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PiratasPiratas, corsarios, bucaneros y filibusteros

Piratas ha habido desde la antigua Grecia hasta la piratería aérea del siglo XX y la espeluznante acción de las Torres Gemelas, apenas inaugurado el siglo XXI.

El pirata clásico, de parche en el ojo, pata de palo, sable y pistolones en la cintura, con un barco donde ondea la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas, es una tarjeta postal de Hollywood.

El pirata hidalgo y generoso, que despierta las adhesiones románticas de la adolescencia, porque (aunque es un marginal) libera a los oprimidos, realiza hazañas increíbles para proteger a señoritas indefensas y triunfa sobre una flota de galeones, es otra faceta folclórica de La Meca del cine.

Los griegos lo llamaron peiratés (bandido), un derivado del verbo peiráo (yo me arriesgo, yo me aventuro).

El primer pirata de la historia fue un tal Polícrates, tirano de la isla de Samos que, con sus veloces trirremes, asaltaba las pesadas naves mercantes y las sometía a un tributo o incautaba su mercadería. De este modo, la isla de Samos se convirtió no sólo en una guarida de piratas sino en un centro de fabulosa prosperidad que atrajo a muchos artistas del mundo antiguo, lo que parece demostrar que ya en épocas tan remotas se defendía el arte con el lavado de dinero.

También Roma tentó a los piratas con la intensidad de su comercio marítimo. Julio César llegó a caer en sus manos y exigieron veinte talentos de rescate. César les dijo que se sentía ofendido por cotizarlo tan bajo y que les pagaría cincuenta. Y, mientras sus esclavos iban en busca del rescate, César se dedicó a hacer versos que sus captores escuchaban entre chanzas y risotadas. César los trató de cabezas huecas, incapaces de comprender una obra de arte y, como castigo, los haría ahorcar apenas lo liberasen. César era un hombre de palabra y cumplió.

En el siglo I a.C., Mitrídates, rey del Ponto, desbarajustó con su piratería la navegación de Roma. Roma no toleraba tales insolencias y destacó a Pompeyo que, durante la llamada “Guerra de los Piratas”, destruyó 1.500 navíos piratas. Desesperado, Mitrídates se suicidó.

La Edad Media fue aterrorizada, a partir del siglo IX, por la piratería de los vikingos o normandos, que cada primavera hacían de la depredación y la destrucción un estilo de vida y, entrado el otoño, regresaban a sus madrigueras de Escandinavia. París, Lisboa, Londres, las costas de Galicia, Sevilla y otras ciudades, sufrieron los asaltos de aquellos forajidos.

En el siglo XVI surgió una piratería nueva que se institucionalizó en Argel, con los hermanos Barbarroja, dos piratas turcos que asolaban las poblaciones cristianas del Mediterráneo.

Baba Aruy (Barbarroja), protegido por el sultán Selim, que lo nombró almirante del Imperio Otomano, hizo de Argel el refugio de sus correrías y llegó a derrotar a Andrea Doria, el gran almirante genovés del emperador Carlos V.

La batalla naval de Lepanto (1571) hirió de muerte la piratería turca, si bien dio algún que otro coletazo, como el que sufrió Cervantes, cautivo en Argel durante cinco años.

La época de oro de la piratería abarcó los siglos XVI y XVII.

Cuando la bula Inter caetera del papa Alejandro VI dividió el mundo en dos mitades (la oriental para Portugal y la occidental para España), las potencias europeas, excluidas del reparto, la consideraron una injusticia intolerable. Por tal motivo, mientras los galeones españoles surcaban el Atlántico con el oro y la plata extraídos de México y del Perú, los barcos piratas de Inglaterra y Francia regresaban a sus puertos con el oro y la plata extraídos de los galeones españoles.

Los reyes de estos dos países protegieron este nuevo modo piratesco que se llamó guerra de corso (del latín cursus: carrera), una campaña, con patente del respectivo gobierno, para perseguir barcos enemigos. Entonces los piratas tomaron el nombre de corsarios, es decir, “piratas protegidos por el gobierno”. Algo parecido a la piratería aérea de nuestros días. Entre los corsarios más famosos descuellan el francés Jean Ango y el inglés Francis Drake.

Los corsarios desvirtuaron el espíritu de la auténtica piratería. El pirata verdadero actuaba por cuenta y riesgo propios, se burlaba de los intereses políticos de un país y despreciaba visceralmente la tutela de cualquier gobierno. Así lo expresó José de Espronceda en su famosa “Canción del Pirata”:

Allá muevan feroz guerra / ciegos reyes / por un palmo más de tierra: / que yo tengo aquí por mío / cuanto abarca el mar bravío, / a quien nadie impuso leyes.

A principios del siglo XVII aparecen los bucaneros. Huyendo de la persecución religiosa, algunos hugonotes franceses se establecieron en las Pequeñas Antillas y en el noroeste de Haití. Vivían de la agricultura y de los toros y cerdos salvajes que cazaban. Secaban la carne al sol, la ahumaban en el boucan, una especie de parrilla indígena, y la vendían a los buques que se acercaban a sus costas.

En 1620, la corona española declaró ilegal el boucanage y los bucaneros fueron expulsados de Haití.

Refugiados en el Fort de la Tortue (Fuerte de la Tortuga), los bucaneros cambiaron la costumbre de ahumar la carne de cerdo por la del asalto a los buques españoles y se convirtieron en filibusteros, o sea, “los que capturan el botín” ( del francés flibustier, y éste del holandés vrijbuiter, de vrij (libre) y buiten (saquear).

Los filibusteros ingleses y franceses convirtieron la isla de la Tortuga en su escondrijo y establecieron una república independiente que se llamó “Cofradía de los Hermanos de la Costa”.

Negros, blancos, criminales, esclavos fugitivos o quienes fueren, al ingresar en la “Cofradía” recibían un mote que borraba su pasado y se convertían en “hermanos libres”. Nadie los perseguía y nadie los mandaba y, aunque había un gobernador para asuntos militares, podían destituirlo por voto de la mayoría.

Asaltaban barcos y ciudades, se emborrachaban, robaban, violaban, asesinaban y se repartían el botín para jugarlo de inmediato en los dados o la baraja.

En 1654, los españoles invadieron la isla de la Tortuga y los filibusteros que lograron escapar se refugiaron otra vez en Haití y volvieron a la práctica del boucanage.

En 1655, los ingleses conquistan Jamaica y allí se refugian los filibusteros de ese origen. En el mismo año, los franceses se apoderan de la isla de la Tortuga, que guarece una vez más a los bucaneros. Los filibusteros, ya con patentes de corso inglesas o francesas, deben entregar parte del botín a sus respectivos gobiernos.

Con patente de corso del gobernador inglés de Jamaica actúa Henry Morgan, el más famoso de los filibusteros, y ataca las costas de Cuba, se apodera de Portobelo y después de Panamá. El embajador español en Londres pone el grito en el cielo y la corte inglesa cita a Morgan para amonestarlo con gran severidad en presencia del embajador. Tan severa fue la amonestación que el filibustero regresó a Jamaica convertido en Sir Henry Morgan, con el título de gobernador.

Y, como la Historia ha superado a Sócrates en ironía, después de su asimilación a la corona inglesa, Sir Henry Morgan se convierte en el azote de la piratería. De esta forma, el mayor filibustero de la Historia firmó el acta de defunción del filibusterismo.