si reemplazáramos a los chanchos por las avestruces —aladas, inmensas e incapaces de alzar vuelo—, pero el asunto elemental —las alas— se ignora para darle relevancia a los kilos.

Si siempre fui gordo (perdón, “sí, siempre fui gordo”), son contadas las circunstancias en las que he sentido que esos kilos son un verdadero problema (y es acá donde el chancho que no vuela viene a cuento), y casi invariablemente está involucrada una silla, un sillón o un asiento (porque mis dramas con la ropa los solucionaron los sastres y “Big & Tall” —que por alguna acomplejada razón que ignoro se llama ahora “Casual Male”— y mis líos con la salud los tengo en jaque a fuerza de caminatas —el mate se lo dejo al infarto, pero no nos pongamos agoreros—).

Entendámonos, no estoy acusando a las sillas (¡pobres ellas!, que tan estoicas me toleran, bueno, casi todas). Tampoco es que guarde un especial rencor por el carpintero (profesión notable y ennoblecida hasta en la Biblia), el ingeniero o el empeñoso operario de la máquina que fabrica asientos por miles. Para más señas, el asunto no es con la silla toda, sino con una de sus partes: ¿con qué otro fin que no fuera torturar a los gordos pudieron haberse creado los brazos de las sillas? Algún ingenuo dirá que para descansar los codos, pero yo creo que se trata de una conspiración.

Ir a lugares públicos y verse sometido a la tiranía de la estrechez de una silla es, por lo menos, infame. Más cuando se es joven y tímido (ya sé que no me creen, pero era) y uno anda de primera cita con la chica aquella a la que ha invitado a compartir (al menos) “el pan y la palabra”. Con el paso del tiempo (y de los kilos, que, en realidad, no pasan sino que se asientan —pero asientan también, y eso es lo bueno, el carácter—) el asunto se hace manejable. Hoy, sencillamente, en el lugar al que vaya pido que me cambien la silla “por una sin brazos” que los comprensivos mozos siempre, hasta ahora, han encontrado. Otro espacio terrible es el de las butacas de los cines y teatros; felizmente, y por eso de la competencia, las salas se han hecho más modernas, han elevado sus estándares de comodidad y han anchado sus sillas.

Donde me encuentro vencido es en los aviones. Algún cerebro maligno decidió que el promedio de los seres humanos ocupa un espacio brevísimo y allí no hay forma de que alguien nos cambie la silla “por una sin brazos”. Hace un tiempo descubrí, para mi suerte, que viajar acompañado de Alesia es (además de por muchas otras causas esenciales) un regalo de la diosa Fortuna. Y es que el torturador que funge de ingeniero de aviones tuvo una debilidad y se le ocurrió que los brazos entre los asientos pudieran levantarse. Así que, mi infinita, me cede generosa parte de su espacio y puedo yo apacentar mi humanidad plácidamente sin temor a incomodarla. Además, ella es feliz utilizando mi hombro de almohada y yo puedo estar en el avión sin sentirme atrapado ni fulminado por las miradas de mis vecinos. Maravilloso.

Claro, la desgracia siempre nos respira en el cuello y el otro día hube de embarcarme, solo, triste y sin espacio extra, en un avión que, con alguna escala, iba a tenerme más de veinte horas esclavo de la brevedad de sus asientos. Los detalles, sí ya sé, se los cuento la semana que viene.