Diálogo ciego y un grito

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—Hay una sombra allí fuera. (en un grito:) ¿Quién anda allí?

—Me llamo Celeste; estoy desvelada. ¿Quién eres?

—Yo vivo del otro lado de la ventana que tienes a tu espalda, según parece. Estoy velado por los vidrios biselados y el deseo, y la noche me hace triste.

—Yo soy la noche triste; la incertidumbre de la fruta madura.

—Yo, el vértigo que te acongoja.

—Yo soy el tiempo de cambio.

—Yo, el tiempo que cambia y hace que me busques en la noche desierta.

—Dame una pista. Es plena madrugada, la calle está llena de vacío. Yo no te desperté, y sin embargo me buscas desde detrás de la oscuridad de tu ventana.

—Quizá siempre te he buscado, y aún así, no me atrevo a salir por tí.

—Eso te quita interés. Déjalo entonces.

—Por favor no te vayas. No te temo. Quiero invitarte.

—¿A qué?

—A partir. Dejemos este tiempo.

—¿Cómo sería posible dejar este tiempo?

—Cambiando de cielo; de temperamento. Cambiando de idioma. ¿Hacia dónde miras?

—Miro el cantero: hay un gato negro con manchas grises y blancas trepándose a la mata desordenada esa que tienes en el patio.

—¿Quieres mi jardín?

—Es una bonita oferta. Pero está dejando de ser tuyo.

—Estoy dejando de ser yo; mis formas cambian con cada palabra que dices, con cada palabra que callo. No es ese mi jardín, de todos modos.

—¿Qué podrías ofrecerme?

—Lo que todos: las ganas que me despiertes, los versos que me inspires; de mi pasión los colores que percibas, de mi verdad lo que me anime. De mis memorias, todos los capítulos a los que puedas dar sentido.

—Hablas difícil, eso no ayuda. ¿No quieres verme?

—Desfallezco por verte, mas no es tiempo aún. ¿Cómo podría verte cuando tengo los ojos cerrados? ¿Cómo atender a lo que dices cuando estoy de piernas abiertas sobre el abismo de dos idiomas en que se viven mis vidas?

—Se ve hermosa tu voz. ¿Puedo abrir más esta ventana para escucharte?

—De este lado hay un concierto de rosas que crepitan en la pólvora aceitosa de unos sueños que no querrás liberar, que no podría permitir que te golpeen. Yo mismo no debiera estar aquí.

—¡Sal, entonces!

—Este mundo vive de mi sangre, toma aliento de las letras que no escribo y me retiene atado a esta matriz de sueños, a este laboratorio del que nacen las ideas que ves revoloteando en ese patio, los amores que acaso te han traído hasta aquí. ¿Podría salir? ¿Cómo saber que estoy despierto?

—Estira tu mano por la ventana y búscame.

—¿Estarás allí?

—Búscame, tú. Exige que esté. Rómpete los párpados contra la nube, contra la costra de tu sueño, y pide la mano mía, una mano cualquiera, sólo atrévete a pedir. Y aunque no entiendo lo que dices, estoy segura que esa pólvora de tus ungüentos se evaporará en el aire con que sólo seas capaz de rogar la verdad de otra piel.

—Ay, creerte, maga. Dime si es aún la noche febril, o si acaso ha llegado el tiempo en que el lucero dará la señal a todos los pájaros de la ciudad para que velen mi sueño.

—Es tiempo en que la noche de los hebreos y los mayas se detiene y retrocede dulcemente. Tiempo en que las fiebres retroceden y la poesía se vuelve luminosa. ¿No lo has leído? ¿No te has enterado?

—No me llegan las noticias sino el aire flatulento que se descarga en grises furibundos que

—¡No! (en un sollozo:) ¡No te mientas! ¡No quieres saber las noticias, y como las sabes, las niegas!

—Ya me ha traicionado mi propia ventana. Las visiones del mundo me sitian a cada oportunidad; envían al teléfono, a la radio, a los trinos mañaneros que me adormecen, te envían ahora a tí, confabulado todo para sacarme afuera. Hace mucho, un brazo rojo morado alzó el sable gigantesco que empuñaba sobre mí, y me preguntó: "¿quieres el silencio?". No supe que me hubiera matado ni aún cuando rengueaba más tarde hasta cada una de mis partes, por rehacerme en medio del maldito bullicio ese que había aumentado hasta mucho más de lo soportable. Mintiéndome silencio, me hizo hipersensible a todo, esa fuerza.

—(con voz emocionada:) Y entonces no hay esas rosas y tampoco esa pólvora, nada hay de lo que no pueda redimirte tu capacidad de comprenderlo. Podrías entender frescor de rocío lo que sientes flatulencias, que descienden con el aire que atardece sin crepúsculo frente a tus ojos cerrados. Podrías entenderme torrente y no dique, podrías verte alegría y no sujeto de tristeza. ¿No hablabas de cambiar de idioma? ¿Por qué no hablas diferente?

—Nos enseñaron a creer que aprendemos a hablar cuando somos pequeños, mas lleva la vida entera aprender a decirse. Las letras que se escapan de mi boca se amontonan aquí por todos lados, se retuercen de desengaño y alegría; ora se yerguen orgullosas, ora se desmoronan buscando la muerte imposible, el olvido; me contaminan la piel reproduciéndose cual pilas de moscas que zumban quietas a través de estas paredes que ya habrán cambiado de color.

—¡Abre los ojos! (llorando, en un grito:) ¡Alza la voz, y culminará la pesadilla!

—Había un tipo que siempre callaba. Sus letras se lo comieron vivo. Pero las fiebres de nuevo me acometen de sólo pensar en este verbo liberado, surcando los canteros que ves ahora inocentes, los gatos que todo lo comprenden, la noche que crees quieta, mas..... ¡cuánto conozco yo a esa noche!, ¡cuánto sé yo que miente porque deseas!

—Olvídate, mira, deja que baje el hervor, y regálame entonces tu mejor grito. No te dejes engañar por las palabras que parecen decirte que lo pido; y no temas asustarme. La noche está virgen hoy, vestida del blanco de la luna que crece. Te vestirá en la misma medida en que visto está que me desnuda.

—¿Sabrás atreverte? ¿Sabes qué sucederá si huelgan por fin mis cuidados, y de ojos abiertos me hago al grito, me sublevo a las musas silenciosas, me atrevo a hacer que estalle la ventana que yo sé, igual que tú, que no está ahí, que sólo nos separa mas no está?

—Había una vez un hombre que no cedía a la fascinación. Ya de un lado de ésta, ya del otro, se estancaban sus palabras perplejas y reía y lloraba; le ganaban el miedo u la euforia; da igual.

—Estaba suspendido en el tiempo; no vivía.

—Abre tus ojos y grita.

—¿Qué ves?

—Veo mucho que no se llama en modo alguno; veo a la noche que no desvela los colores pudorosos, que aguardan ser llamados por esos nombres que ocultan tus párpados caídos. Veo un mundo de ausencias que exigen un poema que haga escapar el miedo. Veo un manto que

—Conozco el manto ese. Siempre ha estado allí.

—Estoy segura que no.

—Esas son las palabras mágicas. ¿Estás segura?

—Desaparecerá de mi vista cuando tus ojos se abran.

—Está abierta la puerta. Saldré y te descubrirás dentro.

—Nunca conoceré ese mundo, ya lo sé.

—¡Cuánto sonrío por fin, amor mío!