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La migración que te da nombre

Ierushalaim, Siván 5763

Es la trampa de migrar: uno se desplaza erosionando contra la del mundo su propia piel, e interroga al sentido del tiempo mientras va quedando en carne viva. Ruedan los días y en las noches te ves solo; la miseria se viste de aire libre y la presencia, la presencia de todo, sabe a la más fantástica de las mieles que quieren hacerse propias, y no termina uno de lograrlo.

Yo no comprendía los relatos de aquellos viejos tiempos de mi abuela emigrante. Yo, que vivía del vértigo, no sabía de ese vértigo fundamental que el no identificar un asidero te pone bajo los pies. “Le juiferrant” era un delicioso leit-motiv que a los pies de mi literatura la historia disponía; y la hipótesis de RobinsonCrusoe —allende el azar— como indicador de caminos a producir, era de un frescor infinito vista la civilización en perspectiva desde mi bosque solitario, misántropo como yo mismo. Había que fluir, coquetear con los límites de lo establecido, incriminar al statu quo por todos los techos y hasta por la lluvia de que los techos defendían; tangenciar irónicamente la norma desde la explosiva belleza de los adentros mientras se disimulaba, mientras se hacía creer a los afueras que uno estaba realmente allí, ectoplasma inmutable, fantasma irredimible por lo que los demás creían realidad.

Yo no comprendía los relatos de aquellos viejos tiempos, en que mi abuela emigrante había estirado sus raíces hacia una América ajena, desde el resguardo de una Lituania feraz en que la ajenidad le era propia. La ajenidad respecto de mi propio afuera era patente en cada movimiento de mis letras, en cada sílaba que se deslizaban mis músculos sobre una náusea que Sartre, sin vivirla, había dicho bien, mas sólo Kafka me había develado.

Invocación a tiempos de ser topos explorando los abismos de la miseria personal coronada de esperanza —de sueños de amanecer—: cuando alrededor todo abundaba, y al abundar, hacía demasiado ruido. El erotismo flotaba en la parte del aire que no se respiraba entonces; vivir era acallar el deseo sin contentarlo sino con el temor de las patentes fauces del abismo que la imaginación y la memoria vindicaban allá, detrás del muro. Ardía la memoria del ardor en la ternura de esos cuentos breves y descriptivos: lo que yo creía instantáneas eran —ahora lo sé— películas de instantes fundamentales, de las encrucijadas esas de la conciencia en que se apoyaría por siempre el ya.

No es sencillo explicar que a uno, en un tiempo, la ajenidad le fuera ajena. No que no conociera, concibiera, experimentara cada vez la sensación esa de ajenidad unida a la náusea, al pánico que produce la infinita semejanza de todo. Era justamente el vértigo de la infinita semejanza lo que producía una fría conciencia de la ajenidad, y la ponía a distancia, allende unos enormes glaciares dibujables en el mar de la conciencia. Había que alejarlos, enajenarlos del entorno inmediato. Si no se podía salir hacia el mundo, había que filtrar algo del mundo hasta aquí, burlándoles o disolviendo los glaciares, o tomando del mundo esa acepción tan sutil que es capaz de pasar a su través para empujarlos hacia fuera.

Esos tiempos de raíces doliéndose del aire eran ajenos a mi modo adolescente de sentir (tal como lo propio, así también) la ajenidad, el exilio regocijante que permitía dibujar mis límites con claridad, y que con esos dibujos me defendía del afuera. Lo Otro estimulaba y defendía a lo mismo, y mecerse en la magistralidad de lo obvio por ajeno, era un código de comunicación, un lazo a cuyo través la realidad me umbilicaba y me autorizaba, en una galería de figuras sucesivas, a ser feliz. Yo no podía comprender el sentido consumatorio de la rememoración de los tránsitos instantáneos de mi abuela; no podía advertir hacia dónde iba ese dejarse estirar por un instante hasta vivir a una vez que el propio tiempo, ese otro tan atrás en que la ajenidad le protegía, le retenía ante el impulso de debilitarse en el oficio de la consagración —de la diferenciación que toma por paradigma al firmamento—, como actitud general de vida. Como al condescender a una coma que no va al acordarse uno del lector, el desafío era proyectar luz en la instantánea, suspendida en el aire, para que hiciera sombra sobre la faz de la tierra: de una tierra Otra y simultánea a quien la experimenta de pronto, y no le sabe familiar.

Yo no podía comprenderla aún cuando crecía, y se me hacía familiar el malestar en la cultura. Mirar la letra escrita que sabes lo que dice, y leer otra cosa. “Otra cosa”. Ver signos donde otros ven cosas, advertir dibujos pavorosos en las cadenas de sentido, en la resignificación de cada instante que produce, sucediendo, el que le sigue. Mas como la barba crecía se erigían mis muros, y desde sus bordes, el más mínimo agujero era un túnel. Logré teorizar cuando aún era joven: la experiencia del migrante lo biloca en el tiempo, lo duplica colocándole en ese presente continuo en que ha degenerado el pasado trunco, y en un mundo vigente que se experimenta incomprensible desde lo que uno sabe que sabía. De la tensión entre ambos locus, se abre una herida que mana sentido, una llaga a cuya luz verdosa todo se ve distinto.

Yo no entendía que pudiera ser la nostalgia otra cosa que el rezago en el alma de una castración, de una pérdida. No había comprendido la simultaneidad necesaria de la experiencia, la imprescindible presencia de un intenso mundo nuevo para que el otro tomara nueva vida de las entrañas de uno. No ha lugar al vacío, que es, aquí abajo, la expresión abismal de los infiernos. El más mínimo gesto con que interrumpes el éxtasis, te lleva directamente a la multiplicidad.

No habría nostalgia por un mundo, por un orden perdido, si no hubiera un mundo nuevo que te aprieta, y que garantiza que sigas extrañándote, que sigas experimentando una pertenencia imposible que te hace extranjero a donde vayas. Y al ser cuestión de orden —que no de geografías—, al operarse la distancia en la lengua del abismo mediante y no en la de ninguna de sus orillas, da igual en lo sucesivo, tras la primera traslación, a qué encrucijadas del lugar te lleve tu camino: la multiplicidad de tierras, de culturas a que querrán traducirse tus consignas, serán tu insignia: hasta que te sientas contenido en un orden, en una lengua anamnética que te será natural.

Sólo el ocaso trae consigo el sereno secreto de la paz. La ardiente experiencia del día, la luz que se refleja en todas las faces de la vida multiplicando los espejos, se repliega en la fusión de los colores hacia un gris que roma el cielo y le asemeja a los caminos transitables de la tierra. La vida y cada día se otoñan en el tibio seno de la gramilla y de cada flor; y la difusión de los límites muestra una realidad mucho más vasta y uniforme que la de la visión encandilada en la fractalidad de los espejos temerarios. Es el otoño que prosigue al mediodía, el silencio que precede al íntimo diluvio que convertirá en soporte de felicidad a la llaga de aquella vieja melancolía.

Hay que saber caminar hasta el final del día para llegar despiertos a la noche, y ser su luz. Yo no sabía, entonces, que la palabra hebrea para el firmamento, “shamáim”, podía significar también “dos nombres”. Yo no sabía que todo nuestro tránsito por la vida fuera un vehículo para hacer, de ambos nombres, uno imponente, unívoco, total. Y hoy, la luna menguante de Siván, intuible tras el sol que rojecía por poniente, tomó para su voz mis oídos abiertos y me susurró la utopía del Uno. Hay el camino, al que torna tan gozable el saber.