Empantallados y absorbidos

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Empantallados y absorbidos

Viernes, poco antes del mediodía. Mis alumnos de español dos han terminado con la prueba de la unidad uno. A estas alturas del idioma saben (confío en que sepan) un vocabulario básico para salir bien librados de una situación real en el aeropuerto de Barajas o en el mostrador de un hotel en Tegucigalpa. Todos me han entregado sus exámenes y faltan pocos minutos para que toque el timbre (que, dicho sea de paso, tiene el mismo sonido que se escucha en las terminales aéreas antes del “última llamada del vuelo 543, señor Pérez, por favor, abordar por la puerta siete”) y puedan librarse de mí e invadir la cafetería (donde espero que sobreviva algún sánguche de pollo, que son de antología). “Les regalo estos cinco minutos”, les digo y me pongo a arreglar los papeles antes de acometer la corregidera.

Siempre he dicho que corregir exámenes es la maldición de los profesores (aunque varios —que, estoy seguro, saben de educación mucho más que este simple poeta— podrán excomulgarme por tamaña afirmación y explicar —con certeza matemática— cómo la evaluación es una piedra fundamental en el proceso educativo). Entiéndaseme —ojalá—, amo mis clases, la interacción, la discusión con los alumnos, cuestionarlos y animarlos a que me cuestionen, que reten mis conocimientos y me acorralen con preguntas cuyas respuestas ignoro y buscarlas juntos “para desasnarnos”, reírnos, burlarnos de los días grises, celebrar los buenos, empujarlos a andar —tiernos y feroces— por la vida, descubrir quiénes son y verlos asombrarse cuando se percatan de algo ignorado de tan evidente: que el profesor es un tipo más, como tantos, como ellos, de hecho un poco (¡o bastante!) más viejo pero con una historia —en lo esencial—, no por más abultada, menos parecida. Lo que no me hace feliz —mea culpa— es pasarme las horas revisando papeles ajenos (cuando aun corregir los míos me causa una fatiga voraz e inenarrable).

En fin, preparaba el ánimo para las siguientes horas revisando exámenes y, de pronto, me pareció que algo andaba mal. Yo había bajado la cabeza y el minuto que extravié entre papeles me pareció infinito. Ni el más ligero ruido cruzó el aire, la calma era absoluta y, recordando quizá viejas maldades de los chicos (que fuimos) contra los profesores (que fueron), alcé la cabeza de inmediato listo para ser testigo (o víctima) de cualquier barbaridad. Grande fue mi sorpresa cuando comprobé que nada pasaba. Nada.

Los alumnos estaban —todos— con sus computadoras abiertas y absortos —cada cual en el suyo— en mundos que desconozco, concentrados en universos ajenos, conversando quizá con algún amigo en otro salón o en otro continente. Alguno se distraería escuchando música y otros, intuyo, recorrerían las fotos de “féisbuk” hurgando la vida de quienes parece que aman ser fisgoneados. Ignoro qué tanto puede hacer un joven en un minuto frente a la máquina pero sé que era (“eran”, las cosas que hacían o veían o escuchaban) lo suficientemente atractivo, absorbente y fascinante como para tenerlos embrujados, transitoriamente enajenados y embebidos; cautivos de la computadora como el pobre Dédalo lo estuvo de su propio laberinto.

“¡No puede ser!”, dije levantando la voz de manera tal que más de uno dio un salto arrebatado de su “empantallamiento” (que ni siquiera era “ensimismamiento”), “no puede ser que no hagan nada”. Me miraron como pensando “ahora sí se volvió loco”, pero seguí. “¿Qué hacen?”, les pregunté, y alguien (que no comprendió lo retórico del asunto) protestó: “Pero si estamos tranquilos”. Y yo: “¡Exacto! ¿No se dan cuenta?”. Y empecé a explicarles cómo, “en mi época”, esos cinco minutos se hubieran convertido en un escándalo incontrolable, con todos corriendo alrededor de las carpetas, unos silbando, otros gritando y alguna pelota (o la mota o una cartuchera o muchas tizas) atravesando el salón en busca de su más o menos distraído objetivo. “¿Y ustedes qué hacen? Tienen a sus amigos al lado y ni los miran, se hunden en sus computadoras e ignoran olímpicamente a quienes están en el mismo salón que ustedes...”.

Iba a continuar con mi discurso sobre la amistad real frente al espejismo de los mil amigos de Facebook (hasta iba a confesarles que yo tengo dos mil), cuando sonó la campana (“señor Mejía, por favor callarse y dejar salir a los alumnos”) y me odiaron un poco y, sí, me callé y les dije “ya vayan” y abandoné los papeles y me enterré en la máquina, tan solo y tan acompañado, y me puse a escribir este artículo que ustedes están leyendo...